Saltan del barco que se hunde y Duque no se entera
A pesar de que Colombia se encuentra al borde de un abismo que puede costarnos la interrupción de la democracia formal con que contamos y la cual, al menos, ha permitido la alternancia de los poderes Ejecutivo y Legislativo cada cuatro años; a pesar de que la administración Duque atraviesa la peor crisis de gobernabilidad que haya enfrentado un mandatario nacional en décadas, ni el presidente, ni la vicepresidenta, ni su gabinete, ni los genios asesores de la Casa de Nariño se han tomado en serio la ola de protestas pacíficas y violentas que ha sacudido hasta los cimientos del Estado. Este Gobierno hueco todavía un mes después del estallido anda jugando al engaño y la distracción: como si fuera un acto magnánimo y no una necesidad nacida de la realidad política, el presidente de la República concede la instalación de una mesa de conversaciones con el Comité del Paro y nunca volvió a sentarse con los líderes populares; nombró a Miguel Ceballos coordinador de su grupo de delegados aunque el excomisionado de Paz había renunciado y estaba por retirarse. En alocuciones públicas ofrece garantías para las marchas y después anuncia la “asistencia militar” en las ciudades; dice que respeta a quienes van a las concentraciones, pero policías de uniforme y de civil, bajo su mandato, apuntan sus armas directo contra el cuerpo de los saqueadores e, indistintamente, contra los buenos ciudadanos. Mientras en las calles colombianas se recrean las escenas sangrientas de los pistoleros del lejano Oeste americano y los vecinos de los barrios, atemorizados, se esconden de las balas e inhalan gases lacrimógenos, Duque, residente de un planeta encantado distante de la Tierra, dedica su tiempo a actuar en un estudio exclusivo para él, con cámaras de frente y de perfil, para contestar, en inglés, a las preguntas de una pantalla que no lo tensionan tanto como las de los periodistas profesionales. Sus “respuestas” —más bien, sus frases prefabricadas— sobre la parálisis nacional no respetan una mínima cuota de veracidad.
¡En verdad, es asombrosa la desconexión del presidente con la incendiada Colombia! Y la de su vicepresidenta canciller que emprende, cual princesa también encantada, viaje al exterior, segura de que con la “carreta” vacua con que ha conquistado votantes aquí puede entretener a los directivos de los organismos multilaterales, allá. Su misión, y decidió aceptarla, consistía en cerrarle las puertas a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para una visita al país. La CIDH evaluaría, en el terreno de los hechos, si es cierto que los comandos de la Policía adaptan sus procedimientos, en las manifestaciones, a los convenios internacionales, o si son tan salvajes como los vándalos a los que combaten. La explicación de Marta Lucía Ramírez da risa, una risa angustiosa: no hay necesidad de que la Comisión Interamericana u otros enviados independientes examinen la conducta oficial. Los investigadores con que cuenta el país van a resolver las dudas, afirmó. “Fiscalía, Procuraduría, Defensoría, todos (sic) han establecido un equipo de trabajo para asegurar que no haya un solo caso de violación de DD. HH.”, les dijo a unos manifestantes que la esperaban a la salida de la casa del embajador de Colombia en Washington. Me retracto: no da risa sino rabia que Ramírez pretenda que alguien confíe en la Fiscalía de Barbosa (exconsejero de Duque), la Procuraduría de Cabello Blanco (exministra de Duque) y la Defensoría de Camargo (politiquero aliado de Duque, y tan sensible frente a las víctimas que prefirió irse, en uno de los más delicados episodios de violencia, a pasar un puente festivo en Anapoima).
El gobierno Duque cae, vuelto pedazos: tuvo que irse, con el rabo entre las piernas, Alberto Carrasquilla, un ministro tan autónomo que parecía el jefe del presidente y no al contrario; se fue, también, con la cabeza abajo, Claudia Blum; se fue Miguel Ceballos enrostrándole al intocable Uribe sus abusos y enfrentándose al partido gubernamental, el mismo que, hoy, no sabe cómo deshacerse del que puso Uribe; renunció Viviane Morales a vivir en la embajada de París, cómo estará de cerca la debacle. Saltan del barco que se hunde, unos y otros, y Duque sigue sin darse por enterado. El peor mandatario en el peor momento.
