CUANDO PAUL O’NEILL, SECRETARIO del Tesoro de George W. Bush, desertó del gabinete en 2002 y Ron Suskind narró la historia de O’Neill en The Price of Loyalty, Michael Kinsley observó que el Presidente se merecía lo ocurrido.
Cualquiera lo bastante tonto como para nombrar a un idiota como O’Neill debería haber sabido lo que le aguardaba.
Lo mismo sucede con la absurda figura de Scott McClellan, el ex secretario de prensa de la Casa Blanca. Yo acostumbraba a mirar a ese personaje cuando metía la pata en conferencias de prensa y pensaba: “¿Dónde exactamente pueden hallarse esa clase de tipos?” ¿Tal vez para limpiar los establos de la Casa Blanca? Pero dudo que puedan participar en tarea alguna que requiera sopesar las palabras.
Como McClellan escribe en su nuevo libro What Happened: Inside the Bush White House and Washington's Culture of Deception, parece que ahora él se da cuenta, en estado de shock, que hubo cierta cantidad de propaganda en su trabajo. Bueno, ofrezcan al hombre un cigarro.
Más allá de eso, el libro carece de valor para el campo de los enemigos de la guerra. Pues, dice McClellan al aludir al Presidente: “Lo considero fundamentalmente una persona decente, y no creo que haya intentado engañar al pueblo norteamericano de manera deliberada o consciente”.
El principio de la evidencia contra el interés, enunciado por Bertrand Russell —si el Papa tiene dudas sobre Jesús, sus dudas son por definición más notables que las de cualquier otra persona— en realidad no justifica el océano de cobertura periodística que recibió el libro de McClellan.
En primer lugar, no ofrece nada que pueda ser considerado evidencia. Por otra parte, él no advirtió “máquina de propaganda” alguna en la época en que sirvió en la Casa Blanca. Por lo tanto, si la descubre ahora de manera retrospectiva, es porque tiene un interés mercenario.
Si ustedes quieren leer un libro serio sobre los orígenes y las consecuencias de la intervención en Irak en 2003, es un deber conseguir un ejemplar del libro de Douglas Feith War and Decision: Inside the Pentagon at the Dawn of the War on Terrorism. Como subsecretario de Defensa en estrategia, Feith participó de manera destacada en las discusiones sobre la manera de acabar con el régimen de Saddam Hussein.
Su libro contiene apuntes tomados durante la época en que transcurrieron las discusiones en el Consejo Nacional de Seguridad. Se trata de una cornucopia de documentos y un bien organizado catálogo de fuentes, artículos y memorandos. Feith también nos ha hecho el servicio de establecer un portal de acceso a internet (www.waranddecision.com) donde se pueden seguir todas sus fuentes y chequearlas para confrontar sus análisis y explicaciones.
Hay más valor en cualquier capítulo de este archivo de lo que hay en cualquiera de las divagaciones de McClellan.
Mientras escribo esto en el primer día de junio, acerca de un libro que fue publicado en la primera semana de abril, los suplementos culturales de The New York Times, The Washington Post, y Los Angeles Times y The Boston Globe no han hecho un solo comentario del libro de Feith.
Un artículo sobre el libro, escrito por el excelente periodista James Risen para las páginas de noticias del The New York Times, no ha sido publicado. (Feith dijo en una reciente entrevista del New York Observer que la razón de que el artículo no haya sido publicado no es por motivos políticos. Risen se negó a comentar). Todo esto parecería menos cuestionable si no fuera por todo el espacio dedicado a Scott McClellan.
Feith estuvo y está muy identificado con el ala neoconservadora del partido Republicano, y no creía que Saddam Hussein iba alguna vez a ser contenido por las sanciones. Pero es capaz de separar sus puntos de vista de su narrativa. Su absorbente
crónica de las riñas interdepartamentales e ideológicas en la administración Bush, o sobre los frentes en Afganistán y Guantánamo como también en Irak, pone en claro algunas cosas:
1) No había motivos racionales para sospechar de una continua amenaza iraquí en relación a las armas de destrucción masiva. Las citas de Feith sobre el Informe Duelfer (el informe final del Grupo de Estudios sobre Irak) son asombrosas en sus implicaciones.
2) Las alternativas frente a la guerra nunca fueron discutidas. Desde el principio, la tarea del gobierno de Bush era acabar con Saddam Hussein.
3) Los defensores del cambio de régimen esperaban ungir a Ahmad Chalabi como su líder en Baghdad.
4) No se consideró un planeamiento posterior a la guerra.
