En medio del dolor, un árbol
Saia Vergara Jaime*
El 19 de septiembre de 1985 yo tenía 7 años y, en 90 segundos, mi mundo se hizo pedazos. A las 7:19 de la mañana me estaba poniendo los zapatos. Pensaba en que, cuando llegara al colegio a las 8, iba a decirle a Tania, mi mejor amiga, que quería quedarme a dormir en su casa el fin de semana. Imaginando lo que haríamos, de repente, me empecé a sentir mareada. No entendía por qué mi cuerpo giraba, pero no me caía. A mi alrededor todo se movía cada vez con más fuerza. De pronto se escuchó una especie de explosión que me aterrorizó. Después lo sabría: la gran biblioteca de la casa del lado se había desplomado. Salí disparada y, como pude, bajé las escaleras mientras escuché gritar a mi padre desde la cocina: “¡Rápido, a los marcos de las puertas!”. Corrí a buscar su cobijo. Juntos, perplejos, abrazados durante esos infinitos segundos veíamos cómo el patio de la casa se sacudía y pendulaba al mismo tiempo. Es una imagen que ha permanecido intacta en mi recuerdo. “¿Por qué pasa esto, papi?”, le pregunté en medio de esa confusión mental sin precedentes, y con un miedo en el cuerpo que jamás había sentido -y que no sé si se alguna vez se fue-. “Es la fuerza de la Naturaleza, hija”, me respondió con la voz contenida. En ese momento aún no habíamos visto la destrucción que estaba dejando a su paso aquel terremoto de 8,1 grados en la escala de Richter, el más violento en la historia de México y el más fuerte en intensidad en todo el hemisferio norte durante el siglo XX.
A las 7:21 todo se había detenido. También la vida. Había un estruendoso silencio que nos impedía emitir palabras. La Madre Naturaleza había hablado. Minuto y medio bastaron para escucharla decir que no somos nada; que en cualquier momento todo lo conocido, todo lo amado, los planes de futuro, las esperanzas podrían diluirse sin previo aviso. Los 17 millones de personas que estuvimos ahí, presentes, nunca más volvimos a ser lxs mismxs. Sentimos en las entrañas la absurda y, a la vez, hermosa fragilidad que nos conforma. Algunxs tuvimos la fortuna de no haber quedado atrapadxs entre los escombros. Otrxs quizá nunca supieron cómo acabó la película. No les dio tiempo de percartarse. Y hubo quienes, durante días, agonizando, resistieron y fueron rescatadxs. Pero, nosotrxs, estábamos vivxs. ¿Por qué mi familia sí y “esxs otrxs” no? ¿Qué lotería es ésta? No sé, no sabemos, nunca lo sabremos. ¿Qué significa estar viva? Desde aquel 19 de septiembre esa pregunta me ronda la cabeza con más frecuencia de lo que me gustaría.
Las horas infinitas que le sucedieron a la tragedia estuvieron plagadas de réplicas. La mayor sucedió en la noche del 20 de septiembre y sería bautizada como el “terremato”: 7,3 grados terminaron de arrasar con barrios enteros en una ciudad que aún estaba en shock por lo vivido. Podría escribir un libro sobre los inmensos aprendizajes personales y colectivos que dejó el proceso de reconstrucción de la ciudad de México. También podría hablar de la inquietud que se quedó a vivir en el cuerpo. Durante días y años en los tránsitos habituales por la ciudad, la contundencia de la realidad nos impedía olvidar lo sucedido: edificios colapsados, parques ocupados por personas damnificadas, brigadas de socorristas, simulacros en todos los colegios. Contábamos las grietas en las paredes de las viviendas, supermercados y oficinas; escuchábamos historias de sobrevivientes y milagros, noticias de espantosas desapariciones. El país tenía la cuenta abierta, siempre, de lxs muertxs que se iban acumulando en el Estadio Azteca mientras eran identificadxs, y que aumentaba conforme avanzaba la remoción de escombros. La vida nunca volvió a ser la misma a partir de entonces.
