EL MALPENSANTE —LA REVISTA DEL maravilloso festival que acaba de pasar— publicó un artículo excelente, de cuyo título tomé el de esta columna.
Escrito por un ex profesor de la encopetada Universidad de Yale, el texto lanza un interrogante provocador. Todo el mundo conoce los beneficios de estudiar en un colegio o una universidad de élite (preparación académica, conexiones sociales, puestos lucrativos, etc.). Pero nadie se hace la pregunta inversa: ¿cuáles son las desventajas de educarse en un medio privilegiado?
Como William Deresiewicz, el autor del artículo, me he pasado la vida estudiando o enseñando en centros educativos de élite. Allí he conocido estupendos alumnos, colegas y amigos. Y he aprendido que ofrecer educación de calidad es difícil y costoso.
Pero el profesor de Yale pone el dedo en la llaga de dos problemas frecuentes de esa educación: su tendencia a formar estudiantes cuadriculados y su falta de diversidad.
El asunto comienza en los colegios de estrato 5 y 6. Sus alumnos, entrenados desde bebés en talleres de estimulación temprana, aprenden lo que tienen que hacer para lograr el éxito de sus padres: competir por la nota y sacar la cara por el colegio en el Icfes. Como dice Deresiewicz, “mucho antes de entrar a la universidad, se han convertido en saltarines esforzados que complacen a sus profesores, obtienen (5.0) en todas las materias sin importarles cuán aburrido encuentren al profesor o qué tan útil sea el tema”.
El otro problema es que los colegios son chocantemente homogéneos: la misma clase social, la misma raza, la misma ropa, el mismo hablado. Nadie lo ha dicho mejor que la economista Cristina Vélez en su blog (recomendadísimo). Comentando el texto de Deresiewicz a la luz de sus recuerdos del exclusivo colegio bogotano donde estudió, concluye: “Todos… hablábamos el mismo idioma y manejábamos los mismos códigos. Tanto, que en ese momento teníamos sueños bastante parecidos: llegar a una de esas universidades (estadounidenses) con paredes cubiertas de hiedra o, en su defecto, a una de las tres universidades privadas bogotanas a las que se nos ocurría que podíamos ir”.
Es allí, en la universidad, donde las fallas se agudizan. Alentamos a los mejores estudiantes a que sigan corriendo sin tener un segundo para pensar, como hámsteres de laboratorio compitiendo por salir del laberinto. Y los alumnos son asombrosamente parecidos entre sí. “Treinta y dos sabores, todos vainilla”, dice Deresiewicz.
El resultado es una élite que gobierna un país que no conoce. ¿Cómo entender la situación de los cuatro millones de desplazados, si el máximo contacto con ellos es en los semáforos? ¿Cómo saber qué se siente ser víctima del racismo, si todos los estudiantes son del mismo color?
Las soluciones están a la vista. Una es fortalecer la educación pública, que es más diversa que la privada. Otra es abrir las puertas de la educación privada a estudiantes promisorios de cualquier clase, región, orientación sexual, raza o género.
Varias universidades privadas han dado el primer paso, al ampliar sus programas de becas y préstamos. Pero hace falta mucho, comenzando por más donaciones de ex alumnos, padres, profesores y estudiantes. También el Gobierno ha prometido programas de acción afirmativa —por ejemplo, para promover el acceso de los afrocolombianos a la universidad—. Esperemos que no haya sido sólo un anuncio pasajero para seguir cultivando los voticos de la bancada negra del Congreso de EE.UU. a favor del TLC.
Si no se avanza en esa dirección, habrá que concluir, con Deresiewicz, que “la desventaja de la educación de élite es que nos ha dado la élite que tenemos y la élite que vamos a tener”.
EL MALPENSANTE —LA REVISTA DEL maravilloso festival que acaba de pasar— publicó un artículo excelente, de cuyo título tomé el de esta columna.
Escrito por un ex profesor de la encopetada Universidad de Yale, el texto lanza un interrogante provocador. Todo el mundo conoce los beneficios de estudiar en un colegio o una universidad de élite (preparación académica, conexiones sociales, puestos lucrativos, etc.). Pero nadie se hace la pregunta inversa: ¿cuáles son las desventajas de educarse en un medio privilegiado?
Como William Deresiewicz, el autor del artículo, me he pasado la vida estudiando o enseñando en centros educativos de élite. Allí he conocido estupendos alumnos, colegas y amigos. Y he aprendido que ofrecer educación de calidad es difícil y costoso.
Pero el profesor de Yale pone el dedo en la llaga de dos problemas frecuentes de esa educación: su tendencia a formar estudiantes cuadriculados y su falta de diversidad.
El asunto comienza en los colegios de estrato 5 y 6. Sus alumnos, entrenados desde bebés en talleres de estimulación temprana, aprenden lo que tienen que hacer para lograr el éxito de sus padres: competir por la nota y sacar la cara por el colegio en el Icfes. Como dice Deresiewicz, “mucho antes de entrar a la universidad, se han convertido en saltarines esforzados que complacen a sus profesores, obtienen (5.0) en todas las materias sin importarles cuán aburrido encuentren al profesor o qué tan útil sea el tema”.
El otro problema es que los colegios son chocantemente homogéneos: la misma clase social, la misma raza, la misma ropa, el mismo hablado. Nadie lo ha dicho mejor que la economista Cristina Vélez en su blog (recomendadísimo). Comentando el texto de Deresiewicz a la luz de sus recuerdos del exclusivo colegio bogotano donde estudió, concluye: “Todos… hablábamos el mismo idioma y manejábamos los mismos códigos. Tanto, que en ese momento teníamos sueños bastante parecidos: llegar a una de esas universidades (estadounidenses) con paredes cubiertas de hiedra o, en su defecto, a una de las tres universidades privadas bogotanas a las que se nos ocurría que podíamos ir”.
Es allí, en la universidad, donde las fallas se agudizan. Alentamos a los mejores estudiantes a que sigan corriendo sin tener un segundo para pensar, como hámsteres de laboratorio compitiendo por salir del laberinto. Y los alumnos son asombrosamente parecidos entre sí. “Treinta y dos sabores, todos vainilla”, dice Deresiewicz.
El resultado es una élite que gobierna un país que no conoce. ¿Cómo entender la situación de los cuatro millones de desplazados, si el máximo contacto con ellos es en los semáforos? ¿Cómo saber qué se siente ser víctima del racismo, si todos los estudiantes son del mismo color?
Las soluciones están a la vista. Una es fortalecer la educación pública, que es más diversa que la privada. Otra es abrir las puertas de la educación privada a estudiantes promisorios de cualquier clase, región, orientación sexual, raza o género.
Varias universidades privadas han dado el primer paso, al ampliar sus programas de becas y préstamos. Pero hace falta mucho, comenzando por más donaciones de ex alumnos, padres, profesores y estudiantes. También el Gobierno ha prometido programas de acción afirmativa —por ejemplo, para promover el acceso de los afrocolombianos a la universidad—. Esperemos que no haya sido sólo un anuncio pasajero para seguir cultivando los voticos de la bancada negra del Congreso de EE.UU. a favor del TLC.
Si no se avanza en esa dirección, habrá que concluir, con Deresiewicz, que “la desventaja de la educación de élite es que nos ha dado la élite que tenemos y la élite que vamos a tener”.