También es de considerable interés enterarse de que el principal razonamiento para respetar la Convención de Ginebra sobre el tratamiento a los prisioneros se hizo dentro del Pentágono y que el hombre que expresó la mayoría de los recelos previos a la guerra en relación con Irak fue el ex secretario de Defensa Donald Rumsfeld.
Feith no niega que tiene sus propios prejuicios. Uno de ellos concierne la acusación de que su propia Oficina de Planes Especiales estuvo comprometida en elegir datos de inteligencia que convinieran a quienes eran partidarios de la invasión a Irak. El otro es la crítica, hecha por la facción neoconservadora, de Paul Bremer, ex jefe de la Autoridad Provisional de la Coalición y sobre el régimen de ocupación que dirigió en Bagdad.
En todas las instancias, sin embargo, Feith escribe de un modo no rencoroso y es cuidadoso para suministrar evidencia y testimonio. Y, cuando es posible, la real documentación de todas las partes.
Sin decirlo explícitamente, Feith hace una enorme contribución a quienes consideran que la CIA está más allá de toda posibilidad de salvación. Su rol como un cuerpo altamente politizado e incompetente, que no impidió los atentados del 11 de septiembre de 2001, se vuelve algo más que catastrófico con el grosero manejo de Irak.
Solamente por estas revelaciones el libro merece ser adquirido. (Podría agregar que, a diferencia de McClellan, Feith está contribuyendo con todas —no simplemente algunas— de sus ganancias y regalías a instituciones de beneficencia que cuidan a nuestros hombres y mujeres de uniforme).
No conozco a Feith, pero puedo hacerle todavía dos elogios más: él es confiable con los datos (y no se puede decir eso con frecuencia, créanme). Y su estilo es fácil, no es burocrático, y a veces resulta divertido.
Si un libro que realmente informa es llamado un “tell-all” (cuenta todo) por nuestros medios de comunicación, entonces War and Decision califica para eso. Pero al parecer, reservamos ese término para el trabajo de bocones que tienen muy poco que comunicar.
* Periodista, comentarista político y crítico literario, muy conocido por sus puntos de vista disidentes, aguda ironía y agudeza intelectual. (Traducción de Mario Szichman).
c.2008 WPNI Slate
CUANDO PAUL O’NEILL, SECRETARIO del Tesoro de George W. Bush, desertó del gabinete en 2002 y Ron Suskind narró la historia de O’Neill en The Price of Loyalty, Michael Kinsley observó que el Presidente se merecía lo ocurrido.
Cualquiera lo bastante tonto como para nombrar a un idiota como O’Neill debería haber sabido lo que le aguardaba.
Lo mismo sucede con la absurda figura de Scott McClellan, el ex secretario de prensa de la Casa Blanca. Yo acostumbraba a mirar a ese personaje cuando metía la pata en conferencias de prensa y pensaba: “¿Dónde exactamente pueden hallarse esa clase de tipos?” ¿Tal vez para limpiar los establos de la Casa Blanca? Pero dudo que puedan participar en tarea alguna que requiera sopesar las palabras.
Como McClellan escribe en su nuevo libro What Happened: Inside the Bush White House and Washington's Culture of Deception, parece que ahora él se da cuenta, en estado de shock, que hubo cierta cantidad de propaganda en su trabajo. Bueno, ofrezcan al hombre un cigarro.
Más allá de eso, el libro carece de valor para el campo de los enemigos de la guerra. Pues, dice McClellan al aludir al Presidente: “Lo considero fundamentalmente una persona decente, y no creo que haya intentado engañar al pueblo norteamericano de manera deliberada o consciente”.
El principio de la evidencia contra el interés, enunciado por Bertrand Russell —si el Papa tiene dudas sobre Jesús, sus dudas son por definición más notables que las de cualquier otra persona— en realidad no justifica el océano de cobertura periodística que recibió el libro de McClellan.
En primer lugar, no ofrece nada que pueda ser considerado evidencia. Por otra parte, él no advirtió “máquina de propaganda” alguna en la época en que sirvió en la Casa Blanca. Por lo tanto, si la descubre ahora de manera retrospectiva, es porque tiene un interés mercenario.
Si ustedes quieren leer un libro serio sobre los orígenes y las consecuencias de la intervención en Irak en 2003, es un deber conseguir un ejemplar del libro de Douglas Feith War and Decision: Inside the Pentagon at the Dawn of the War on Terrorism. Como subsecretario de Defensa en estrategia, Feith participó de manera destacada en las discusiones sobre la manera de acabar con el régimen de Saddam Hussein.
