Cuentan que la expresión "tener fe de carbonero” —una fe ciega, sin asidero en los hechos— viene de una anécdota célebre en la España del siglo XV, que involucraba a un trabajador del carbón.
—¿Tú en qué crees?—, le preguntaron al carbonero.
—En lo que cree la Santa Iglesia— respondió.
—¿Y qué cree la Iglesia?
—Lo que yo creo.
—Pero ¿qué crees tú?
—Lo que cree la Iglesia...
Seis siglos después, los países que le apuestan al carbón, como Colombia, siguen teniendo la fe del carbonero. Igual de inconsistente: de cara a la cumbre de cambio climático que comienza en París en un par de semanas, prometen reducir en sus territorios las emisiones de carbono, mientras aumentan sus exportaciones de carbón para que otros lo quemen.
El gobierno colombiano es singularmente contradictorio. Ante las tribunas de la ONU en París y Nueva York, se muestra abanderado de las metas globales de desarrollo sostenible y de la lucha contra el cambio climático. Pero de puertas para adentro, responde a la caída estrepitosa de los precios de carbón con un plan para incrementar la producción del mineral en un 50% en los próximos cuatro años, lo que afianzaría la carbonodependiencia del país y su lugar como quinto exportador mundial.
La fe del carbonero es impermeable a la evidencia, que muestra que el carbón es una industria en declive por razones económicas y regulatorias. Análisis recientes de Merrill Lynch y Greenpeace coinciden en que los precios del carbón continuarán en picada, por el efecto combinado de la desaceleración china y la evolución de las grandes economías (incluyendo la misma China) hacia energías menos contaminantes. En la misma dirección avanzan las regulaciones de los países que compran el carbón que producimos. La OECD eliminó hace poco los subsidios a las plantas de carbón más contaminantes. Inglaterra acaba de anunciar que seguirá cerrando termoeléctricas dependientes del carbón hasta que no quede ninguna en 2025. Y el paso emblemático del gobierno Obama contra el calentamiento global es una nueva regulación que reduce drásticamente el uso de esas plantas, medida que viene acompañada de programas de reconversión de las economías y los empleos de las regiones carboníferas de EE. UU. hacia otros sectores.
Mucho se ha debatido sobre el pasado de la industria carbonera en Colombia: sus costos ambientales, sus limitadas contribuciones tributarias, sus efectos sobre los derechos de las comunidades locales. Un estudio que lanzarán Dejusticia y el Business and Human Rights Resource Center sobre el carbón en Colombia, India, Sudáfrica y Egipto, muestra que las críticas son en buena medida fundadas.
El estudio se concentra en extraer lecciones para el futuro. En el caso colombiano, el gobierno afirma que el porvenir está en la “minería responsable” de carbón. A la luz de la evidencia, lo responsable sería ir abandonando el carbón y crear programas para generar otros tipos de empleo y economía en lugares como la Guajira o el Cesar. Salvo que sigamos con la fe del carbonero.
*Director de Dejusticia. @CesaRodriGaravi
Cuentan que la expresión "tener fe de carbonero” —una fe ciega, sin asidero en los hechos— viene de una anécdota célebre en la España del siglo XV, que involucraba a un trabajador del carbón.
—¿Tú en qué crees?—, le preguntaron al carbonero.
—En lo que cree la Santa Iglesia— respondió.
—¿Y qué cree la Iglesia?
—Lo que yo creo.
—Pero ¿qué crees tú?
—Lo que cree la Iglesia...
Seis siglos después, los países que le apuestan al carbón, como Colombia, siguen teniendo la fe del carbonero. Igual de inconsistente: de cara a la cumbre de cambio climático que comienza en París en un par de semanas, prometen reducir en sus territorios las emisiones de carbono, mientras aumentan sus exportaciones de carbón para que otros lo quemen.
El gobierno colombiano es singularmente contradictorio. Ante las tribunas de la ONU en París y Nueva York, se muestra abanderado de las metas globales de desarrollo sostenible y de la lucha contra el cambio climático. Pero de puertas para adentro, responde a la caída estrepitosa de los precios de carbón con un plan para incrementar la producción del mineral en un 50% en los próximos cuatro años, lo que afianzaría la carbonodependiencia del país y su lugar como quinto exportador mundial.
La fe del carbonero es impermeable a la evidencia, que muestra que el carbón es una industria en declive por razones económicas y regulatorias. Análisis recientes de Merrill Lynch y Greenpeace coinciden en que los precios del carbón continuarán en picada, por el efecto combinado de la desaceleración china y la evolución de las grandes economías (incluyendo la misma China) hacia energías menos contaminantes. En la misma dirección avanzan las regulaciones de los países que compran el carbón que producimos. La OECD eliminó hace poco los subsidios a las plantas de carbón más contaminantes. Inglaterra acaba de anunciar que seguirá cerrando termoeléctricas dependientes del carbón hasta que no quede ninguna en 2025. Y el paso emblemático del gobierno Obama contra el calentamiento global es una nueva regulación que reduce drásticamente el uso de esas plantas, medida que viene acompañada de programas de reconversión de las economías y los empleos de las regiones carboníferas de EE. UU. hacia otros sectores.
Mucho se ha debatido sobre el pasado de la industria carbonera en Colombia: sus costos ambientales, sus limitadas contribuciones tributarias, sus efectos sobre los derechos de las comunidades locales. Un estudio que lanzarán Dejusticia y el Business and Human Rights Resource Center sobre el carbón en Colombia, India, Sudáfrica y Egipto, muestra que las críticas son en buena medida fundadas.
El estudio se concentra en extraer lecciones para el futuro. En el caso colombiano, el gobierno afirma que el porvenir está en la “minería responsable” de carbón. A la luz de la evidencia, lo responsable sería ir abandonando el carbón y crear programas para generar otros tipos de empleo y economía en lugares como la Guajira o el Cesar. Salvo que sigamos con la fe del carbonero.
*Director de Dejusticia. @CesaRodriGaravi