El fin de semana pasado acompañé la conmemoración por los 39 años de la tragedia de Armero, organizada por el Ministerio de las Culturas, las artes y los saberes. El 13 de noviembre, también de 1985, muchos niñxs, igual que yo, experimentaron el mismo pánico, la misma perplejidad frente a la descomunal fuerza de la Naturaleza. Otrxs, como Omayra, la vivieron durante unos minutos, unas horas, unos días que debieron ser la peor de las torturas. No quiero ni imaginarlo. Y más de 500 niñxs desaparecieron a pesar de que fueron rescatadxs vivxs. No se sabe, al día de hoy, qué fue de ellxs, quiénes se lxs llevaron, a dónde, por qué, con qué derecho. La tragedia vivida en aquel pueblo, uno de los más pujantes del norte del Tolima, con una gran riqueza productiva y agrícola, mató y desplazó a 25.000 personas, aproximadamente. Las cifras en las tragedias nunca son precisas. Lo cierto es que, en un abrir y cerrar de ojos, un pueblo entero al que no se le avisó que una avalancha venía en camino fue borrado del mapa. El mundo de todas esas familias también se hizo pedazos.
Vi las ruinas de lo que hace 39 años fue un hogar, una radio, una iglesia, un barrio, una comunidad; los muros congelados en el tiempo me erizaron la piel. Imaginé lo que estaba sucediendo minutos antes de que llegara el río de lodo y piedras. Me pregunté si, quizá, alguna niña, igual que yo en aquel fatídico 1985, hacía planes para ir a dormir a casa de su mejor amiga. Estar ahí, en ese gran cementerio, en medio de aquellas ruinas que pronto podrán convertirse en bien de interés cultural de la nación, me conectó con aquella parte de mi historia, que es la de tantos miles de personas que, a partir de entonces, han vivido con ese dolor adherido al cuerpo: el de la pérdida, el del sinsentido, el de la fragilidad. Y, también, con la conciencia de que la vida es prestada, aunque suene a cliché, y que la muerte no avisa, irrumpe.
Entre las ruinas de Armero vi un árbol frondoso que había crecido en medio de lo que antes pudo haber sido una habitación, una sala, la cocina. Y ello me hizo pensar en las tantas madres, hijxs, padres y nietxs que, al sobrevivir, recogieron los pedacitos que les quedó de ese mundo y, como pudieron, los usaron para reconstruir uno nuevo. Viendo ese árbol en medio de las ruinas recordé el gran poder que tenemos los animales humanos para abrazar el dolor y transformarlo en fuerza, en vida.
* Artista e historiadora cartagenera, doctora en Creatividad Aplicada. Viceministra de los Patrimonios, las memorias y la gobernanza cultural del Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes.
El 19 de septiembre de 1985 yo tenía 7 años y, en 90 segundos, mi mundo se hizo pedazos. A las 7:19 de la mañana me estaba poniendo los zapatos. Pensaba en que, cuando llegara al colegio a las 8, iba a decirle a Tania, mi mejor amiga, que quería quedarme a dormir en su casa el fin de semana. Imaginando lo que haríamos, de repente, me empecé a sentir mareada. No entendía por qué mi cuerpo giraba, pero no me caía. A mi alrededor todo se movía cada vez con más fuerza. De pronto se escuchó una especie de explosión que me aterrorizó. Después lo sabría: la gran biblioteca de la casa del lado se había desplomado. Salí disparada y, como pude, bajé las escaleras mientras escuché gritar a mi padre desde la cocina: “¡Rápido, a los marcos de las puertas!”. Corrí a buscar su cobijo. Juntos, perplejos, abrazados durante esos infinitos segundos veíamos cómo el patio de la casa se sacudía y pendulaba al mismo tiempo. Es una imagen que ha permanecido intacta en mi recuerdo. “¿Por qué pasa esto, papi?”, le pregunté en medio de esa confusión mental sin precedentes, y con un miedo en el cuerpo que jamás había sentido -y que no sé si se alguna vez se fue-. “Es la fuerza de la Naturaleza, hija”, me respondió con la voz contenida. En ese momento aún no habíamos visto la destrucción que estaba dejando a su paso aquel terremoto de 8,1 grados en la escala de Richter, el más violento en la historia de México y el más fuerte en intensidad en todo el hemisferio norte durante el siglo XX.
A las 7:21 todo se había detenido. También la vida. Había un estruendoso silencio que nos impedía emitir palabras. La Madre Naturaleza había hablado. Minuto y medio bastaron para escucharla decir que no somos nada; que en cualquier momento todo lo conocido, todo lo amado, los planes de futuro, las esperanzas podrían diluirse sin previo aviso. Los 17 millones de personas que estuvimos ahí, presentes, nunca más volvimos a ser lxs mismxs. Sentimos en las entrañas la absurda y, a la vez, hermosa fragilidad que nos conforma. Algunxs tuvimos la fortuna de no haber quedado atrapadxs entre los escombros. Otrxs quizá nunca supieron cómo acabó la película. No les dio tiempo de percartarse. Y hubo quienes, durante días, agonizando, resistieron y fueron rescatadxs. Pero, nosotrxs, estábamos vivxs. ¿Por qué mi familia sí y “esxs otrxs” no? ¿Qué lotería es ésta? No sé, no sabemos, nunca lo sabremos. ¿Qué significa estar viva? Desde aquel 19 de septiembre esa pregunta me ronda la cabeza con más frecuencia de lo que me gustaría.
