Por Sven Schuster*
Desde que llegué a Colombia, hace más de cuatro años, se escuchan lamentos acerca de la forma como se mide la producción académica en las universidades. En su última columna en El Espectador, titulada “Publica y muere”, Julián López de Mesa hace eco de las crecientes quejas, insinuando que las universidades de élite privilegian cada vez más los indicadores de producción académica encima de la docencia. Según el columnista, esta tendencia ha llegado al extremo de exigir hasta cuatro artículos de los profesores en revistas indexadas por año. Además, sostiene que los estudiantes no reciben nada a cambio, ya que lo que importaría a los dirigentes de las universidades son los ránquines internacionales y no la enseñanza. Esta política también llevaría a la contratación de un número creciente de profesores extranjeros, debido a las redes académicas que traen. Según la lógica del sistema, estos profesores mejorarían aún más la posición de las universidades en los ránquines, aunque sean pésimos educadores y sus artículos –escritos en inglés– sólo sean visibles dentro de la comunidad académica. Al final, concluye que es “un absurdo contratar a extranjeros para que nos expliquen quiénes somos nosotros mismos”.
Aunque comparto algunas de estas críticas, quisiera aprovechar este espacio para expresar mi profundo rechazo al argumento principal del columnista, léase: la academia colombiana debería dejar de contratar extranjeros y dedicarse a publicar artículos en castellano y sobre temáticas nacionales. Por un lado, es evidente que el sistema académico colombiano sufre de graves problemas. No es ningún secreto que la inversión estatal en ciencia y tecnología es pobre, que la presión de publicar en revistas indexadas es cada vez más fuerte y que se observa un bizarro “culto de los ránquines” en las universidades. No obstante, en contraste con estas críticas legítimas, los argumentos relacionados con la “importación de extranjeros” son flojos e incluso xenofóbicos. La triste verdad es que Colombia sigue siendo un país con un porcentaje bajo de extranjeros ocupados en la academia. Según datos del MEN (2013), menos del 8 % del personal docente es de origen extranjero en Colombia. Aunque es probable que este número haya crecido en los últimos años, todavía está muy por debajo de las cifras de potencias académicas como Estados Unidos, Gran Bretaña o Alemania, cuya fuerza en ciencia y tecnología radica precisamente en su capacidad de posicionarse como destinos académicos atractivos. Pienso que en el contexto de una economía global del conocimiento no es un lujo sino una necesidad abrirse al mundo y fomentar la construcción de redes académicas transnacionales. Si Colombia realmente quiere cumplir con las metas fijadas por la OCDE, debería facilitar la contratación de más profesores extranjeros, no para subir en los ránquines, sino simplemente para superar su provincialismo académico en todos los campos, incluyendo las humanidades. Los profesores extranjeros, con sus perspectivas diferentes y sus capacidades lingüísticas, también ayudarían a los estudiantes colombianos a sobrevivir en un mundo globalizado.
En el caso de mi propia disciplina, la historia, muchas de las investigaciones producidas en Colombia sufren de un fuerte nacionalismo metodológico, que sólo reconoce el Estado-nación como marco analítico. Muy pocos trabajos indagan sobre las múltiples conexiones transnacionales que han marcado la realidad del país en los últimos 200 años. Ya me ha pasado que me rechazaron proyectos de corte global y pensados para ser publicados en inglés, porque no “aportan nada para el país”, como si “explicar quiénes somos nosotros mismos” fuera la única pregunta de investigación legítima. En este tipo de juicios se refleja toda la pobreza de una academia inmersa en un provincialismo penoso. En general, debo decir que hay un ambiente complicado para investigadores extranjeros en el país. Mientras mi universidad me ha dado todo el apoyo para investigar y enseñar con dedicación, las entidades estatales que supuestamente están para fomentar la actividad científica solo me han puesto piedras en el camino.
Así, Colciencias me excluyó de una convocatoria binacional por ser extranjero, no sin antes intentar lo mismo con los pares alemanes de la Universidad de Múnich. Pues, según esta entidad, no eran “alemanes de verdad”, sino austríacos y peruanos. No les importaba que en ambos casos se trataba de profesores de planta integrados en el sistema científico alemán. Como si no bastara con este tipo de discriminación, el MEN me está negando la convalidación de mis títulos universitarios hasta hoy. A pesar de haber pagado enormes sumas por el trámite y de haber esperado durante dos años y cuatro meses, sus funcionarios todavía no han tenido la merced de pronunciarse al respecto. No creo que sea el único caso. Estos ejemplos muestran que Colombia no está preparada para acoger académicos extranjeros, aunque la necesidad debería ser evidente para un país cuyo proyecto de desarrollo lo demanda urgentemente. Las desafortunadas palabras de Julián López de Mesa son entonces sintomáticas de un problema mucho mayor.
*Profesor de Historia, Universidad del Rosario.
