Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
A partir de las elecciones en Estados Unidos, me pregunto sobre la idea del éxito, lo que significa esta victoria y se me vienen, rotundas, las palabras de Pasolini: “Ante este mundo de ganadores vulgares y deshonestos, de prevaricadores falsos y oportunistas, de gente importante, que ocupa el poder, que escamotea el presente, ni qué decir el futuro, de todos los neuróticos del éxito, del figurar, del llegar a ser. Ante esta antropología del ganador de lejos prefiero al que pierde”. Un triunfo que es un parteaguas de la época. Se habla de crisis, de fenómenos inflacionarios, pero son dos los factores que crearon la tormenta perfecta: el machismo y el racismo.
El voto masculino —hombres blancos y latinos— le aseguró la victoria al líder republicano, según datos de CNN. Un hecho que desnuda una verdad dolorosa: las conquistas sociales —fruto del esfuerzo colectivo de décadas—, pueden perderse. Un análisis de esta semana en The New York Times se pregunta si alguna vez una mujer se convertirá en presidenta y si podrá romper —al fin— el techo de cristal. ¿Qué significa que una sociedad elija, en segundo mandato, a un candidato convicto —acusado de violencia sexual y conspiración contra la democracia—, por encima de una mujer —que ha dedicado su vida a defender la ley—, por primera vez en su historia? ¿Qué traduce que Hillary Clinton —en 2016— y Kamala Harris —ahora— no hayan conseguido derrotarlo?
Significa que la misoginia es real y que es combustible para que hoy las mujeres estén a punto de perder por completo la autonomía sobre sus cuerpos si esta persecución no se detiene. La escritora Siri Hustvedt acaba de declarar: “Ha tildado a las mujeres de cerdas, gordas y animales asquerosos. Insultos dirigidos a aquellas que ocupan cargos de poder genuino. La misoginia es una vieja enfermedad: la bruja y el chivo expiatorio. Harris pudo haber ganado, pero la misoginia implícita y explícita está peligrosamente diseminada. Ahora lo sabemos: el odio ganó”.
Por eso, hoy es necesaria una organización colectiva que pueda hacer frente a la retórica depredadora —de talante antiintelectual y antipolítico—, contra los derechos humanos, y el medio ambiente que se esparce descontrolada por redes sociales. Ahora son urgentes redes comunitarias de amor y solidaridad que resistan la plutocracia y la codicia sin límites de estos señores (Bezos y Musk) para los que Trump gobernará, y que planean seguir profundizando las desigualdades y la pobreza. La ensayista Rebecca Solnit dice que lo menos relevante ahora es preguntarse por lo que falló en la campaña demócrata. “El trabajo no es ganar, no es lo primero. Es reconstruirse para ponerse en condiciones de volver a ganar. No es un buen momento para hablar de esperanza, pero es un gran día para elegir no rendirse”.
Por estos días, algunos analistas han pensado en Margaret Mead, la antropóloga norteamericana que expuso que el primer signo de civilización de la especie humana estaba en realidad en un fémur que se fracturó y sanó. El hallazgo de un hueso había permitido inferir que, en la antigüedad, alguien más había cuidado de esa persona para que pudiera sanar.
Estos son, también, momentos para recordar que la comunidad sostiene y hace posible la vida. Vuelvo a las palabras del cineasta: “Pienso que es necesario educar a las nuevas generaciones en el valor de la derrota, en la humanidad que de ella emerge. En construir una identidad capaz de advertir una comunidad de destino, en la que se pueda fracasar y volver a empezar sin que el valor y la dignidad se vean afectados”.
Luego de victorias así, se dignifica la derrota: se rechaza con más fuerza la crueldad, la estupidez y la mentira. Como tantas veces en el pasado, las mujeres se paran y resisten. Como declaró la vicepresidenta ante una comunidad estudiantil: “Nunca escuchen a nadie que les diga que algo es imposible porque nunca antes se ha hecho”. Algo me dice que esta historia —por supuesto, con sus singularidades históricas—, ya nos la habían contado antes.