Los expresidentes de la República que se detestan entre sí, se critican en público y hacen lo mismo pero con mayor ferocidad en círculos privados, y quienes también se alían en determinadas etapas electorales o cuando conviene a sus intereses particulares embozados de nacionales, fusionaron sus voces en defensa de la vicepresidenta Marta Lucía Ramírez por la supuesta “bajeza de los ataques” que habría sufrido hace unos días por parte de dos periodistas (Gonzalo Guillén y Julián Martínez) que descubrieron y divulgaron el secreto que ella decidió mantener sepultado durante 23 años: la condena a su hermano Bernardo en una corte de Florida, por introducir heroína y conspirar para distribuirla en Estados Unidos. Andrés Pastrana, ahora el mejor amigo de Álvaro Uribe, del que alguna vez dijo que “mientras mis asesores son llamados al nuevo gobierno, los de Uribe están siendo citados a indagatoria”, hizo causa común con este en torno a Ramírez, exsubalterna de los dos. Pastrana, que pretende ser la conciencia de Colombia pese a la elasticidad de su rasero moral, terminó revelando, en un mensaje que publicó en Twitter a favor de la vicepresidenta, que mientras descalificaba a su antecesor por la presunta cercanía de este con el narcotráfico, en cuanto lo sustituyó en la Casa de Nariño dejó de darle importancia al asunto y decidió nombrar en su gabinete, en el cargo de ministra de Comercio Exterior, es decir, representante del Estado ante otros Estados, a la hermana de quien se declaró culpable de traficar con drogas. “A @mluciaramirez no le acepté como impedimento para ser ministra los problemas de su hermano...”.
Álvaro Uribe, a sabiendas de que Bernardo Ramírez llevaba cuatro años en una celda norteamericana, elevó a la pariente directa del convicto al Ministerio de Defensa, una de cuyas funciones es, precisamente, la guerra contra los delincuentes que manejan las rutas de las drogas. La denominó “ciudadana ejemplar al servicio de la patria” y, en cuanto a su hermano, dijo que ella “procedió con toda transparencia”. César Gaviria grabó, exaltado, un video en que sostuvo que como no hay “delitos de sangre, nadie responde ni por sus hijos ni por sus hermanos ni por su esposa ni por nadie”. Y furibundo preguntó: “¡Por qué le iban a revivir una cosa que ocurrió hace 15 años que hoy no es delito de ninguna especie en Colombia!”. Para rematar, Ernesto Samper consideró, de manera tan incomprensible como sus colegas de Presidencia, que “no es un buen camino llevar al terreno personal las diferencias ideológicas (¿?)”.
Muy lejos de estos personajes del olimpo político colombiano que cada vez inspiran menos respeto popular, los ciudadanos de a pie expresaban su molestia por el esqueleto guardado en el armario de Marta Lucía Ramírez, que ha construido sobre sí una imagen de pureza y desinterés en el servicio público de la que hoy sabemos que está cubierta de hipocresía. Pero la vicepresidenta cuenta con suerte: no tiene la sola compañía de los exmandatarios y de sus lamentos de plañidera con los que pretende armarnos un chantaje emocional: el partido de gobierno desplegó una intensa campaña mediática para maximizar sus cualidades y sus “sacrificios” por el país, pero, ante todo, activó una estrategia de señalamientos y acusaciones contra los periodistas que descubrieron los documentos de la condena de Bernardo Ramírez que no eran tan “públicos” como afirmaron el senador Uribe y la propia Marta Lucía. Los mensajeros de la noticia que estuvo sepultada en el álbum familiar de quien aspira a ser la sucesora de Iván Duque fueron declarados culpables de hacer uso de su derecho a la libertad de informar. Se tergiversó el debate y en lugar de discutir si es legítimo, en el plano de la ética, que un alto representante del Estado, unas veces nombrado por el presidente y otras veces elegido por sus votantes, esconda su parentesco con un narcotraficante bajo el argumento del “dolor personal”, la polémica se centró en los reporteros y en sus inclinaciones políticas como si las de estos fueran delictivas y las de la vicepresidenta, incuestionables.
La sentencia T-155 de 2019 de la Corte Constitucional falla sobre la prevalencia del derecho a informar y del derecho de la ciudadanía a saber quiénes son sus voceros. Copio, entre muchas otras frases, la siguiente: “La Corte ha resaltado la importancia de proteger las expresiones o discursos sobre funcionarios o personajes públicos quienes por razón de sus cargos, actividades y desempeño en la sociedad se convierten en centros de atención con notoriedad pública e inevitablemente tienen la obligación de aceptar el riesgo de ser afectados por críticas, opiniones o revelaciones adversas, por cuanto buena parte del interés general ha dirigido la mirada a su conducta ética y moral. La Corte ha justificado esta amplitud en la protección que se debe garantizar a los discursos dirigidos en contra de estas personas, además del interés público que generan las funciones que realizan, en el hecho de que se han expuesto voluntariamente a una mayor visibilidad al ocupar un determinado cargo y porque tienen una enorme capacidad de controvertir la información a través de su poder de convocatoria pública”. De modo que Marta Lucía Ramírez no es ninguna víctima de una conjura. Ha sido, por el contrario, una privilegiada del Estado. Y lo menos que se le puede exigir a ella es que acepte las normas de la democracia informativa.
