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No importa que Álvaro Uribe siga siendo el ídolo de millones de colombianos y que estos todavía consideren que es el “man”: el único que pudo hacerle frente a la guerrilla y devolverle la seguridad al país; no importa que de su apellido y liderazgo hayan surgido dos partidos políticos y que, aún hoy, 21 años después de su primer ascenso a la Presidencia, esas colectividades —la U y el Centro Democrático— gobiernen en gran parte del territorio nacional; no importa que su figura inspire a los ultraderechistas del continente; no importa que los fiscales, algunos jueces —no todos, como lo demostraron las dos togadas que negaron la preclusión del proceso en su contra por soborno a testigos— y las cortes aduladoras y blandengues que tenemos se doblen ante su poderío. No importa, porque la Historia, implacable como es, lo condena. O lo que es lo mismo: ha derrotado a los negacionistas del macrocrimen de lesa humanidad identificado con el tenue título de “falsos positivos”. Es así como la verdad revelada por los asesinos retumba en las salas de audiencias de la JEP y su eco persiste pese a los paneles acústicos que le pongan para acallarlo.
El caso de Eudaldo Díaz, alcalde de El Roble, Sucre, muerto violentamente por sicarios en 2003 dos meses después de que le denunciara al presidente Uribe, frente a cámaras y decenas de testigos, que el hombre que lo iba a asesinar estaba sentado a su lado, en la mesa principal (ver), no es el único en que consta que el jefe de Estado sabía que la guerra que libraba el Estado con sus agentes, era tan o más despiadada, sucia e inhumana que la que ejecutaban guerrillas, paramilitares y los narcotraficantes. Otro episodio menos recordado por la opinión, pero bien perfilado por Uribe Vélez, según se desprende de la conversación pública que sostuvo con la hermana de un joven acribillado por un pelotón militar, también prueba cuán enterado estaba el presidente de los crímenes de guerra que se cometieron, durante décadas, aquí, a nombre de la institucionalidad, pero que se reforzaron, acentuaron y premiaron en sus dos periodos de gobierno. El lunes 17 de noviembre de 2008 —según se lee en la sentencia que condena al Estado por esos hechos, aunque tiendo a creer que la fecha correcta es sábado 15— el mandatario presidía uno de sus habituales consejos comunitarios, reuniones masivas con gente del común. A Uribe le encantaba recibir llamadas en altavoz de personas que le pedían favores que él, inmediatamente, prometía concederles. Ese día atendió a una joven angustiada que se identificó como Yeimy Paola Vargas. Ella le solicitó ayuda económica para poder trasladar el cadáver de su hermano a Bogotá desde Onzaga, Santander, en donde encontraron sus restos. Nadie sabe por qué ni cómo lo supo, pero el presidente le respondió dando —al aire—, el nombre del fallecido: Carlos Alonso Téllez.
Téllez no era el verdadero apellido de un joven cuyo pecado fue ser pobre como lo demuestra el hecho de que fue reclutado en la terminal de transportes de Tunja por un hombre que solía ofrecerles puestos, en ese lugar, a quienes cargaban bultos o aseaban; es decir, a los rebuscadores de dinero. El hermano de la interlocutora del presidente de la República se llamaba Álix Fabián Vargas Hernández. Fue llevado por su reclutador, en los primeros días de agosto de ese año 2008, a 150 kilómetros de su vivienda en donde, en vez de trabajo, lo entregó a una unidad del Grupo de Caballería Mecanizado No. 1, general José Miguel Silva Plazas, adscrito a la Primera Brigada en cuya jurisdicción ocurrieron más de 25 ejecuciones —muertes a sangre fría— de civiles inermes. Álix Fabián fue asesinado el 8 de agosto de ese año. Murió con nueve balazos en su cuerpo, ocho de los cuales entraron por la espalda. Los militares que lo acribillaron dijeron que era guerrillero del ELN e intentaron ocultar su verdadera identidad poniendo, al lado de su cuerpo tendido en el barro, una cédula. Era la de Carlos Alonso Téllez, el nombre y apellido que Álvaro Uribe tenía perfectamente claros en su mente.
Entre paréntesis. Por estos hechos, el ministro de Defensa, Iván Velásquez, tuvo que presidir, ayer, una ceremonia de perdón ante la familia de Álix Fabián. Es una gran ironía que Velásquez, víctima, declarada así por sentencia judicial, de Álvaro Uribe, tenga que disculpar al Estado por las responsabilidades de su victimario cuando este era jefe de Estado.