Con todas y cada una de sus letras, este individuo es un criminal de guerra. Pero buena parte del Estado colombiano y la alta sociedad —en particular, la que representa a los ultraconservadores que se deslegitiman y envilecen a sí mismos con los homenajes que le rinden— lo tratan como si mereciera consideración y respeto. Como un héroe. No obstante, el sujeto —aunque se vista con uniforme y charreteras— es un macrohomicida, si nos atenemos al fallo del Juzgado 4° Penal del Circuito de Bogotá, del 31 de mayo de 2019, ratificado por el Tribunal Superior de esta ciudad el 22 de enero de 2021, que lo condenó a 39 años de prisión por haber ordenado la ejecución, a sangre fría, de 20 personas escogidas al azar o que les parecían sospechosas a él y a sus secuaces, por tener aspecto campesino o indígena, y por ser vecinas del Batallón La Popa (Valledupar). Este criminal ya había recibido otra condena, en 2013, del Juzgado 6° Penal del Circuito de Bogotá, a 19 años y seis meses en cárcel por concierto para delinquir agravado, pena que, sin embargo, fue disminuida a 14 años en segunda instancia, en 2019: en todo caso, en este proceso fue encontrado responsable por aliarse con los paramilitares de esa región para actuar de manera mancomunada con ellos en la selección de las víctimas que salían de sus mataderos cual bultos de papa, por organizar patrullajes conjuntos con los delincuentes en lugar de denunciarlos y combatirlos, y por proveerles armas y material de intendencia (botas, chaquetas, tulas, chalecos proveedores de munición, material de campaña, etc.).
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Con todas y cada una de sus letras, este individuo es un criminal de guerra. Pero buena parte del Estado colombiano y la alta sociedad —en particular, la que representa a los ultraconservadores que se deslegitiman y envilecen a sí mismos con los homenajes que le rinden— lo tratan como si mereciera consideración y respeto. Como un héroe. No obstante, el sujeto —aunque se vista con uniforme y charreteras— es un macrohomicida, si nos atenemos al fallo del Juzgado 4° Penal del Circuito de Bogotá, del 31 de mayo de 2019, ratificado por el Tribunal Superior de esta ciudad el 22 de enero de 2021, que lo condenó a 39 años de prisión por haber ordenado la ejecución, a sangre fría, de 20 personas escogidas al azar o que les parecían sospechosas a él y a sus secuaces, por tener aspecto campesino o indígena, y por ser vecinas del Batallón La Popa (Valledupar). Este criminal ya había recibido otra condena, en 2013, del Juzgado 6° Penal del Circuito de Bogotá, a 19 años y seis meses en cárcel por concierto para delinquir agravado, pena que, sin embargo, fue disminuida a 14 años en segunda instancia, en 2019: en todo caso, en este proceso fue encontrado responsable por aliarse con los paramilitares de esa región para actuar de manera mancomunada con ellos en la selección de las víctimas que salían de sus mataderos cual bultos de papa, por organizar patrullajes conjuntos con los delincuentes en lugar de denunciarlos y combatirlos, y por proveerles armas y material de intendencia (botas, chaquetas, tulas, chalecos proveedores de munición, material de campaña, etc.).
Pese a llevar en sus espaldas tamañas culpas que a él le parecen condecoraciones, y aunque está inhabilitado para ejercer actos políticos y electorales, el coronel Publio Hernán Mejía Gutiérrez tuvo la insolencia de presentarse —y el uribismo, de aceptarlo— como precandidato presidencial en un conversatorio organizado por el Foro Atenas y el portal La Linterna Azul, órganos del extremismo de derecha, al lado de las senadoras Paloma Valencia y María Fernanda Cabal, y del eterno aspirante de su partido a la Primera Magistratura, Rafael Nieto Loaiza, el 25 de junio de 2020. El reo Mejía dijo ese día: “Luego de largas cavilaciones y de hablar con mi conciencia, he tomado la decisión de lanzarme a la Presidencia de la República ... mi único ideal es salvar a Colombia”. Según Mejía Gutiérrez, los bandidos son otros: todos los que no actúan ni piensan como él. Se ha escapado de decir los términos precisos, pero de sus mensajes, en redes sociales, se deduce que cree que, tal como hallaron los juzgados que examinaron las pruebas en su contra, quienes no pertenecen a su estrecho mundo merecen la pena capital. Dos de sus perlitas: “El imperio de la ley y el respeto a la autoridad deben restablecerse. Quienes atacan a la sociedad y sus instituciones son objetivos legítimos a ser neutralizados (sic). PRIMERO LA PATRIA” (abril, 2021). “Nada tienen que hacer los indígenas apoyando el desorden en las ciudades cuando son históricos privilegiados del Estado y con altos grados de corrupción, ¿quién los manipula o les financia cada tour?” (mayo, 2021).
Mejía estaba cumpliendo pena pero se aburría mucho aunque lo visitaban personajes vistosos de la política nacional. Como se imaginarán, despotricaba de las conversaciones del gobierno Santos con las Farc y, mucho peor, del Acuerdo y de su justicia transicional en que prima el perdón de los criminales de guerra a cambio de revelarles la verdad a las víctimas y de comprometerse a repararlas y a no repetir sus delitos. El cinismo es la vía de los sinvergüenzas: así que, sin importar el odio que vertía en contra de la JEP, se sometió a su jurisdicción en junio de 2017 con dos objetivos: ser libre y la suspensión temporal de sus condenas. Pues bien, desde entonces, el señor Mejía disfruta de plena libertad de movimientos; alardea como nunca; amenaza y revictimiza, con su conducta y palabras, a las víctimas del Batallón La Popa y no ha dicho una sola verdad en las audiencias a las que ha tenido la voluntad de ir, pues a algunas ni siquiera asiste. “Eso nunca pasó”, ha contestado cuando los togados le han preguntado por los falsos positivos del Cesar, es decir, por los muertos presentados como trofeos de combate ante el presidente de la República de la época, Álvaro Uribe Vélez. Desde hace dos años, los defensores de las víctimas le han pedido a la JEP “la exclusión directa del compareciente (Mejía) por (su) grave incumplimiento...”. Otros abogados han insistido en que se le abran “incidentes” por irrespeto a sus compromisos. Sin embargo, la JEP ha sido paciente estos cinco años: solo hace seis meses, la Sala de Reconocimiento se conmovió y envió su caso a la Fiscalía de esa jurisdicción para que lo investigue por sus actos como autor mediato de crímenes de guerra y lesa humanidad, exponiéndose a una pena de 20 años. Pero al individuo le importó un higo y continuó desplegando su comportamiento retador mientras reproduce “patrones de violencia”, racismo, discriminación. Y, al fin, la Sección de Ausencia de Reconocimiento resuelve abrirle un “incidente de verificación del régimen de condicionalidad” que podría implicar la pérdida de todos los beneficios concedidos e incluso devolverlo adonde pertenece: la cárcel. No obstante, flota un interrogante: ¿por qué algunos togados de la JEP le tienen tanto miedo al condenado? ¿Los ha amenazado?