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“Nunca se ha mentido tanto como ahora. Ni se ha mentido de una manera tan descarada, sistemática y constante” (Koyré). Como lo definió el filósofo francés en su texto “La función política de la mentira moderna”, la subsistencia de los grupos de poder se basa en el engaño a los contrarios, en un modo de vida basado en apariencias. La representante Katherine Miranda, tan aspaventosa que es cuando se ejerce, desde la prensa, control ciudadano sobre sus actos de congresista, como si ella estuviera exenta de la vigilancia ciudadana, ha virado su conducta de tal modo que sus electores no la reconocen: de la universitaria que, según artículos publicados, apoyó, entusiasta, al profesor Carlos Gaviria, en defensa de sus ideas; a la que pasó por los movimientos al Concejo de su exesposo, Jorge Eduardo Torres, y los de Mockus, Peñalosa, Fajardo y Pardo; y a la que aterrizó en la campaña de Petro con el título de jefa de debate en Bogotá, ya no queda ni la sombra: ahora es una parlamentaria manipuladora y avivata, con mañas similares a las de los integrantes de los viejos partidos.
En abril del año pasado, Miranda publicó un video emotivo. Dijo: “Las circunstancias que hoy enredan todas las campañas políticas, las mentiras y las traiciones me obligan a tomar una posición clara en estas elecciones. Mi nombre es Katherine Miranda y quiero que Gustavo Petro sea mi presidente” (ver).
La semana pasada, la Cámara de Representantes se reunió en plenaria. Varios debates que tienen en vilo, incluso, la estabilidad democrática del país están por continuar su curso en el Capitolio. La reforma a la salud, un asunto del que, literalmente, depende la reducción o la prolongación de la vida de los colombianos, es el primero de ellos. Los votantes de a pie, aquellos que vamos juiciosamente a las urnas cada cuatro años, aunque para hacerlo debamos derrotar, primero, la desilusión que nos produce saber que tenemos una de las clases políticas más corruptas y egoístas del continente, esperamos que los 187 parlamentarios que componen esa corporación estudien el proyecto que ya lleva un año de discusión con sus modificaciones, que analicen su articulado con el cerebro y no con el hígado, que escuchen las tesis de los otros y que, finalmente, tomen posiciones a favor o en contra. O sea, que hagan la tarea para la cual se les paga $43 millones de salario, sin contar en este rubro las gabelas que adornan su diario transitar como espacio físico de oficina, empleados, viáticos, pasajes, vehículos, escoltas y otros, cuyo costo debe superar los $100 millones mensuales por cada uno.
Pues bien, si los congresistas no se toman sus labores en serio, los periodistas sí. Y, por eso, estábamos presentes en la plenaria del miércoles pasado. Y, por eso, también fuimos testigos de la desidia que reinaba esa tarde en el recinto. Poco menos de la mitad no estaban presentes: sus curules vacías hablaban por los ausentistas; quienes contestaron a lista y se quedaron charlaban en corrillos; otros, aislados, se veían “pegados” a sus celulares y algunos más andaban haciendo visita, de fila en fila, de silla en silla. Entre tanto, los miembros de la mesa directiva, sin su presidente quien también se había ido, se dirigían a nadie pero, eso sí, lo hacían con mucha solemnidad. En el desorden, tres señoras, elegidas por ciudadanos que, hartos del cacicazgo tradicional del Congreso, creyeron ver en ellas esperanza de renovación, cuchicheaban. Eran la susodicha K. Miranda, que manejaba, a su antojo, la situación; Carolina Arbeláez, de Cambio Radical, y Julia Miranda, del Nuevo Liberalismo, precedida por fama de funcionaria respetable y seria. K. Miranda y Arbeláez se turnaban para entretener a David Racero, líder de buena parte de las acciones del gubernamental Pacto Histórico.
Una hoja apareció en manos de K. Miranda que se movía, frenética, entre sus colegas y el pasillo. Mientras Arbeláez, tapando con su cuerpo lo que hacían sus compañeras, seguía distrayendo a Racero, K. le pasó la hoja a Julia y esta la firmó. K. corrió con el documento en la mano y lo entregó al subsecretario. Contenía una proposición: la creación de una subcomisión “integrada por todos los partidos (…) para concertar un texto que será resultado de la elaboración de mesas de diálogo nacional, abiertas a la participación ciudadana, política, organizaciones del sector y demás interesados…”. Es decir, unos 50 millones de colombianos, la mejor forma de “matar” el debate de la reforma. El subsecretario leyó la proposición, el vicepresidente preguntó: “¿Aprueba la plenaria el orden del día junto con las proposiciones?”. Las tres congresistas y dos o tres representantes más que escuchaban palmearon sobre sus pupitres. Los otros 80 o 90 presentes no se enteraron. No era necesario: el secretario Jaime Luis Lacouture gritó antes de que el vicepresidente terminara su frase: “Aprueba”(ver). Así nos meten gato por liebre todos los días desde el Legislativo.
Entre paréntesis: esta columna fue escrita antes de la plenaria de la Cámara prevista para ayer, martes.