Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Los poemas de amor nunca hablan de amor; apenas se limitan a mencionar los síntomas del “enamorado”: el sujeto frágil por excelencia, en permanente estado de indefensión o, en los casos más severos, si se me permite un toque de fatalismo, en peligro de sufrir un ataque cardiaco cada vez que rememora todas las cosas que ya no son. Sin duda, alrededor de esta dinámica giran los poemas de amor (los buenos), los que se podrían usar, en vista de que ninguna estrategia previa ha surtido efecto, en un vergonzoso acto de reconquista o de seducción.
A los enamorados yo les recomendaría tener siempre a mano una antología de poemas de amor: de poetas griegos arcaicos o de poetas románticos ingleses o alemanes o franceses, e incluso, sin ir tan lejos, de poetas hispanoamericanos. Hay muchas, claro, casi tantas como poetas; ahora me acuerdo de Los cien mejores poemas de amor de la lengua castellana del poeta chileno Pedro Lastra.
Si yo fuera el antologador, haría una antología con un título sugestivo: “97 poemas de amor de poetas latinoamericanos”. ¿Por qué 97? Por afinidad con los números primos (son minoría) y desconfianza hacia los números pares y compuestos. ¿Por qué latinoamericanos? Por limitaciones de espacio; además conviene tener en la mesa de noche un libro liviano, adecuado a los padecimientos nocturnos de los enamorados en fase terminal.
Esta antología empezaría con el Modernismo: “Que el amor no admite cuerdas reflexiones” de Rubén Darío, “En ti pensaba, en tus cabellos” de José Martí, “Estrellas fijas” de José Asunción Silva, “Camafeo” de Julián del Casal, “Hojas secas” de Manuel Gutiérrez Nájera, “Romance del muerto vivo” de Enrique González Martínez, “Amor sádico” de Julio Herrera y Reissig, “El intruso” de Delmira Agustini, “Alma venturosa” de Leopoldo Lugones. Y del Modernismo a la vanguardia: “Ella” de Vicente Huidobro, “El poeta a su amada” de César Vallejo, “Soneto II” de Martín Adán, “Carta de amor” de César Moro, “Una cabeza humana” de Emilio Adolfo Westphalen, “Zona minada” de Jorge Carrera Andrade, “Soneto XXVII” de Pablo Neruda (¿me tacharían de cursi si incluyera algo de Veinte poemas de amor y una canción desesperada?), “El amenazado” de Jorge Luis Borges, “Alta marea” de Enrique Molina, “Quien me compra una naranja” de José Gorostiza, “Nocturno amor” de Xavier Villaurrutia, “Si junto a ti las horas se apresuran” de Carlos Pellicer, “Ruptura” de Jaime Torres Bodet, “Como quien oye llover” de Octavio Paz.
Y de la vanguardia a “No te amaba” de Idea Vilariño, “La salvación” de Gonzalo Rojas, “Un canto de amor para el corazón” de Rosamel del Valle, “Una vez” de María Luisa Artecona de Thompson, “Los enamorados” de Vicente Gerbasi, “El jardín que los dioses frecuentaron” de Marco Antonio Montes de Oca. Y, para cerrar, unos colombianos: “La carne ardiente” de Porfirio Barba Jacob, “Se juntan desnudos” de Jorge Gaitán Durán, “Interludio” de Aurelio Arturo, “Ritornello” de León de Greiff, “Cita” de Álvaro Mutis, “Cuerpo solitario” de Fernando Charry Lara.
En total, como dije, serían 97 poetas. Todos muertos, eso sí. ¿Por qué? Por un mero instinto de sobrevivencia. ¿O acaso alguien conoce algo más peligroso que un poeta ninguneado?
