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Por: Cecilia Dimaté*
En 1927, Werner Heisenmber formuló el Principio de incertidumbre, planteando que es imposible determinar con exactitud dos variables de un mismo fenómeno; por ejemplo, posición y velocidad. Este enunciado dialogaba con los cuestionamientos de Poincaré (1903), acerca de si el sistema solar sería estable eternamente y el subsecuente reconocimiento de que existían elementos relacionados en lo que no era posible predecir los resultados, en tanto, pequeños cambios en las condiciones iniciales podrían provocar transformaciones sustanciales en los resultados. Para no ir más lejos, uno de ellos era el correspondiente a las epidemias.
Posteriormente, en la década de 1950, las ciencias físicas abrieron el espectro de su interés para ahondar en el estudio de la conocida teoría del caos, reafirmando, ante la comunidad científica, la imposibilidad del control y la predicción absoluta sobre los fenómenos de toda índole. El mundo empezó a verse –entonces– de manera compleja y el estudio de lo incierto comenzó a formar parte del interés de los científicos, así como la comprensión de que la investigación científica no podía ser totalizante ni universalista, so pena de caer en un reduccionismo rampante. Hoy la incertidumbre no es asunto privativo de la ciencia, sino que forma parte de la vida cotidiana; se instaló en nuestra propia casa, hasta el punto que pareciera ser la única certeza que tiene actualmente la humanidad.
En medio de la monumental incertidumbre generada por la COVID-19, la educación ha sido interpelada y afectada, ya sea por la importancia que tiene para la formación de los ciudadanos o, simplemente, porque es destinataria ad hoc de todos los reclamos que la sociedad formula cuando se siente atacada, fracasada o impotente. Pero la incertidumbre no tiene excepciones. Eso lo empezó a comprender la escuela, hace ya algunos años, porque la cotidianidad del maestro siempre acarrea sorpresas: un niño triste, una pregunta inesperada, un padre enojado por la tarea en casa incomprendida y un sinfín de situaciones que obligan al educador a trabajar con las certezas transitorias de su saber, pero con cierto nivel de incertidumbre periódicamente renovada.
La universidad ha tardado más tiempo en esta comprensión, pues la tradición de las ciencias que porta el maestro universitario, y la distancia que tiene con sus estudiantes, le han permitido navegar por aguas que supuso más seguras. La realidad de la COVID-19 cambió abruptamente, para unos y otros, ese lento aprendizaje de la incertidumbre cotidiana de la docencia. De un solo golpe, el salón de clase pasó a nuestras casas; la certeza del saber se vio vulnerada por el recurso virtual; el tiempo disponible para la formación del ser humano –privilegiado en la educación presencial– se vio limitado por la eficiencia de las plataformas digitales: hoy los maestros pasan de héroes a villanos en cuestión de un pantallazo.
La docencia conlleva una naturaleza pública, en tanto, involucra grupos humanos que encuentran en el maestro un referente que se sigue, se cuestiona o se rechaza; el maestro exhibe ante sus estudiantes su saber y su persona y, por tanto, está expuesto a su juicio, que bien ha sabido manejar, poniendo por encima su propósito de formación. El maestro no se queja por esta condición; la asume. Entrega su saber sin condiciones; busca caminos para dejar su legado académico y humano, convencido que sus discípulos llevarán a futuro lo aprendido y una parte de su ser: conocimiento exigente, sabio, cumplido, creativo, optimista y generoso.
La COVID-19 exigió que la naturaleza pública del maestro superara los linderos del espacio laboral, pues hasta ahora no había sido obligado a abrir su casa; con generosidad, abrió la puerta para recibir a todos en la improvisada aula de clase en que ha convertido su hogar y desde la cual atiende a sus estudiantes. Estos pueden llegar a ser muchos; veinte, cuarenta, cien o más íconos en la pantalla representan ahora a sus discípulos; veinte, cuarenta, cien o más angustias, afectos, rencores, preocupaciones; seres motivados o desinteresados, que esperan que su maestro los convenza, les enseñe, los atienda, los entienda.
Cada uno de nosotros, maestros de la presencialidad, hemos hecho un esfuerzo enorme: preparamos clase –ahora– sin recursos físicos para compartir con nuestros estudiantes; organizamos el estudio, la sala, el comedor, algún espacio posible de ser “aulificado”. Sacamos el máximo provecho del computador y de nuestra poca o mucha habilidad para usar un medio virtual, a lo sumo dos, si es que algún día pudimos ojear un curso de esos que solo dan instrucciones; algunos de ellos, inclusive, descifrables solo por expertos. Recibimos a los estudiantes, cumplidamente como lo hemos hecho en el aula física y ponemos el alma en esa pantalla, intentando compartir el saber, intentando incidir en el proceso de humanización de quienes esperan todo de nosotros, al otro lado de la terminal tecnológica que nos comunica.
Corren tiempos angustiosos y agobiantes, por lo que se hace imprescindible, como maestros, darnos un respiro, y que la sociedad nos ofrezca la oportunidad de seguir dando lo mejor que tenemos: nuestra subjetividad, nuestra reflexión, nuestro saber, es decir, nuestro ser mismo, que va más allá de cualquier remuneración o reconocimiento, legítimamente obtenidos. Nos va la vida en ello, expresaba Luis Eduardo Aute, el cantautor que nos acaba de dejar: Cierto que hui de los fastos y los oropeles, y que jamás puse en venta ninguna quimera; siempre evité ser un súbdito de los laureles, porque vivir era un vértigo y no una carrera…
*Decana de la Facultad de Ciencias de la Educación, docente de la Maestría en Educación y de la Maestría en Economía y Política de la Educación de la Universidad Externado de Colombia.