Por Sven Schuster*
Desde que llegué a Colombia, hace más de cuatro años, se escuchan lamentos acerca de la forma como se mide la producción académica en las universidades. En su última columna en El Espectador, titulada “Publica y muere”, Julián López de Mesa hace eco de las crecientes quejas, insinuando que las universidades de élite privilegian cada vez más los indicadores de producción académica encima de la docencia. Según el columnista, esta tendencia ha llegado al extremo de exigir hasta cuatro artículos de los profesores en revistas indexadas por año. Además, sostiene que los estudiantes no reciben nada a cambio, ya que lo que importaría a los dirigentes de las universidades son los ránquines internacionales y no la enseñanza. Esta política también llevaría a la contratación de un número creciente de profesores extranjeros, debido a las redes académicas que traen. Según la lógica del sistema, estos profesores mejorarían aún más la posición de las universidades en los ránquines, aunque sean pésimos educadores y sus artículos –escritos en inglés– sólo sean visibles dentro de la comunidad académica. Al final, concluye que es “un absurdo contratar a extranjeros para que nos expliquen quiénes somos nosotros mismos”.
Aunque comparto algunas de estas críticas, quisiera aprovechar este espacio para expresar mi profundo rechazo al argumento principal del columnista, léase: la academia colombiana debería dejar de contratar extranjeros y dedicarse a publicar artículos en castellano y sobre temáticas nacionales. Por un lado, es evidente que el sistema académico colombiano sufre de graves problemas. No es ningún secreto que la inversión estatal en ciencia y tecnología es pobre, que la presión de publicar en revistas indexadas es cada vez más fuerte y que se observa un bizarro “culto de los ránquines” en las universidades. No obstante, en contraste con estas críticas legítimas, los argumentos relacionados con la “importación de extranjeros” son flojos e incluso xenofóbicos. La triste verdad es que Colombia sigue siendo un país con un porcentaje bajo de extranjeros ocupados en la academia. Según datos del MEN (2013), menos del 8 % del personal docente es de origen extranjero en Colombia. Aunque es probable que este número haya crecido en los últimos años, todavía está muy por debajo de las cifras de potencias académicas como Estados Unidos, Gran Bretaña o Alemania, cuya fuerza en ciencia y tecnología radica precisamente en su capacidad de posicionarse como destinos académicos atractivos. Pienso que en el contexto de una economía global del conocimiento no es un lujo sino una necesidad abrirse al mundo y fomentar la construcción de redes académicas transnacionales. Si Colombia realmente quiere cumplir con las metas fijadas por la OCDE, debería facilitar la contratación de más profesores extranjeros, no para subir en los ránquines, sino simplemente para superar su provincialismo académico en todos los campos, incluyendo las humanidades. Los profesores extranjeros, con sus perspectivas diferentes y sus capacidades lingüísticas, también ayudarían a los estudiantes colombianos a sobrevivir en un mundo globalizado.
En el caso de mi propia disciplina, la historia, muchas de las investigaciones producidas en Colombia sufren de un fuerte nacionalismo metodológico, que sólo reconoce el Estado-nación como marco analítico. Muy pocos trabajos indagan sobre las múltiples conexiones transnacionales que han marcado la realidad del país en los últimos 200 años. Ya me ha pasado que me rechazaron proyectos de corte global y pensados para ser publicados en inglés, porque no “aportan nada para el país”, como si “explicar quiénes somos nosotros mismos” fuera la única pregunta de investigación legítima. En este tipo de juicios se refleja toda la pobreza de una academia inmersa en un provincialismo penoso. En general, debo decir que hay un ambiente complicado para investigadores extranjeros en el país. Mientras mi universidad me ha dado todo el apoyo para investigar y enseñar con dedicación, las entidades estatales que supuestamente están para fomentar la actividad científica solo me han puesto piedras en el camino.
Así, Colciencias me excluyó de una convocatoria binacional por ser extranjero, no sin antes intentar lo mismo con los pares alemanes de la Universidad de Múnich. Pues, según esta entidad, no eran “alemanes de verdad”, sino austríacos y peruanos. No les importaba que en ambos casos se trataba de profesores de planta integrados en el sistema científico alemán. Como si no bastara con este tipo de discriminación, el MEN me está negando la convalidación de mis títulos universitarios hasta hoy. A pesar de haber pagado enormes sumas por el trámite y de haber esperado durante dos años y cuatro meses, sus funcionarios todavía no han tenido la merced de pronunciarse al respecto. No creo que sea el único caso. Estos ejemplos muestran que Colombia no está preparada para acoger académicos extranjeros, aunque la necesidad debería ser evidente para un país cuyo proyecto de desarrollo lo demanda urgentemente. Las desafortunadas palabras de Julián López de Mesa son entonces sintomáticas de un problema mucho mayor.
*Profesor de Historia, Universidad del Rosario.