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Es paradójico que los dos personajes políticos más poderosos de Colombia, de acuerdo con el fervor casi irracional que despiertan en sus respectivos cotos electorales, movilicen a su antojo las masas y no sean capaces de (o no quieran) cancelar las divisiones internas en sus entornos: uno de ellos observa, sin intervenir, las rivalidades entre sus precandidatos presidenciales; y el otro padece pero no soluciona los estragos públicos provocados por los rencores del funcionario A que ataca a X, y los odios del funcionario B que atropella a Z. Lo cierto es que ni Uribe Vélez ni Petro han controlado a los adversarios de sus respectivos círculos. Mientras tanto, los ciudadanos de a pie presenciamos, perplejos, el caos que reina tanto en el bloque más fuerte de la oposición como en el corazón del Ejecutivo. En el uribismo, hasta hace poco percibido como un partido autocrático en que no se movía una hoja sin el consentimiento del Único, aparece, de un lado, el imberbe Miguel Uribe, a quien le picó el afán prematuro de que le entreguen la Casa de Nariño como si esta fuera suya, por herencia familiar. En el lado opuesto, detestándolo, se ubican las senadoras Cabal, Valencia y Holguín (ellas se adjudican el mérito de haber cargado la maleta por más tiempo); y los machos alfa Andrés Guerra y Alirio Barrera, imitadores, con sus sombreros de ala ancha y mano al cinto, del superhombre del 2002 que nos iba a “devolver” la seguridad de la que nunca hemos gozado.
En el Gobierno sobran las polémicas protagonizadas por sus propias tropas: se editan y reeditan las confrontaciones de los titulares de los ministerios con los jefes de gabinete; de los directores con otros directores y hasta de la vicepresidenta con el presidente. El mandatario más enigmático que hemos tenido en décadas incentiva los careos entre sus subalternos –en el primer consejo televisado de ministros–, o los trata de impedir, sin éxito, tal como ocurrió la semana pasada cuando habría llamado al orden al ministro Benedetti y a la canciller Sarabia en el momento en que ellos reiniciaron su cruce de fuegos ofensivos. Sarabia, ahora con rango ministerial, no parece estar dispuesta a dejarse ‘moler’ de sus enemigos (entiéndase Benedetti y aliados). La canciller recuerda, con seguridad, lo que sucedió hace un par de años con la filtración de audios humillantes y la publicación de noticias en que se sospechaba de su honestidad, que ella y su equipo jurídico interpretaron como una campaña orquestada por el exembajador. Sin embargo, el jefe de Estado sentó en su sala a los dos enemigos y creyó que, con su sola presencia, se saldaban las diferencias. Nada cambió. Ya posesionado como el delegatario máximo de Presidencia, con el manejo del ministerio de la política, la jefatura del despacho y el DAPRE al tiempo, el sagaz barranquillero conquistó, sin mucho esfuerzo, a los que se doblegan siempre ante el poder pese a que ha sido repudiado por su conducta clientelista, vulgar, agresiva y misógina. Hoy Benedetti vuelve a moverse como pez en el mar, admirado por los micrófonos e, incluso, altanero como es, reta con su verbo ligero a su jefe.
A un trino de la canciller en que esta informa que ha entregado a la Fiscalía nuevas grabaciones de las llamadas del ministro, Benedetti contestó a los reporteros con frases que desnudan su machismo ramplón: “desde que [Sarabia] dejó de ser MI secretaria, no me importa nada de lo que haga o diga”. Repitió aquello de “MI secretaria”, con desprecio, y añadió con la arrogancia de quien se cree intocable: “te apuesto un millón de pesos a que de aquí no me sacas”. El millón de pesos es una ganga al lado de la certeza que tiene sobre que “de aquí nadie me saca” (ver).
La autoridad del jefe de Estado no surte, pues, ningún efecto en sus subalternos. El ministro salió de la cita en la que Petro lo habría conminado a suspender los enfrentamientos con la canciller y, en las puertas de palacio, se mofó del presidente y de Sarabia. Por eso no sorprende que, enseguida, Laura se haya puesto las botas y haya contestado con una columna, en La República, que tituló “De las secretarias y personas de a pie en el Gobierno del cambio”. Dice que “algunos de nosotros no renegamos de nuestro origen popular. No nos avergüenza la universidad en la que estudiamos con esfuerzo ni los multifamiliares de donde venimos. Mucho menos nos avergüenza haber sido secretarias”. Sarabia advirtió que “mi juego no es desafiar detrás de otros, esconderme tras los velos ni instrumentalizar personas o fabricar falsos testigos” en alusión directa a Benedetti. Y añadió que “si me toca defenderme, lo hago… y lo pongo en conocimiento de las autoridades competentes” (ver). Justamente dentro de ocho días, el miércoles 30 de abril, la ministra asistirá a la citación que le hizo una fiscalía delegada ante la Corte en donde cursa una denuncia penal contra Benedetti por violencia de género. ¿El superior jerárquico de los ministros permitirá la implosión de su administración? Uribe tampoco ha podido –o no ha querido– meter al corral a sus precandidatos. Próceres en las tribunas y en las urnas pero ¿estrategas del desastre en los líos cotidianos?
Entre paréntesis.- Por si ya no fueran suficientes los dimes y diretes en la vida nacional, el excanciller Álvaro Leyva, también recordado en el Gobierno por su grosería verbal con las funcionarias, vuelve a la carga y anuncia una carta dirigida al presidente: “Pensé con detenimiento no solo en lo que significaba lo que iba a ponerle de presente en blanco y negro al Jefe de Estado, sino en las implicaciones que la materia podría tener para él como destinatario y desde luego para el país entero”. Amenaza va, amenaza viene. Así se tratan las élites políticas de hoy en Colombia.
