Dilan, Javier, Lucas y el nuevo cuarto poder: el celular
Farouk Caballero
Dilan, Javier, Lucas y el nuevo cuarto poder: el celular
Por: Farouk Caballero
Con la llegada de los celulares, la humanidad entró en una etapa de conectividad jamás vista y ya no fue necesario pensar para existir. Hoy corregimos a Descartes, pues solo existimos si estamos conectados a alguna red social. Esta realidad, además, acabó con el imperio de la prensa tradicional y logró que fuesen los ciudadanos los que administraran el cuarto poder: el periodismo. Ese cuarto poder nació para acompañar a los tradicionales ejecutivo, legislativo y judicial cuando renunció, a la presidencia de Estados Unidos, Richard Nixon.
La renuncia se produjo porque dos reporteros de The Washington Post, Robert Woodward y Carl Bernstein, lograron responsabilizar a Nixon del escándalo Watergate. Los periodistas investigaron, la conspiración se reveló, el pueblo conoció la historia y pidió explicaciones; entonces, el presidente más poderoso del mundo dimitió. Ese episodio histórico fue reinterpretado en Colombia por Javier Darío Restrepo; él enfatizó que el periodismo no era el cuarto poder, pues era el pueblo el que, una vez informado, ejercía control político y derrocaba desde jefes de Estado hacia abajo.
Hay que precisar que Javier Darío Restrepo no tuvo en cuenta que el pueblo informado era una minoría privilegiada, pues comprar el periódico, tener televisor o tiempo para escuchar la radio siempre ha sido un privilegio de clase y no un rasgo común de la mayoría de colombianos, quienes dedican sus 24 horas a sobrevivir y no a informarse. Por esto, no son pocas las familias en Colombia que desconocen que nuestra nación se ha caracterizado, desde su fundación, por estar ligada a la violencia. Las masacres de colombianos, a manos de otros colombianos, han sido parte de nuestro paisaje desde que se bautizó esta patria en homenaje a uno de los marineros más desubicados de la historia: Cristóbal Colón.
Los ríos colombianos se transformaron, por el actuar de los asesinos, en cementerios fluviales. Colombia ha sido bautizada como la fosa común más grande del mundo, pues desde la Guerra de los Mil Días (1899-1902), todas las generaciones de colombianos hemos crecido en un suelo violento. Sin embargo, tanto horror sufrido es desconocido en muchas regiones, pues en esos lugares parecía que el horror fuese de otro país y que las víctimas no fuesen nuestros compatriotas.
Ese escenario de desinformación se terminó con la llegada del celular. El monopolio informativo que ostentaban los medios de comunicación llegó a su fin cuando un teléfono móvil pudo conectarse a las redes, crear contenidos para millones de personas y, sin tener que llevar el carné de un medio, informar. La información se democratizó con el celular y las redes sociales. El cuarto poder abandonó la gran prensa, esa que muchas veces es más gobiernista que el gobierno, y se posó en las manos de los ciudadanos.
Este era el panorama tecnológico cuando llegó el estallido social a Colombia en 2019. Las marchas multitudinarias colmaron, por decepción legítima, las avenidas de las capitales. En Bogotá, la carrera séptima se llenó con colores y consignas juveniles que reclamaban contra el trato rastrero que el gobierno Duque les ha dado. Esto generó que los Escuadrones Móviles Antidisturbios (ESMAD) dispararan de forma inmisericorde contra los colombianos que marchaban. Un disparo de un arma “no letal” impactó en la cabeza de Dilan Cruz y lo asesinó.
La historia de Dilan sería desconocida sin los celulares. Sin esos aparatos, el país no hubiese visto cómo fue que un miembro del ESMAD le apuntó a la cabeza, disparó y acabó con su vida. El descontento por esta muerte se generalizó y las manifestaciones en las calles volvieron con más fuerza, pero llegó la pandemia. El COVID-19 le regaló tiempo al gobierno y, además, dispersó a los manifestantes y los obligó a quedarse en casa. El escenario era ideal para avanzar en políticas sociales, pero un par de celulares volvieron a captar el pleonasmo más colombiano que existe: la brutalidad policial. El 8 de septiembre de 2020, una cuadrilla de la Policía Nacional decidió extinguir la vida de Javier Ordóñez. Ese caso no se conocería si sus amigos no graban, con celulares, la golpiza que los agentes le propinaron con sevicia. Una vez más las imágenes llegaron y el país salió a las calles para decirles a los gobernantes que el hartazgo general era insoportable.