Las horas infinitas que le sucedieron a la tragedia estuvieron plagadas de réplicas. La mayor sucedió en la noche del 20 de septiembre y sería bautizada como el “terremato”: 7,3 grados terminaron de arrasar con barrios enteros en una ciudad que aún estaba en shock por lo vivido. Podría escribir un libro sobre los inmensos aprendizajes personales y colectivos que dejó el proceso de reconstrucción de la ciudad de México. También podría hablar de la inquietud que se quedó a vivir en el cuerpo. Durante días y años en los tránsitos habituales por la ciudad, la contundencia de la realidad nos impedía olvidar lo sucedido: edificios colapsados, parques ocupados por personas damnificadas, brigadas de socorristas, simulacros en todos los colegios. Contábamos las grietas en las paredes de las viviendas, supermercados y oficinas; escuchábamos historias de sobrevivientes y milagros, noticias de espantosas desapariciones. El país tenía la cuenta abierta, siempre, de lxs muertxs que se iban acumulando en el Estadio Azteca mientras eran identificadxs, y que aumentaba conforme avanzaba la remoción de escombros. La vida nunca volvió a ser la misma a partir de entonces.
El fin de semana pasado acompañé la conmemoración por los 39 años de la tragedia de Armero, organizada por el Ministerio de las Culturas, las artes y los saberes. El 13 de noviembre, también de 1985, muchos niñxs, igual que yo, experimentaron el mismo pánico, la misma perplejidad frente a la descomunal fuerza de la Naturaleza. Otrxs, como Omayra, la vivieron durante unos minutos, unas horas, unos días que debieron ser la peor de las torturas. No quiero ni imaginarlo. Y más de 500 niñxs desaparecieron a pesar de que fueron rescatadxs vivxs. No se sabe, al día de hoy, qué fue de ellxs, quiénes se lxs llevaron, a dónde, por qué, con qué derecho. La tragedia vivida en aquel pueblo, uno de los más pujantes del norte del Tolima, con una gran riqueza productiva y agrícola, mató y desplazó a 25.000 personas, aproximadamente. Las cifras en las tragedias nunca son precisas. Lo cierto es que, en un abrir y cerrar de ojos, un pueblo entero al que no se le avisó que una avalancha venía en camino fue borrado del mapa. El mundo de todas esas familias también se hizo pedazos.
Vi las ruinas de lo que hace 39 años fue un hogar, una radio, una iglesia, un barrio, una comunidad; los muros congelados en el tiempo me erizaron la piel. Imaginé lo que estaba sucediendo minutos antes de que llegara el río de lodo y piedras. Me pregunté si, quizá, alguna niña, igual que yo en aquel fatídico 1985, hacía planes para ir a dormir a casa de su mejor amiga. Estar ahí, en ese gran cementerio, en medio de aquellas ruinas que pronto podrán convertirse en bien de interés cultural de la nación, me conectó con aquella parte de mi historia, que es la de tantos miles de personas que, a partir de entonces, han vivido con ese dolor adherido al cuerpo: el de la pérdida, el del sinsentido, el de la fragilidad. Y, también, con la conciencia de que la vida es prestada, aunque suene a cliché, y que la muerte no avisa, irrumpe.
Entre las ruinas de Armero vi un árbol frondoso que había crecido en medio de lo que antes pudo haber sido una habitación, una sala, la cocina. Y ello me hizo pensar en las tantas madres, hijxs, padres y nietxs que, al sobrevivir, recogieron los pedacitos que les quedó de ese mundo y, como pudieron, los usaron para reconstruir uno nuevo. Viendo ese árbol en medio de las ruinas recordé el gran poder que tenemos los animales humanos para abrazar el dolor y transformarlo en fuerza, en vida.
* Artista e historiadora cartagenera, doctora en Creatividad Aplicada. Viceministra de los Patrimonios, las memorias y la gobernanza cultural del Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes.