El general Bedoya, comandante de la amargura
No había terminado la transmisión de imágenes del emocionante (sí, señor, emocionante) momento en que el presidente colombiano le da, brevemente, la mano al jefe de una de las guerrillas más indómitas del continente, cuando en Bogotá ya armaban una contratransmisión nacional para entregarles amplio espacio a quienes no conciben otra forma de vida que la que conduce a perderla en el fuego cruzado.
Para ese escenario, nadie mejor que el general (r) Harold Bedoya, conocido por sus posiciones de ultraderecha irracional y peligrosa, aunque su poder convocatorio se haya ido diluyendo con los años hasta llegar a casi cero. Por fortuna para las nuevas generaciones, diría uno mientras respira aliviado.
El general Bedoya y otros militares retirados de su rango y edad, no entienden la paz sino como sinónimo del aniquilamiento del enemigo, bien por muerte física no natural, bien por sometimiento, cepo y humillación. Para estos oficiales que nacieron, crecieron y fueron “educados” para mantener un estatus social de privilegios, no existe un contrario que merezca trato humano, tal como lo ordenan los convenios de Naciones Unidas en el derecho de guerra. Sólo cabe la venganza. Bedoya y sus colegas nunca se han mirado al espejo. Si lo hicieran, se horrorizarían porque, en lugar de su reflejo, verían las siluetas de aquellos que combatieron, iguales en su incapacidad de entender las realidades ajenas. Tal vez por su visión unidimensional de la nación, Bedoya será recordado —más que por sus ejecutorias de gran militar —por sus resentimientos insuperables.
En la contratransmisión de marras, este general pronunció palabras de insurrección que carecen de importancia masiva, pero no de impacto difusor entre ciertos políticos y militares activos, estos sí, con un poder de perturbación que no es prudente desestimar. Como si fuera en sus épocas de candidato en campaña, Bedoya clamó que “eso que pasó de irse a Cuba a darse el abrazo… y a recibir las manos (sic) untadas de cocaína y sangre de Timochenko, es un acto de indignidad que no puede ser propio de un presidente de la República”. Por frases similares contra su superior jerárquico civil, el entonces comandante de las Fuerzas Armadas tuvo que retirarse de su cargo en 1997, disfrazando con arengas de corte ético, su responsabilidad en la peor derrota militar que hayan sufrido los uniformados —y con ellos, todo el país legal— a cuenta de las Farc, en la denominada toma de Las Delicias. Así se llamó el ataque guerrillero a la base del Ejército en Puerto Leguízamo con un resultado desastroso: 27 soldados muertos, 16 heridos y 60 secuestrados que fueron devueltos al año siguiente, después de gestiones del Gobierno, organizaciones humanitarias y la Cruz Roja Internacional.
Aunque no sería justo afirmar que el guerrero Bedoya fue el único representante estatal a quien podría atribuirse la falta de previsión de sus hombres, es obvio que nunca pudo afrontar el golpe emocional de haber sido el máximo jefe militar durante ese capítulo doloroso, ni menos aún, que bajo su mando se diera la devolución pacífica de los secuestrados, en lugar del rescate de película de héroes que él debió soñar. Bedoya rumia todavía su rencor, después de 18 años y siglos de evolución humana de acontecidos esos hechos. Sabemos que aún falta mucho camino por recorrer en La Habana y que las Farc todavía nos pueden desilusionar; recordamos los horrores que cometieron sus integrantes y estamos conscientes de que no será fácil aceptarlos entre nosotros. Pero, a diferencia de Bedoya, nos negamos a seguir hundidos en el pantano de las vindictas y escogemos andar hacia adelante en vez de caer en un hueco sin salida por estar mirando siempre para atrás.
No había terminado la transmisión de imágenes del emocionante (sí, señor, emocionante) momento en que el presidente colombiano le da, brevemente, la mano al jefe de una de las guerrillas más indómitas del continente, cuando en Bogotá ya armaban una contratransmisión nacional para entregarles amplio espacio a quienes no conciben otra forma de vida que la que conduce a perderla en el fuego cruzado.
Para ese escenario, nadie mejor que el general (r) Harold Bedoya, conocido por sus posiciones de ultraderecha irracional y peligrosa, aunque su poder convocatorio se haya ido diluyendo con los años hasta llegar a casi cero. Por fortuna para las nuevas generaciones, diría uno mientras respira aliviado.
El general Bedoya y otros militares retirados de su rango y edad, no entienden la paz sino como sinónimo del aniquilamiento del enemigo, bien por muerte física no natural, bien por sometimiento, cepo y humillación. Para estos oficiales que nacieron, crecieron y fueron “educados” para mantener un estatus social de privilegios, no existe un contrario que merezca trato humano, tal como lo ordenan los convenios de Naciones Unidas en el derecho de guerra. Sólo cabe la venganza. Bedoya y sus colegas nunca se han mirado al espejo. Si lo hicieran, se horrorizarían porque, en lugar de su reflejo, verían las siluetas de aquellos que combatieron, iguales en su incapacidad de entender las realidades ajenas. Tal vez por su visión unidimensional de la nación, Bedoya será recordado —más que por sus ejecutorias de gran militar —por sus resentimientos insuperables.
En la contratransmisión de marras, este general pronunció palabras de insurrección que carecen de importancia masiva, pero no de impacto difusor entre ciertos políticos y militares activos, estos sí, con un poder de perturbación que no es prudente desestimar. Como si fuera en sus épocas de candidato en campaña, Bedoya clamó que “eso que pasó de irse a Cuba a darse el abrazo… y a recibir las manos (sic) untadas de cocaína y sangre de Timochenko, es un acto de indignidad que no puede ser propio de un presidente de la República”. Por frases similares contra su superior jerárquico civil, el entonces comandante de las Fuerzas Armadas tuvo que retirarse de su cargo en 1997, disfrazando con arengas de corte ético, su responsabilidad en la peor derrota militar que hayan sufrido los uniformados —y con ellos, todo el país legal— a cuenta de las Farc, en la denominada toma de Las Delicias. Así se llamó el ataque guerrillero a la base del Ejército en Puerto Leguízamo con un resultado desastroso: 27 soldados muertos, 16 heridos y 60 secuestrados que fueron devueltos al año siguiente, después de gestiones del Gobierno, organizaciones humanitarias y la Cruz Roja Internacional.
Aunque no sería justo afirmar que el guerrero Bedoya fue el único representante estatal a quien podría atribuirse la falta de previsión de sus hombres, es obvio que nunca pudo afrontar el golpe emocional de haber sido el máximo jefe militar durante ese capítulo doloroso, ni menos aún, que bajo su mando se diera la devolución pacífica de los secuestrados, en lugar del rescate de película de héroes que él debió soñar. Bedoya rumia todavía su rencor, después de 18 años y siglos de evolución humana de acontecidos esos hechos. Sabemos que aún falta mucho camino por recorrer en La Habana y que las Farc todavía nos pueden desilusionar; recordamos los horrores que cometieron sus integrantes y estamos conscientes de que no será fácil aceptarlos entre nosotros. Pero, a diferencia de Bedoya, nos negamos a seguir hundidos en el pantano de las vindictas y escogemos andar hacia adelante en vez de caer en un hueco sin salida por estar mirando siempre para atrás.