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No deja de ser extraordinariamente significativo el dato que Colombia, la única nación en el mundo que en la letra de su himno nacional se refiere de manera expresa “al que murió en la cruz”, haya conmemorado el 33 aniversario de la aprobación de la Constitución con la celebración de un magno evento organizado por la Corte en la biblioteca Luis Ángel Arango. La muerte de Cristo en la cruz a la edad de 33 años, además de dar cumplimiento a la profecía de la que nace una religión nueva (el cristianismo) por la reforma de otra vieja (el judaísmo), es el parámetro de referencia que en nuestra cultura marca la llegada de la madurez. Celebramos entonces que la Constitución colombiana ha alcanzado la madurez, pero ¿qué es y qué significa la madurez de una Constitución?
Fue el célebre doctrinario francés Royer Collar quien, según cuentan las crónicas, en cierta ocasión paró en seco a un encolerizado Víctor Hugo espetándole a la cara: “señor, en la madurez no se lee, se relee”. Y es que la madurez es eso, la capacidad de enjuiciar las cosas desde lo que ya está escrito, la posibilidad de construir desde los cimientos de lo que ya hay, la cualidad de aprender lo nuevo desde lo que ya tenemos. En suma, el hecho de encauzar el cambio desde la permanencia de lo que existe y merece continuar, el conseguir un equilibrio entre lo que se innova y lo que queda.
Por eso justamente la Constitución colombiana de 1991 ha adquirido la madurez 33 años después de su redacción inicial, y ello nos permite hoy a los colombianas y a los colombianos afrontar los azarosas singladuras de la política provistos de un sólido timón (en latín gubernaculum) que confiere estabilidad democrática a una voluntad colectiva construida desde el consenso nacional. Un eufemismo que tiene mucho que ver con el carácter agitado y por veces tormentoso de la circunstancia política de las naciones. Con frecuencia olvidamos cuál es el único propósito al que sirve la Constitución.
Instrumento de Gobierno se llamaba la primera Constitución moderna, la de Oliverio Cromwell, redactada en 1653, antes incluso de que el término Constitución adquiriera su actual dominio significativo a raíz de la revolución norteamericana. Y es que la Constitución es el instrumento que en democracia pone en manos del pueblo el control de los derroteros de esa nave colectiva que es el Estado. En democracia, el pueblo es a la vez gobernante y gobernado, soberano y súbdito, pero lo es de manera diferente y temporalmente separada. Es así como se erige en soberano cuando elabora la Constitución en calidad de Poder Constituyente, cuando elige una asamblea nacional para redactar una nueva constitución que el mismo refrendará luego. Súbdito lo es cuando queda sometido a la Constitución, cuando interviene como poder limitado y no puede hacer otra cosa que lo que estrictamente le dicta la Constitución. Entre esos cometidos limitados está el fundamental de elegir a los gobernantes, al presidente y a los parlamentarios, y el de depositar en ellos un trust (confianza) para que cumplan sus objetivos en el marco de la Constitución. En eso consiste el autogobierno democrático y esa es exactamente la esencia del Estado Constitucional al que la Corte Constitucional rinde también servicio como garante último de su cumplimiento.
En 33 años de vida, la Constitución política de Colombia ha alcanzado madurez porque ha construido todo el instrumental democrático que le permite operar en favor de la consecución del Estado Social, que le posibilita articular la regionalización, que le lleva a profundizar en la democracia y acabar con el clientelismo personalista. Pero eso no quiere decir que la Constitución lo haya conseguido todo, que no exista injusticia, corrupción o un centralismo abusivo. La madurez no es la felicidad, es simplemente el hecho de disponer de los medios necesarios para que los hombres arreglen democráticamente sus problemas (autogobierno democrático).
El Estado Constitucional no es el Estado perfecto, solo supone la existencia de una base sólida y consensuada desde la que promover las transformaciones que Colombia precisa en función de las diferentes ideologías conservadora, socialista, ecologista. Las transformaciones destinadas a ubicar la Presidencia en la Constitución, a reformar el Congreso y los partidos, a evitar que el Consejo de Estado suplante a la Corte Constitucional o la voluntad popular expresada democráticamente, en definitiva a dar cumplimiento a lo que la doctrina alemana llama “reserva de Constitución”, o las medidas tendentes a asegurar el servicio público de movilidad a todos los colombianos, o a procurar los medios que hagan efectiva la sostenibilidad ecológica, el agua o la sanidad a todos los colombianos y colombianas.
Por eso no es correcto intentar destruir la Constitución cuando está madura. No es legítimo convocar a un Proceso Constituyente sin consenso previo, menos aún cuando la iniciativa no procede de la sociedad sino de un poder del Estado constituido. Y no lo es porque lo desaconsejan los libros y la experiencia de la historia. Los libros, porque como explica Carlos Marx en su formidable ensayo El 18 de Brumario de Luis Napoleón Bonaparte -posiblemente uno de los mejores libros de derecho constitucional nunca escrito–, un proceso constituyente subrepticio lleva inexorablemente a la dictadura. Igualmente, lo desaconseja la experiencia de lo que a través de Montesquieu conocemos como anti-ejemplos (un ejemplo de lo que no se debe hacer y sus terribles consecuencias en caso de hacerlo). Un anti-ejemplo que en esta ocasión ofrece sus enseñanzas en Chile, donde a base de hacer procesos constituyentes se ha terminado por destruir la Constitución, hasta hace poco patrimonio común y respetada por todos los ciudadanos de aquel país. Porque lo cierto es que hoy por hoy no existe alternativa a la Constitución democrática, ni en Colombia, ni en ninguna otra parte del mundo.
Colombia en los últimos 33 años se ha convertido, gracias a la Constitución de 1991, en la nación más estable, más equilibrada y más democrática de toda la América que habla español y también portugués.
Colombia se encuentra en condiciones de hacer realidad el sueño de Tocqueville, que profetizaba para las naciones del antiguo Imperio español un futuro prometedor si ponían fin a las discordias civiles interiores y se organizaban en torno a una Constitución.
Colombia la tiene ¿Puede alguien ofrecer otra alternativa mejor que cumplirla, respetarla y acatarla?
* Eloy García es doctor en Derecho Constitucional y ciudadano colombiano y español. Desde hace 25 años dirige la colección Clásicos del Pensamiento de TECNOS, entre cuyos 183 títulos se encuentra el libro de Egon Zwieg La Teoría del Poder Constituyente, que recientemente viene aconsejando leer el presidente Petro.
Por Eloy García*