Lucas Villa y los abusos del nuevo cuarto poder
La situación se hacía, cada día, más efervescente y el 28 de abril de 2021 inició una protesta social sin precedentes en Colombia. Los jóvenes, los indígenas, las comunidades afro, los estudiantes, las mujeres, los campesinos, los trabajadores, el personal de salud, los transportadores y una cantidad enorme de sectores sociales marcharon al mismo compás y gritaron al unísono a lo largo y ancho del país. Nuestra característica brutalidad policial reapareció y esta vez contó con la complicidad de los colombianos que se creen dueños del otro y que, inclusive, disparan contra los que se atreven a pensar y exponer públicamente su inconformismo. Esos colombianos dejaron otras dos historias captadas con celulares: el asesinato del estudiante Lucas Villa y los disparos de Andrés Escobar contra los marchantes.
La imagen de Villa quedó como símbolo de las víctimas del paro y la imagen de Escobar, pistola en mano, quedó como símbolo de la “gente de bien”. Villa fue asesinado y Escobar hizo gira de medios nacionales con la venia de los periodistas que apoyan al gobierno y le dan la espalda al pueblo. Estos casos, nunca aislados, representan un modus operandi de esa unión entre fuerza pública y élite económica. Esa amalgama es, precisamente, la que los celulares denuncian con imágenes incontrovertibles. Ese, ese es el nuevo cuarto poder colombiano, pues fueron los mismos ciudadanos los que le informaron al país cómo es que las armas del Estado, que pagan los contribuyentes, asesinan a los colombianos.
Con los celulares en mano el despertar llegó y cada vez más la desinformación mediática tradicional, usada muchas veces para vendar los ojos de la población, es menos efectiva. Por lo tanto, si los cambios sociales y políticos que se requieren en Colombia se dan realmente, esos cambios le deberán muchísimo al nuevo cuarto poder. Ahora bien, muchos devotos de la prensa grande afirman que esto es un foco de noticias falsas imparable y que con los celulares también se manipula al pueblo; quizá tengan razón, pero a ellos les pregunto: ¿acaso los medios tradicionales no manipulaban (manipulan) al pueblo? ¿No será que el problema es que ya no tienen el monopolio absoluto de la información?
Esquirla: los interrogantes anteriores marcan el novedoso camino informativo de hoy. Soy un creyente absoluto de que el periodismo como servicio a la ciudadanía es irremplazable. Puede mutar de formas y canales, pero es uno de los grandes aportantes eternos a las democracias. Por esto, hay que respaldarlo. Colombia requiere un periodismo no arrodillado, más bien erguido y señalador de los poderosos, y este periodismo se hace, pero también es bienvenido este nuevo espectro informativo de celular en mano. Quizá, esto no haga a toda persona con un celular un periodista, pero este panorama sí obliga a que el periodismo se replantee desde adentro para que entienda que su deber está más con la gente de a pie y menos con la gente de bien.
Dilan, Javier, Lucas y el nuevo cuarto poder: el celular
Por: Farouk Caballero
Con la llegada de los celulares, la humanidad entró en una etapa de conectividad jamás vista y ya no fue necesario pensar para existir. Hoy corregimos a Descartes, pues solo existimos si estamos conectados a alguna red social. Esta realidad, además, acabó con el imperio de la prensa tradicional y logró que fuesen los ciudadanos los que administraran el cuarto poder: el periodismo. Ese cuarto poder nació para acompañar a los tradicionales ejecutivo, legislativo y judicial cuando renunció, a la presidencia de Estados Unidos, Richard Nixon.
La renuncia se produjo porque dos reporteros de The Washington Post, Robert Woodward y Carl Bernstein, lograron responsabilizar a Nixon del escándalo Watergate. Los periodistas investigaron, la conspiración se reveló, el pueblo conoció la historia y pidió explicaciones; entonces, el presidente más poderoso del mundo dimitió. Ese episodio histórico fue reinterpretado en Colombia por Javier Darío Restrepo; él enfatizó que el periodismo no era el cuarto poder, pues era el pueblo el que, una vez informado, ejercía control político y derrocaba desde jefes de Estado hacia abajo.
Hay que precisar que Javier Darío Restrepo no tuvo en cuenta que el pueblo informado era una minoría privilegiada, pues comprar el periódico, tener televisor o tiempo para escuchar la radio siempre ha sido un privilegio de clase y no un rasgo común de la mayoría de colombianos, quienes dedican sus 24 horas a sobrevivir y no a informarse. Por esto, no son pocas las familias en Colombia que desconocen que nuestra nación se ha caracterizado, desde su fundación, por estar ligada a la violencia. Las masacres de colombianos, a manos de otros colombianos, han sido parte de nuestro paisaje desde que se bautizó esta patria en homenaje a uno de los marineros más desubicados de la historia: Cristóbal Colón.
Los ríos colombianos se transformaron, por el actuar de los asesinos, en cementerios fluviales. Colombia ha sido bautizada como la fosa común más grande del mundo, pues desde la Guerra de los Mil Días (1899-1902), todas las generaciones de colombianos hemos crecido en un suelo violento. Sin embargo, tanto horror sufrido es desconocido en muchas regiones, pues en esos lugares parecía que el horror fuese de otro país y que las víctimas no fuesen nuestros compatriotas.