Su libro contiene apuntes tomados durante la época en que transcurrieron las discusiones en el Consejo Nacional de Seguridad. Se trata de una cornucopia de documentos y un bien organizado catálogo de fuentes, artículos y memorandos. Feith también nos ha hecho el servicio de establecer un portal de acceso a internet (www.waranddecision.com) donde se pueden seguir todas sus fuentes y chequearlas para confrontar sus análisis y explicaciones.
Hay más valor en cualquier capítulo de este archivo de lo que hay en cualquiera de las divagaciones de McClellan.
Mientras escribo esto en el primer día de junio, acerca de un libro que fue publicado en la primera semana de abril, los suplementos culturales de The New York Times, The Washington Post, y Los Angeles Times y The Boston Globe no han hecho un solo comentario del libro de Feith.
Un artículo sobre el libro, escrito por el excelente periodista James Risen para las páginas de noticias del The New York Times, no ha sido publicado. (Feith dijo en una reciente entrevista del New York Observer que la razón de que el artículo no haya sido publicado no es por motivos políticos. Risen se negó a comentar). Todo esto parecería menos cuestionable si no fuera por todo el espacio dedicado a Scott McClellan.
Feith estuvo y está muy identificado con el ala neoconservadora del partido Republicano, y no creía que Saddam Hussein iba alguna vez a ser contenido por las sanciones. Pero es capaz de separar sus puntos de vista de su narrativa. Su absorbente
crónica de las riñas interdepartamentales e ideológicas en la administración Bush, o sobre los frentes en Afganistán y Guantánamo como también en Irak, pone en claro algunas cosas:
1) No había motivos racionales para sospechar de una continua amenaza iraquí en relación a las armas de destrucción masiva. Las citas de Feith sobre el Informe Duelfer (el informe final del Grupo de Estudios sobre Irak) son asombrosas en sus implicaciones.
2) Las alternativas frente a la guerra nunca fueron discutidas. Desde el principio, la tarea del gobierno de Bush era acabar con Saddam Hussein.
3) Los defensores del cambio de régimen esperaban ungir a Ahmad Chalabi como su líder en Baghdad.
4) No se consideró un planeamiento posterior a la guerra.
También es de considerable interés enterarse de que el principal razonamiento para respetar la Convención de Ginebra sobre el tratamiento a los prisioneros se hizo dentro del Pentágono y que el hombre que expresó la mayoría de los recelos previos a la guerra en relación con Irak fue el ex secretario de Defensa Donald Rumsfeld.
Feith no niega que tiene sus propios prejuicios. Uno de ellos concierne la acusación de que su propia Oficina de Planes Especiales estuvo comprometida en elegir datos de inteligencia que convinieran a quienes eran partidarios de la invasión a Irak. El otro es la crítica, hecha por la facción neoconservadora, de Paul Bremer, ex jefe de la Autoridad Provisional de la Coalición y sobre el régimen de ocupación que dirigió en Bagdad.
En todas las instancias, sin embargo, Feith escribe de un modo no rencoroso y es cuidadoso para suministrar evidencia y testimonio. Y, cuando es posible, la real documentación de todas las partes.
Sin decirlo explícitamente, Feith hace una enorme contribución a quienes consideran que la CIA está más allá de toda posibilidad de salvación. Su rol como un cuerpo altamente politizado e incompetente, que no impidió los atentados del 11 de septiembre de 2001, se vuelve algo más que catastrófico con el grosero manejo de Irak.
Solamente por estas revelaciones el libro merece ser adquirido. (Podría agregar que, a diferencia de McClellan, Feith está contribuyendo con todas —no simplemente algunas— de sus ganancias y regalías a instituciones de beneficencia que cuidan a nuestros hombres y mujeres de uniforme).
No conozco a Feith, pero puedo hacerle todavía dos elogios más: él es confiable con los datos (y no se puede decir eso con frecuencia, créanme). Y su estilo es fácil, no es burocrático, y a veces resulta divertido.
Si un libro que realmente informa es llamado un “tell-all” (cuenta todo) por nuestros medios de comunicación, entonces War and Decision califica para eso. Pero al parecer, reservamos ese término para el trabajo de bocones que tienen muy poco que comunicar.
* Periodista, comentarista político y crítico literario, muy conocido por sus puntos de vista disidentes, aguda ironía y agudeza intelectual. (Traducción de Mario Szichman).
c.2008 WPNI Slate