Mientras que en Bogotá el voto ciudadano es desconocido por el procurador, en el resto del país la democracia local está reverdeciendo. El domingo fue el turno de Tauramena (Casanare), que votó en contra de proyectos petroleros que ponen en riesgo las fuentes de agua del municipio.
Siguiendo el ejemplo de la consulta popular contra la minería de oro en Piedras (Tolima), los taurameneros organizaron la primera en el país sobre el petróleo. El 96% de los votantes se pronunció en desacuerdo con la exploración y explotación de hidrocarburos en zonas de recarga hídrica. Como la participación superó el umbral exigido por la ley, la decisión sería obligatoria para las autoridades locales, de acuerdo con la Constitución.
Digo “sería” porque hay un enconado debate sobre los efectos de estas iniciativas ciudadanas. Para el Gobierno Nacional, no tendrían validez porque el petróleo y los minerales son de propiedad de la nación (lo que es cierto), de suerte que las autoridades y los ciudadanos locales no podrían tomar ninguna decisión que interfiera con su explotación (lo que es muy discutible, como veremos).
Por eso el Gobierno expidió un decreto y una circular con admoniciones contra los alcaldes que obedezcan el mandato popular de proteger el agua y el medio ambiente. Por eso también envió una misión ministerial de alto nivel a Tauramena para tratar de conjurar la consulta a último momento. Y la Procuraduría, cómo no, se ha pronunciado contra la posibilidad de someter a voto las preocupaciones de las comunidades locales sobre el futuro del agua, los páramos o la agricultura afectada por las industrias extractivas.
A favor de las consultas hay sólidas razones políticas, jurídicas y ambientales. En cuanto a las primeras, para que la democracia participativa tenga sentido, debe operar en el nivel local, donde los ciudadanos pueden involucrarse directamente. Para que sea relevante, debe decidir asuntos importantes, como la vocación económica del lugar.
Los motivos jurídicos comienzan con la Constitución (que le apostó a la democracia participativa) y siguen con las leyes de ordenamiento territorial, que les permiten a los municipios regular el uso del suelo. Con razón, cada vez más municipios se preguntan: ¿para qué un plan de ordenamiento territorial que proteja las fuentes de agua, si el Gobierno autoriza una mina de oro que las contamina? O como me lo dijo una líder campesina, con lógica incontestable: ¿de qué sirve ser dueño de la casa pero no de lo que hay adentro?
Los argumentos ambientales de las consultas también son persuasivos. Mientras que las regalías se reparten por todo el país, los efectos ecológicos se concentran en la zona de explotación. Además, se siguen sintiendo muchas décadas después de que se cierra la mina o el pozo. Es apenas lógico y justo que los potenciales afectados puedan opinar, incluso decidir, sobre ellos.
De ahí que la participación ciudadana sea un pilar del derecho ambiental internacional, encarnado en el Principio 10 de la Declaración de Río y en las varias normas que lo han desarrollado, como la Convención de Aarhus.
En muchos lugares, como Estados Unidos, los municipios pueden vetar la minería en su territorio y han estado al frente de movimientos contra el fracking y otras formas riesgosas de explotación de recursos no renovables.
De modo que las consultas tienen bases firmes. Así lo entienden las comunidades que planean organizar una como la de Tauramena o Piedras, y ejercer la democracia ambiental.
*Miembro fundador de Dejusticia.
@CesaRodriGaravi