Ese escenario de desinformación se terminó con la llegada del celular. El monopolio informativo que ostentaban los medios de comunicación llegó a su fin cuando un teléfono móvil pudo conectarse a las redes, crear contenidos para millones de personas y, sin tener que llevar el carné de un medio, informar. La información se democratizó con el celular y las redes sociales. El cuarto poder abandonó la gran prensa, esa que muchas veces es más gobiernista que el gobierno, y se posó en las manos de los ciudadanos.
Este era el panorama tecnológico cuando llegó el estallido social a Colombia en 2019. Las marchas multitudinarias colmaron, por decepción legítima, las avenidas de las capitales. En Bogotá, la carrera séptima se llenó con colores y consignas juveniles que reclamaban contra el trato rastrero que el gobierno Duque les ha dado. Esto generó que los Escuadrones Móviles Antidisturbios (ESMAD) dispararan de forma inmisericorde contra los colombianos que marchaban. Un disparo de un arma “no letal” impactó en la cabeza de Dilan Cruz y lo asesinó.
La historia de Dilan sería desconocida sin los celulares. Sin esos aparatos, el país no hubiese visto cómo fue que un miembro del ESMAD le apuntó a la cabeza, disparó y acabó con su vida. El descontento por esta muerte se generalizó y las manifestaciones en las calles volvieron con más fuerza, pero llegó la pandemia. El COVID-19 le regaló tiempo al gobierno y, además, dispersó a los manifestantes y los obligó a quedarse en casa. El escenario era ideal para avanzar en políticas sociales, pero un par de celulares volvieron a captar el pleonasmo más colombiano que existe: la brutalidad policial. El 8 de septiembre de 2020, una cuadrilla de la Policía Nacional decidió extinguir la vida de Javier Ordóñez. Ese caso no se conocería si sus amigos no graban, con celulares, la golpiza que los agentes le propinaron con sevicia. Una vez más las imágenes llegaron y el país salió a las calles para decirles a los gobernantes que el hartazgo general era insoportable.
Lucas Villa y los abusos del nuevo cuarto poder
La situación se hacía, cada día, más efervescente y el 28 de abril de 2021 inició una protesta social sin precedentes en Colombia. Los jóvenes, los indígenas, las comunidades afro, los estudiantes, las mujeres, los campesinos, los trabajadores, el personal de salud, los transportadores y una cantidad enorme de sectores sociales marcharon al mismo compás y gritaron al unísono a lo largo y ancho del país. Nuestra característica brutalidad policial reapareció y esta vez contó con la complicidad de los colombianos que se creen dueños del otro y que, inclusive, disparan contra los que se atreven a pensar y exponer públicamente su inconformismo. Esos colombianos dejaron otras dos historias captadas con celulares: el asesinato del estudiante Lucas Villa y los disparos de Andrés Escobar contra los marchantes.
La imagen de Villa quedó como símbolo de las víctimas del paro y la imagen de Escobar, pistola en mano, quedó como símbolo de la “gente de bien”. Villa fue asesinado y Escobar hizo gira de medios nacionales con la venia de los periodistas que apoyan al gobierno y le dan la espalda al pueblo. Estos casos, nunca aislados, representan un modus operandi de esa unión entre fuerza pública y élite económica. Esa amalgama es, precisamente, la que los celulares denuncian con imágenes incontrovertibles. Ese, ese es el nuevo cuarto poder colombiano, pues fueron los mismos ciudadanos los que le informaron al país cómo es que las armas del Estado, que pagan los contribuyentes, asesinan a los colombianos.
Con los celulares en mano el despertar llegó y cada vez más la desinformación mediática tradicional, usada muchas veces para vendar los ojos de la población, es menos efectiva. Por lo tanto, si los cambios sociales y políticos que se requieren en Colombia se dan realmente, esos cambios le deberán muchísimo al nuevo cuarto poder. Ahora bien, muchos devotos de la prensa grande afirman que esto es un foco de noticias falsas imparable y que con los celulares también se manipula al pueblo; quizá tengan razón, pero a ellos les pregunto: ¿acaso los medios tradicionales no manipulaban (manipulan) al pueblo? ¿No será que el problema es que ya no tienen el monopolio absoluto de la información?
Esquirla: los interrogantes anteriores marcan el novedoso camino informativo de hoy. Soy un creyente absoluto de que el periodismo como servicio a la ciudadanía es irremplazable. Puede mutar de formas y canales, pero es uno de los grandes aportantes eternos a las democracias. Por esto, hay que respaldarlo. Colombia requiere un periodismo no arrodillado, más bien erguido y señalador de los poderosos, y este periodismo se hace, pero también es bienvenido este nuevo espectro informativo de celular en mano. Quizá, esto no haga a toda persona con un celular un periodista, pero este panorama sí obliga a que el periodismo se replantee desde adentro para que entienda que su deber está más con la gente de a pie y menos con la gente de bien.