Dicen los historiadores que a partir del siglo II a. C. se fue consolidando una red de rutas comerciales que conectaban a China, comenzando en la ciudad de Chang'an (actual Xi'an), con Mongolia, India, Persia (actual Irán), Arabia, Siria, Turquía, en la antigua Constantinopla (hoy Estambul), y finalmente con Europa. Partes de la red incluían también a África oriental.
Esas rutas permitían el flujo de personas e ideas y el comercio de seda y especies procedentes de China y Asia central, pero también de telas de lino o lana, vidrio, marfil, piedras y metales preciosos (diamantes de la India, perlas del golfo Pérsico, rubíes de Birmania, jade de China).
Los avances de la cultura y civilización China y del Asia detrás de dicho comercio fueron dados a conocer en la Europa del Medioevo por los relatos de Marco Polo (1254-1324). Y fue la predominancia de la seda en ese comercio, muy apreciada en Occidente desde los romanos, lo que hizo que en 1877 el geógrafo alemán Ferdinand Freiherr von Richthofen acuñara el término “Ruta de la Seda” para esas rutas comerciales que florecieron, aunque con dificultades, hasta el siglo XV.
La riqueza que implicaba ese comercio y las enormes dificultades de la ruta, particularmente atravesar tierras controladas por los “sarracenos” antes de llegar a territorios asiáticos, indujeron a los europeos a buscar otra manera de llegar a Asia. Así, los Reyes Católicos españoles financiaron el viaje de Cristóbal Colón que circundando el globo terráqueo pretendía una ruta alternativa a la “Ruta de la Seda.” En el camino (1492) se topó con América.
Siglos después, los chinos intentan unir a Oriente y Occidente con un mecanismo tan antiguo como esa Ruta de la Seda y reafirmar así la existencia del continente euroasiático. Pero lo plantean de forma renovada a través de una gigantesca red de ferrocarriles, puertos, otros transportes terrestres y marítimos, comunicaciones y energía, con un presupuesto de un millón de millón de euros y una inyección inicial de 100.000 euros.
Para el efecto, los días 14 y 15 de mayo 2017, en el Centro de Convenciones del Lago Yanqi de Beijing, con la participación de 29 jefes de Gobierno y de Estado, incluyendo los presidentes ruso, turco y español, aunque sin la presencia de los presidentes de Estados Unidos, Reino Unido, Japón, Alemania y Francia, que enviaron delegados junto a los representantes de 130 países, se realizó la que probablemente será la reunión más trascendente para el futuro económico del mundo. El encuentro se denominó Nueva Ruta de la Seda; en realidad varias rutas: la ruta terrestre desde China hasta Rusia y Europa, incluida el Asia central, y la ruta marítima desde China hasta África y Europa.
No es que China no tenga ya un comercio importante con Europa: “Actualmente, China es el segundo socio comercial de la Unión Europea después de Estados Unidos, y la Unión Europea es el principal socio comercial de China”. Las renovadas rutas aumentarían la interdependencia entre Europa y China, las economías más grandes del mundo en términos de PIB y población, su desarrollo en común y, ciertamente, su comercio al reducir los costos y plazos del transporte. También reduciría los riesgos: la concreción de alternativas reduciría el valor geoestratégico de Rusia o Irán en la vía terrestre, o del estrecho de Malaca entre Malasia e Indonesia (por el cual circula casi la mitad del tráfico marítimo mundial) en la vía marítima.
Y si todo eso suena tan bien para Europa y Asia, ¿el incremento de la importancia relativa de sus relaciones no implicará acaso la disminución de otras? ¿No implicará acaso el retraso relativo de América frente a Europa y Asia y particularmente de Latinoamérica, que ya se viene dando por la enorme diferencia en las velocidades de crecimiento económico entre los países asiáticos y latinoamericanos?
Más razones para cambiar una política económica que no genera crecimiento elevado, sostenido, sostenible e inclusivo, como señalamos en reciente columna. Más aún en momentos en que el Acuerdo de Paz abre una oportunidad excelente para el desarrollo rural, que el papa Francisco ha saludado y que en su visita de los próximos días seguramente nos lo recordará.
* Ph.D. Profesor, Pontificia Universidad Javeriana, Departamento de Economía.