A pesar de que Colombia se encuentra al borde de un abismo que puede costarnos la interrupción de la democracia formal con que contamos y la cual, al menos, ha permitido la alternancia de los poderes Ejecutivo y Legislativo cada cuatro años; a pesar de que la administración Duque atraviesa la peor crisis de gobernabilidad que haya enfrentado un mandatario nacional en décadas, ni el presidente, ni la vicepresidenta, ni su gabinete, ni los genios asesores de la Casa de Nariño se han tomado en serio la ola de protestas pacíficas y violentas que ha sacudido hasta los cimientos del Estado. Este Gobierno hueco todavía un mes después del estallido anda jugando al engaño y la distracción: como si fuera un acto magnánimo y no una necesidad nacida de la realidad política, el presidente de la República concede la instalación de una mesa de conversaciones con el Comité del Paro y nunca volvió a sentarse con los líderes populares; nombró a Miguel Ceballos coordinador de su grupo de delegados aunque el excomisionado de Paz había renunciado y estaba por retirarse. En alocuciones públicas ofrece garantías para las marchas y después anuncia la “asistencia militar” en las ciudades; dice que respeta a quienes van a las concentraciones, pero policías de uniforme y de civil, bajo su mandato, apuntan sus armas directo contra el cuerpo de los saqueadores e, indistintamente, contra los buenos ciudadanos. Mientras en las calles colombianas se recrean las escenas sangrientas de los pistoleros del lejano Oeste americano y los vecinos de los barrios, atemorizados, se esconden de las balas e inhalan gases lacrimógenos, Duque, residente de un planeta encantado distante de la Tierra, dedica su tiempo a actuar en un estudio exclusivo para él, con cámaras de frente y de perfil, para contestar, en inglés, a las preguntas de una pantalla que no lo tensionan tanto como las de los periodistas profesionales. Sus “respuestas” —más bien, sus frases prefabricadas— sobre la parálisis nacional no respetan una mínima cuota de veracidad.
¡En verdad, es asombrosa la desconexión del presidente con la incendiada Colombia! Y la de su vicepresidenta canciller que emprende, cual princesa también encantada, viaje al exterior, segura de que con la “carreta” vacua con que ha conquistado votantes aquí puede entretener a los directivos de los organismos multilaterales, allá. Su misión, y decidió aceptarla, consistía en cerrarle las puertas a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para una visita al país. La CIDH evaluaría, en el terreno de los hechos, si es cierto que los comandos de la Policía adaptan sus procedimientos, en las manifestaciones, a los convenios internacionales, o si son tan salvajes como los vándalos a los que combaten. La explicación de Marta Lucía Ramírez da risa, una risa angustiosa: no hay necesidad de que la Comisión Interamericana u otros enviados independientes examinen la conducta oficial. Los investigadores con que cuenta el país van a resolver las dudas, afirmó. “Fiscalía, Procuraduría, Defensoría, todos (sic) han establecido un equipo de trabajo para asegurar que no haya un solo caso de violación de DD. HH.”, les dijo a unos manifestantes que la esperaban a la salida de la casa del embajador de Colombia en Washington. Me retracto: no da risa sino rabia que Ramírez pretenda que alguien confíe en la Fiscalía de Barbosa (exconsejero de Duque), la Procuraduría de Cabello Blanco (exministra de Duque) y la Defensoría de Camargo (politiquero aliado de Duque, y tan sensible frente a las víctimas que prefirió irse, en uno de los más delicados episodios de violencia, a pasar un puente festivo en Anapoima).
El gobierno Duque cae, vuelto pedazos: tuvo que irse, con el rabo entre las piernas, Alberto Carrasquilla, un ministro tan autónomo que parecía el jefe del presidente y no al contrario; se fue, también, con la cabeza abajo, Claudia Blum; se fue Miguel Ceballos enrostrándole al intocable Uribe sus abusos y enfrentándose al partido gubernamental, el mismo que, hoy, no sabe cómo deshacerse del que puso Uribe; renunció Viviane Morales a vivir en la embajada de París, cómo estará de cerca la debacle. Saltan del barco que se hunde, unos y otros, y Duque sigue sin darse por enterado. El peor mandatario en el peor momento.