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Hacia una cacocracia

Cecilia Orozco Tascón
09 de octubre de 2012 - 11:00 p. m.
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No son hechos aislados. Es más: sólo se logra calibrar la gravedad de los sucesivos golpes a la moralidad pública si uno no se deja distraer con su apariencia de legalidad y los concatena.

No es casual que los personajes de menor valía que ocupan cargos de Estado en este momento triste de la historia nacional figuren con reiteración en uno y otro escenario, ni tampoco que sean, al final de cuentas, los únicos beneficiarios de los evidentes abusos de poder que se vienen cometiendo impunemente.

En diciembre de 2010, El Espectador formulaba, en un editorial titulado “El veto de la Sala Laboral”, una inquietante pregunta: “¿Qué hay en la hoja de vida del doctor Gabriel Miranda que el país deba conocer?”. Se refería a la elección de un anónimo abogado como magistrado de la Corte Suprema, después de “casi año y medio” de reticencia del plenario a votar por él por “razones que no se han hecho públicas”. Explicaba este diario que el origen de la parálisis que impidió cualquier nombramiento de los muchísimos que tiene que resolver la corte en un período de 18 meses fue “la insistencia de la Sala Laboral para que el resto de sus compañeros eligiera a Miranda” pese a los problemas de conciencia que parecían tener algunos. Esa inmovilidad fue provocada, dijeron otros medios, por el veto que logró sostener el padrino de Miranda, el nefasto magistrado Francisco Ricaurte, con el fin de que no pudieran llenarse las vacantes que se presentaran hasta tanto no se le pusiera la toga a Miranda.

Pues bien, este señor, ya posesionado en la Suprema, fue quien lideró la idea, el 30 de agosto pasado, de que se repitiera lo que pasó con él: que no se realizara un concurso democrático. En esta ocasión, para que no se pudiera seleccionar de una lista abierta al candidato a la terna para procurador. Su mentor Ricaurte lo secundó. Raro, ¿no? Este par que se ríe de los principios de igualdad y transparencia fue el que lideró también la tesis de que no había que aceptar los impedimentos de sus compañeros que contaban con unos afortunados familiares quienes, sin pasar por ningún concurso —de nuevo—, habían entrado a trabajar para el único aspirante posible en ese tribunal: Alejandro Ordóñez.

Éste, por su lado, ya tenía amarrados a los senadores, tal como a los magistrados, a punta de puestos y de miedo a sus investigaciones. Los mismos togados, los mismos congresistas y el mismísimo procurador, que actúa en privado como un cínico y en público como un santo, fueron los autores de la monstruosa reforma a la justicia que los favorecía a todos ellos, cada uno con lo que más le interesaba: ampliación del período a los primeros, inmunidad o impunidad a los segundos, y reelección del tercero.

El acto que faltaba para completar la gran farsa que estamos presenciando, además del retiro obligado de Iván Velásquez, era el de la defensa pletórica dizque de indignación que a esta tragedia de la moral le hiciera el presidente de la Corte Suprema cuando arengó contra “esas agendas de los periodistas”, porque algunos de nosotros nos hemos atrevido a denunciar con hechos y nombres propios lo que está sucediendo. El doctor Zapata, hombre manipulado y manipulable por otros mucho más vivos que él, contribuye por acción y por omisión con la formación de la nueva Colombia, una cacocracia que va en contravía de la meritocracia y, por supuesto, de la democracia. Es decir —de acuerdo con el término griego kakós—, el gobierno de lo malo, lo sucio, lo sórdido y lo deshonroso, aunque tenga apariencia de legalidad.

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