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El acto de posesión de un magistrado de las cortes se registra en los medios, si acaso, con una fotografía, un pie de foto y, a veces, una breve reseña en que se esboza su currículum. Sucede así por el gran número de togados que componen esos tribunales (112), por su rotación periódica y porque ellos se eligen entre sí, en conciliábulos misteriosos y cerrados, como cuando los cardenales escogen al Papa, lejos del escrutinio del pueblo. Pero la semana pasada no ocurrió así: un profesor desconocido para la ciudadanía aunque acreditado en derecho penal, recibió más difusión que personajes de mayor envergadura social, por ejemplo, algunos jefes de Estado o directores de organismos internacionales que visitan Colombia. José Joaquín Urbano, seleccionado hace unas semanas por sus colegas de la Suprema para integrar ese organismo, tocó la fama cuando apenas pisaba las escalinatas del Palacio de Justicia porque le pidió al presidente de la corte que lo posesionara en lugar del presidente de la República, como ha sido usual. La ley, pero, ante todo, la tradición, indicaban que el ascenso de los abogados a los salones cortesanos se formalizaba frente a quien es el jefe de todo el Estado, mientras que el presidente de la Suprema dirige solo una corporación y no representa, ni siquiera, a los miembros de la rama judicial en su conjunto.
A pesar de que la Corte Constitucional avaló hace unos meses una modificación a la norma estatutaria de la Justicia, en el sentido de permitir que las posesiones de los magistrados se ejecuten en adelante no únicamente en la Casa de Nariño, como solía hacerse, sino también ante el presidente de la respectiva corte o, incluso, ante un notario según la voluntad del recién elegido, no imagino que un primerizo de toga tomaría semejante decisión –en este momento de tensiones entre los poderes públicos– sin consultar a quienes le acababan de dar sus votos para llevarlo al olimpo.
Como sea, el gesto de Urbano se interpretó tal cual era su sentido, al margen de las explicaciones legales: un desaire a Petro. Las noticias lo reflejaron de esa manera (ver). El vocero actual de la corte, magistrado Gerson Chaverra, reaccionó con declaraciones contradictorias. Mientras que, de un lado, sostuvo que “no es un tema de animadversión [en contra del mandatario]” (ver), del otro lado se sacó el clavo de sus heridas personales e institucionales. El discurso que pronunció en el ceremonioso evento de posesión de Urbano no deja espacio a la confusión. “[Esta] es una reafirmación simbólica de la independencia de la justicia, es una inequívoca y contundente declaración ¡Hay jueces en Colombia!”, dijo con voz un tanto dramatizada (ver). A tan simbólica reunión fueron invitadas las cabezas de buena parte del Estado y fueron excluidos –“blanqueados”–, además del primer mandatario, sus ministros y sus funcionarios más cercanos. Chaverra ni siquiera convocó, como le correspondía, a la ministra de Justicia, que no es cualquiera: Ángela María Buitrago ha hecho una digna carrera judicial tanto en el país como en el exterior. Cuando le preguntaron por la afrenta al Ejecutivo, el presidente de la corte disculpó la ausencia absoluta del Gobierno con la excusa de que se trataba de una cita de jueces. Los hechos lo desmienten: asistieron, además de los dignatarios de todas las cortes y de la fiscal general, otros funcionarios que no tienen nada que ver con su sector: el contralor general, el registrador nacional, la auditora general y hasta la procuradora Cabello, bienvenida en los salones de la Suprema pese a que la sigue una estela de corrupción que no parece inquietar a Chaverra tanto como los desplantes que, a su vez, les ha infligido Petro a los ocupantes del Palacio de Justicia.
Ciertamente, el presidente de la República ha desatendido, con su tradicional incumplimiento, los eventos del poder judicial y los actos de posesión de los nuevos magistrados. En definitiva, no ha seguido las reglas de conducta frente a los altos tribunales, además de que ha sido fuerte crítico de algunos de sus fallos. Podría, entonces, asegurarse que la Corte Suprema pagó con la misma moneda que ha recibido: ojo por ojo, diente por diente. Significa que las togas creen que tienen “derecho” a la revancha y que se justifica el agravio devuelto en similares proporciones. Sin embargo, la Colombia del día a día, hundida en las venganzas transmitidas de generación en generación, espera otra posición, más inteligente y elevada, de aquellos que asumieron la tarea de resolver los conflictos: ellos son los árbitros de esta sociedad. Pero si, en lugar de cumplir su rol, se ponen el uniforme de los guerreros y usan las armas a su alcance, podemos temer que vamos hacia un abismo insuperable. El presidente Petro –como jugador político que es, ajeno a las cortesías tradicionales– ha sido displicente. Mal ejemplo de convivencia y resiliencia. Con lo que acaba de suceder, las cortes se metieron en el terreno del mandatario, fuera de sus deberes constitucionales. Sin ecuanimidad estatal, ¿quién podrá defendernos?
Entre paréntesis. Por la reciente condena de dos altos funcionarios del expresidente Uribe, se ha recordado el gravísimo episodio conocido como “las chuzadas del DAS”, es decir, el ataque directo de ese gobierno a la Corte Suprema en los años 2006 a 2009, con montajes, espionajes, seguimientos, intromisiones a la intimidad e interceptaciones ilegales a sus magistrados. La propia justicia ha comprobado los hechos y ha producido sentencias. Ese oprobioso capítulo sí fue un intento de aniquilamiento de la independencia judicial enfrentado con valor por los voceros de la Suprema y sus miembros. Entonces, y pese a las evidencias, las otras cortes y altos funcionarios de organismos tan adictos hoy a castigar socialmente a quien los ha enfrentado de palabra, guardaron temeroso silencio por el poder –ese sí intimidante y peligroso– del mandatario de la época.