Dicen los historiadores que a partir del siglo II a. C. se fue consolidando una red de rutas comerciales que conectaban a China, comenzando en la ciudad de Chang'an (actual Xi'an), con Mongolia, India, Persia (actual Irán), Arabia, Siria, Turquía, en la antigua Constantinopla (hoy Estambul), y finalmente con Europa. Partes de la red incluían también a África oriental.
Esas rutas permitían el flujo de personas e ideas y el comercio de seda y especies procedentes de China y Asia central, pero también de telas de lino o lana, vidrio, marfil, piedras y metales preciosos (diamantes de la India, perlas del golfo Pérsico, rubíes de Birmania, jade de China).
Los avances de la cultura y civilización China y del Asia detrás de dicho comercio fueron dados a conocer en la Europa del Medioevo por los relatos de Marco Polo (1254-1324). Y fue la predominancia de la seda en ese comercio, muy apreciada en Occidente desde los romanos, lo que hizo que en 1877 el geógrafo alemán Ferdinand Freiherr von Richthofen acuñara el término “Ruta de la Seda” para esas rutas comerciales que florecieron, aunque con dificultades, hasta el siglo XV.
La riqueza que implicaba ese comercio y las enormes dificultades de la ruta, particularmente atravesar tierras controladas por los “sarracenos” antes de llegar a territorios asiáticos, indujeron a los europeos a buscar otra manera de llegar a Asia. Así, los Reyes Católicos españoles financiaron el viaje de Cristóbal Colón que circundando el globo terráqueo pretendía una ruta alternativa a la “Ruta de la Seda.” En el camino (1492) se topó con América.
Siglos después, los chinos intentan unir a Oriente y Occidente con un mecanismo tan antiguo como esa Ruta de la Seda y reafirmar así la existencia del continente euroasiático. Pero lo plantean de forma renovada a través de una gigantesca red de ferrocarriles, puertos, otros transportes terrestres y marítimos, comunicaciones y energía, con un presupuesto de un millón de millón de euros y una inyección inicial de 100.000 euros.
Para el efecto, los días 14 y 15 de mayo 2017, en el Centro de Convenciones del Lago Yanqi de Beijing, con la participación de 29 jefes de Gobierno y de Estado, incluyendo los presidentes ruso, turco y español, aunque sin la presencia de los presidentes de Estados Unidos, Reino Unido, Japón, Alemania y Francia, que enviaron delegados junto a los representantes de 130 países, se realizó la que probablemente será la reunión más trascendente para el futuro económico del mundo. El encuentro se denominó Nueva Ruta de la Seda; en realidad varias rutas: la ruta terrestre desde China hasta Rusia y Europa, incluida el Asia central, y la ruta marítima desde China hasta África y Europa.
No es que China no tenga ya un comercio importante con Europa: “Actualmente, China es el segundo socio comercial de la Unión Europea después de Estados Unidos, y la Unión Europea es el principal socio comercial de China”. Las renovadas rutas aumentarían la interdependencia entre Europa y China, las economías más grandes del mundo en términos de PIB y población, su desarrollo en común y, ciertamente, su comercio al reducir los costos y plazos del transporte. También reduciría los riesgos: la concreción de alternativas reduciría el valor geoestratégico de Rusia o Irán en la vía terrestre, o del estrecho de Malaca entre Malasia e Indonesia (por el cual circula casi la mitad del tráfico marítimo mundial) en la vía marítima.
Y si todo eso suena tan bien para Europa y Asia, ¿el incremento de la importancia relativa de sus relaciones no implicará acaso la disminución de otras? ¿No implicará acaso el retraso relativo de América frente a Europa y Asia y particularmente de Latinoamérica, que ya se viene dando por la enorme diferencia en las velocidades de crecimiento económico entre los países asiáticos y latinoamericanos?
Más razones para cambiar una política económica que no genera crecimiento elevado, sostenido, sostenible e inclusivo, como señalamos en reciente columna. Más aún en momentos en que el Acuerdo de Paz abre una oportunidad excelente para el desarrollo rural, que el papa Francisco ha saludado y que en su visita de los próximos días seguramente nos lo recordará.
* Ph.D. Profesor, Pontificia Universidad Javeriana, Departamento de Economía.