La magia de la cárcel es crear la ilusión de resolver los problemas, cuando apenas los oculta o los pospone. Es la forma de barrer bajo la alfombra la incapacidad de enfrentar nuestros dilemas: prisión para los discriminadores, para los conductores ebrios, para los jóvenes que consumen droga.
Digo esto porque, cuando el proceso en La Habana y el debate nacional parecen acercarnos a la paz, la fijación con la prisión se atraviesa de nuevo en el camino. Ya se ha avanzado en los temas complejos de la justicia transicional. Entre las normas del Marco Jurídico para la Paz, la propuesta del expresidente Gaviria y el giro gradual de las Farc y otros actores del conflicto, va surgiendo una fórmula intermedia entre justicia y paz, que combine algún grado de sanción a los máximos responsables de los crímenes más graves cometidos por todos los bandos, a cambio de aportes tangibles a la verdad, la reparación y la garantía de no repetición para las víctimas. La fórmula apunta a una paz resistente a la prueba jurídica de los estándares internacionales, el test político de un referendo y el desafío ético de la dignidad de las víctimas.
Las objeciones más vehementes tienen que ver con la impunidad que podría acarrear esa solución. En realidad, la acusación de impunidad reune a críticos muy dispares. Algunos hemos recordado que el derecho internacional ordena que haya algún grado de castigo para los máximos responsables de los crímenes atroces; desde este punto de vista, castigo es sinónimo de pena, pero no necesariamente de cárcel. Para otros, sanción significa cárcel, e impunidad cualquier otra forma de castigo.
Confundir justicia y cárcel es incurrir en dos equívocos, uno conceptual y otro jurídico. El primero implica fundir cuatro ideas distintas: justicia, justicia penal, privación de la libertad y cárcel. No es lo mismo justicia penal que justicia en general: hay otras formas, como la restaurativa, que no buscan infligir dolor al perpetrador sino restablecer los lazos sociales rotos por el delito. Tampoco es cierto que todo castigo penal consista en la privación de la libertad: existen los trabajos comunitarios, las multas, las inhabilidades y un largo etcétera. Y la prisión no es el único lugar para estar privado de la libertad, como lo muestran las colonias agrícolas, la casa por cárcel y otros modos de detención frecuentes alrededor del mundo.
El error legal es afirmar que el derecho internacional exige inequívocamente la cárcel en procesos de justicia transicional. Por ejemplo, la Corte Interamericana ha dicho que debe haber “sanciones pertinentes” (caso Velásquez Rodríguez), que podrían o no ser de prisión. Aunque la fiscal de la Corte Penal Internacional ha mostrado reservas frente a la suspensión de penas de prisión, no hay nada en el Estatuto de Roma que lo impida expresamente.
La paz requiere justicia, incluyendo privación de la libertad para los máximos responsables de los crímenes más graves. Pero también darnos cuenta de que el miedo y la violencia nos han vuelto presos de la idea de la prisión.
La magia de la cárcel es crear la ilusión de resolver los problemas, cuando apenas los oculta o los pospone. Es la forma de barrer bajo la alfombra la incapacidad de enfrentar nuestros dilemas: prisión para los discriminadores, para los conductores ebrios, para los jóvenes que consumen droga.
Digo esto porque, cuando el proceso en La Habana y el debate nacional parecen acercarnos a la paz, la fijación con la prisión se atraviesa de nuevo en el camino. Ya se ha avanzado en los temas complejos de la justicia transicional. Entre las normas del Marco Jurídico para la Paz, la propuesta del expresidente Gaviria y el giro gradual de las Farc y otros actores del conflicto, va surgiendo una fórmula intermedia entre justicia y paz, que combine algún grado de sanción a los máximos responsables de los crímenes más graves cometidos por todos los bandos, a cambio de aportes tangibles a la verdad, la reparación y la garantía de no repetición para las víctimas. La fórmula apunta a una paz resistente a la prueba jurídica de los estándares internacionales, el test político de un referendo y el desafío ético de la dignidad de las víctimas.
Las objeciones más vehementes tienen que ver con la impunidad que podría acarrear esa solución. En realidad, la acusación de impunidad reune a críticos muy dispares. Algunos hemos recordado que el derecho internacional ordena que haya algún grado de castigo para los máximos responsables de los crímenes atroces; desde este punto de vista, castigo es sinónimo de pena, pero no necesariamente de cárcel. Para otros, sanción significa cárcel, e impunidad cualquier otra forma de castigo.
Confundir justicia y cárcel es incurrir en dos equívocos, uno conceptual y otro jurídico. El primero implica fundir cuatro ideas distintas: justicia, justicia penal, privación de la libertad y cárcel. No es lo mismo justicia penal que justicia en general: hay otras formas, como la restaurativa, que no buscan infligir dolor al perpetrador sino restablecer los lazos sociales rotos por el delito. Tampoco es cierto que todo castigo penal consista en la privación de la libertad: existen los trabajos comunitarios, las multas, las inhabilidades y un largo etcétera. Y la prisión no es el único lugar para estar privado de la libertad, como lo muestran las colonias agrícolas, la casa por cárcel y otros modos de detención frecuentes alrededor del mundo.
El error legal es afirmar que el derecho internacional exige inequívocamente la cárcel en procesos de justicia transicional. Por ejemplo, la Corte Interamericana ha dicho que debe haber “sanciones pertinentes” (caso Velásquez Rodríguez), que podrían o no ser de prisión. Aunque la fiscal de la Corte Penal Internacional ha mostrado reservas frente a la suspensión de penas de prisión, no hay nada en el Estatuto de Roma que lo impida expresamente.
La paz requiere justicia, incluyendo privación de la libertad para los máximos responsables de los crímenes más graves. Pero también darnos cuenta de que el miedo y la violencia nos han vuelto presos de la idea de la prisión.