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En tanto persista el enorme déficit en las finanzas públicas –el exceso estructural de los gastos sobre los ingresos-, acercándose ya al 7 % del producto interno bruto (PIB), el nivel más alto de la región con excepción de Brasil, para la autoridad monetaria, o sea la Junta Directiva del Banco de la República, sería irresponsable ceder a las recurrentes presiones del Gobierno a fin de reducir a las volandas la tasa de interés hasta una postura expansiva, colocando en grave riesgo el cumplimiento de su fundamental misión constitucional, cual es velar por el mantenimiento del poder adquisitivo del circulante.
Bien ha hecho la Junta en ejercer su independencia resistiéndose a semejante entuerto.
Si de lo que se trata, como debe ser, es de estimular el crecimiento económico de manera sostenible -esto es, duradera–, con el propósito de que se refleje en una mejoría genuina del bienestar de la población, no se puede olvidar que la primera e irreductible condición sine qua non para lograrlo es alcanzar una inflación baja y estable y, en lo posible, predecible.
No hay camino diferente hacia la restauración del equilibrio del balance fiscal como soporte de la estabilidad macroeconómica, sin lesionar ni quebrantar el apropiado manejo de la moneda, que la reducción drástica del tamaño del Estado y, por contera, del gasto.
El cual, en nuestro caso, se halla disparado. Pero no por vía de la inversión en infraestructura, o en la fuerza pública, la salud y la educación, sino por cuenta del geométrico incremento de una burocracia inútil, especialmente en un enjambre de regulaciones asfixiantes del emprendimiento y la iniciativa privada, y su derivada directa, que es la corrupción.
La alternativa facilista e improvidente que por estos tiempos se proclama es la de otra reforma tributaria (cada 18 meses en promedio nos acosa una), acompañada de un mayor endeudamiento del Gobierno, que ronda el sesenta por ciento del PIB, comprometiendo así la solvencia de las próximas generaciones que tendrán que hacerse cargo del mismo y, de paso, ahogando aún más el potencial real del aparato productivo de la Nación en materia de generación de empleo productivo, agigantado en su lugar a un Estado derrochador.
Tras ese desastroso derrotero, asimismo se avizora el rompimiento de la regla fiscal, una invaluable conquista institucional que desde hace tres lustros viene trazando sanos principios de disciplina en la administración de los recursos públicos, bajo la supervisión del también recientemente creado Comité Autónomo de la Regla Fiscal (CARF), cuyos dictámenes y conceptos, aunque sin ser vinculantes para el Gobierno, deberían ser apoyados por la función connatural de control político que le atañe al Congreso.
Junto con el respeto por la independencia del banco central, se trata de una prueba de fuego de la subsistencia de la democracia y las libertades, hoy en peligro de extinción.
En la antesala de la próxima elección presidencial, ningún candidato se ha atrevido a formular una propuesta clara y concreta sobre la erradicación de la degeneración fiscal, que consiste en la ordenación de más promesas y gastos sin disponer de los recursos para cubrirlos.
Pues es hora de pronunciarse sobre tan crucial asunto de cara a la estabilidad macroeconómica, social y política de la Nación.
*Profesor de la Universidad de los Andes y ex codirector del Banco de la República