Los expresidentes de la República que se detestan entre sí, se critican en público y hacen lo mismo pero con mayor ferocidad en círculos privados, y quienes también se alían en determinadas etapas electorales o cuando conviene a sus intereses particulares embozados de nacionales, fusionaron sus voces en defensa de la vicepresidenta Marta Lucía Ramírez por la supuesta “bajeza de los ataques” que habría sufrido hace unos días por parte de dos periodistas (Gonzalo Guillén y Julián Martínez) que descubrieron y divulgaron el secreto que ella decidió mantener sepultado durante 23 años: la condena a su hermano Bernardo en una corte de Florida, por introducir heroína y conspirar para distribuirla en Estados Unidos. Andrés Pastrana, ahora el mejor amigo de Álvaro Uribe, del que alguna vez dijo que “mientras mis asesores son llamados al nuevo gobierno, los de Uribe están siendo citados a indagatoria”, hizo causa común con este en torno a Ramírez, exsubalterna de los dos. Pastrana, que pretende ser la conciencia de Colombia pese a la elasticidad de su rasero moral, terminó revelando, en un mensaje que publicó en Twitter a favor de la vicepresidenta, que mientras descalificaba a su antecesor por la presunta cercanía de este con el narcotráfico, en cuanto lo sustituyó en la Casa de Nariño dejó de darle importancia al asunto y decidió nombrar en su gabinete, en el cargo de ministra de Comercio Exterior, es decir, representante del Estado ante otros Estados, a la hermana de quien se declaró culpable de traficar con drogas. “A @mluciaramirez no le acepté como impedimento para ser ministra los problemas de su hermano...”.
Álvaro Uribe, a sabiendas de que Bernardo Ramírez llevaba cuatro años en una celda norteamericana, elevó a la pariente directa del convicto al Ministerio de Defensa, una de cuyas funciones es, precisamente, la guerra contra los delincuentes que manejan las rutas de las drogas. La denominó “ciudadana ejemplar al servicio de la patria” y, en cuanto a su hermano, dijo que ella “procedió con toda transparencia”. César Gaviria grabó, exaltado, un video en que sostuvo que como no hay “delitos de sangre, nadie responde ni por sus hijos ni por sus hermanos ni por su esposa ni por nadie”. Y furibundo preguntó: “¡Por qué le iban a revivir una cosa que ocurrió hace 15 años que hoy no es delito de ninguna especie en Colombia!”. Para rematar, Ernesto Samper consideró, de manera tan incomprensible como sus colegas de Presidencia, que “no es un buen camino llevar al terreno personal las diferencias ideológicas (¿?)”.
Muy lejos de estos personajes del olimpo político colombiano que cada vez inspiran menos respeto popular, los ciudadanos de a pie expresaban su molestia por el esqueleto guardado en el armario de Marta Lucía Ramírez, que ha construido sobre sí una imagen de pureza y desinterés en el servicio público de la que hoy sabemos que está cubierta de hipocresía. Pero la vicepresidenta cuenta con suerte: no tiene la sola compañía de los exmandatarios y de sus lamentos de plañidera con los que pretende armarnos un chantaje emocional: el partido de gobierno desplegó una intensa campaña mediática para maximizar sus cualidades y sus “sacrificios” por el país, pero, ante todo, activó una estrategia de señalamientos y acusaciones contra los periodistas que descubrieron los documentos de la condena de Bernardo Ramírez que no eran tan “públicos” como afirmaron el senador Uribe y la propia Marta Lucía. Los mensajeros de la noticia que estuvo sepultada en el álbum familiar de quien aspira a ser la sucesora de Iván Duque fueron declarados culpables de hacer uso de su derecho a la libertad de informar. Se tergiversó el debate y en lugar de discutir si es legítimo, en el plano de la ética, que un alto representante del Estado, unas veces nombrado por el presidente y otras veces elegido por sus votantes, esconda su parentesco con un narcotraficante bajo el argumento del “dolor personal”, la polémica se centró en los reporteros y en sus inclinaciones políticas como si las de estos fueran delictivas y las de la vicepresidenta, incuestionables.
La sentencia T-155 de 2019 de la Corte Constitucional falla sobre la prevalencia del derecho a informar y del derecho de la ciudadanía a saber quiénes son sus voceros. Copio, entre muchas otras frases, la siguiente: “La Corte ha resaltado la importancia de proteger las expresiones o discursos sobre funcionarios o personajes públicos quienes por razón de sus cargos, actividades y desempeño en la sociedad se convierten en centros de atención con notoriedad pública e inevitablemente tienen la obligación de aceptar el riesgo de ser afectados por críticas, opiniones o revelaciones adversas, por cuanto buena parte del interés general ha dirigido la mirada a su conducta ética y moral. La Corte ha justificado esta amplitud en la protección que se debe garantizar a los discursos dirigidos en contra de estas personas, además del interés público que generan las funciones que realizan, en el hecho de que se han expuesto voluntariamente a una mayor visibilidad al ocupar un determinado cargo y porque tienen una enorme capacidad de controvertir la información a través de su poder de convocatoria pública”. De modo que Marta Lucía Ramírez no es ninguna víctima de una conjura. Ha sido, por el contrario, una privilegiada del Estado. Y lo menos que se le puede exigir a ella es que acepte las normas de la democracia informativa.