Por Iván Garzón Vallejo
El liberalismo político y el capitalismo económico occidentales han quedado desnudos ante el coronavirus. La pandemia ha traído consigo el rebrote del tribalismo más primitivo cerrando cielos y fronteras y normalizando la sospecha frente al vecino, poniendo en crisis el globalismo al reducir la cooperación internacional a un discurso de buenas intenciones inaplicable en tiempos de crisis. Y por si fuera poco, el modelo vigilante y autoritario de China no solo ha mostrado ser más eficiente para atacar la pandemia, sino que además gana admiradores en este hemisferio. Ciertamente, en el balance no solo hay pérdidas: el conocimiento científico ha vuelto a ocupar un lugar en la agenda pública, los líderes populistas se muestran desbordados por un enemigo que no pueden estigmatizar y los ciudadanos han vuelto a hablar de solidaridad, cuidado y cooperación.
Aún es prematuro hablar del mundo después de la pandemia. Lo que sí podemos intentar es hacer una radiografía de los síntomas que presentan las sociedades liberales occidentales, pues parafraseando a John Gray, sólo reconociendo las fragilidades de las sociedades liberales podremos preservar sus valores más esenciales.
¡Sálvese quien pueda! La nueva consigna de la política internacional
Si una de las conquistas históricas del liberalismo occidental de la posguerra fueron las organizaciones interestatales (ONU y la OEA) o supranacionales (Unión Europea), esta crisis ha mostrado su rotunda irrelevancia en momentos de crisis globales. Mientras el Secretario General de la ONU hace tímidos llamados al fin de los conflictos armados, del de la OEA sólo hemos sabido que se reeligió. Ambos han sido incapaces de coordinar esfuerzos para buscar una solución o para llevar ayuda a las naciones que más dificultades tienen para afrontar la crisis. Por su parte, el corolario de la orfandad del sueño europeo fueron las lágrimas públicas del presidente de Serbia Aleksandar Vucic, quien luego de declarar que “la solidaridad europea no existe” no tuvo más remedio que arrojarse a los brazos de China.
Entretanto, el contraste entre las dos potencias globales es abismal. Mientras el Presidente de Estados Unidos declaró su intención de usar una eventual vacuna contra el Covid-19 solo en los estadounidenses, China, recuperada ya de los efectos del virus incubado en Wuhan volvió al ring exhibiendo su poderío blando enviando toneladas de ayuda a Italia y a España y hasta respiradores a la ciudad de Nueva York. Por eso, analistas como Kurt M. Campbell y Rush Doshi advirtieron que si Estados Unidos no le disputa a la República Popular su liderazgo éste será su “momento del Suez”, recordando que la intervención del Reino Unido en el egipcio Canal del Suez en 1956 marcó el fin de su poderío global.
Ahora, que el mundo enfrente una pandemia global y sea incapaz de dar respuestas globales es algo digno de una novela distópica. Pero está ocurriendo. La crisis ha desatado el tribalismo moderno más elemental: el del nacionalismo que instintivamente se expresaba hace unos meses en incidentes callejeros violentos amparados en la creencia de que cualquier ojirasgado era portador del virus. Hoy son los italianos o los españoles los más sospechosos, al punto que según una reciente encuesta de Polimétrica, un 30% y 28% de encuestados respectivamente dice no quererlos como vecinos. Sin duda, el miedo y los prejuicios comienzan en la imaginación.
¿Hacia una sociedad vigilante y disciplinaria?
El historiador israelí Yuval Noah Harari y el filósofo coreano Byung-Chul Han han advertido que el modelo asiático de vigilancia y control se puede replicar en Occidente ante la dificultad de estas sociedades en manejar la pandemia, en contraste con el éxito que han tenido aquellas donde la gente es más dócil para los controles sociales y una herencia colectivista disuade los comportamientos de quienes se graban a sí mismos violando la cuarentena.
Por ahora, los países que mayor éxito han tenido en afrontar la pandemia han sido los más eficaces en dos medidas anticipatorias: el aislamiento preventivo de toda la población y la realización de innumerables pruebas a los posibles infectados. Por ahora es prematuro prever si los ciudadanos de las democracias occidentales estarán dispuestos a recortar o suspender sus libertades individuales en procura de controles tecnológicos gubernamentales que puedan prevenir otra crisis de estas proporciones. Y ello no solo por la razón obvia del profundo arraigo del individualismo en las sociedades capitalistas, sino además por la falta de recursos públicos para invertir en cámaras y sistemas de vigilancia que deben su utilidad a su masificación -en China hay 200 millones de cámaras en las calles- y monitoreo.
De cualquier modo, no se puede descartar que eventuales alianzas entre los Gobiernos y las compañías tecnológicas que ya manejan buena parte de nuestros datos podría facilitar el escenario de una sociedad vigilada y potencialmente disciplinada, un panorama que en 2006 recreó magistralmente La vida de los otros, una película sobre los últimos años del régimen comunista en Alemania Oriental. Aún así, el dilema persiste: ¿los liberales defenderán las libertades individuales y la privacidad aún a costa de un incremento de un riesgo público letal?
Ciertamente el COVID-19 no inventó este escenario: el capitalismo de la vigilancia está más presente de lo que creemos. La pregunta que surge ahora es si además de compañías de tecnología o campañas políticas también lo usufructuarán gobiernos democráticos.
Es probable que hacia el futuro los ciudadanos reclamen más proactividad de los gobernantes y políticas públicas de prevención más eficaces. A pesar de que el virus parece haber cogido a todo el mundo por sorpresa, un informe de la Junta de Vigilancia mundial de la Preparación, un organismo global creado por el Banco Mundial y la Organización Mundial de la Salud (OMS) advirtió en septiembre de 2019 que “los países, los donantes y las instituciones multilaterales deben prepararse para lo peor” por la “propagación rápida de una pandemia debida a un patógeno respiratorio letal (de origen natural o liberado accidental o intencionadamente)”. Aunque el documento está en 6 idiomas, parece que nadie lo leyó.
La tregua del populismo y el retorno de los expertos
En el balance del liberalismo hay también superávits. La situación ha significado, paradójicamente, una tregua por parte de uno de los enemigos que más ha golpeado a las sociedades democráticas en los últimos años: el populismo. Ante la situación de excepción ha quedado en evidencia la irresponsabilidad de sus adalides para gestionarla, pero sobre todo, su escasa preparación para atender coyunturas complejas. Ni un escritor de ficción se hubiera podido imaginar una situación en la que salieran tan mal parados al mismo tiempo Donald Trump, Andrés Manuel López Obrador, Jair Bolsonaro y Viktor Orban.
Y es que los líderes populistas andan desconcertados: no tienen un enemigo de carne y hueso al que puedan culpar de todos los males. Y si además tal enemigo no discrimina a sus víctimas, tampoco se puede caricaturizar. Lo que sí ha quedado como una caricatura es la precariedad intelectual de su discurso según el cual esto es una simple “gripiña” de la que nos puede proteger un trébol, para no hablar de la forma impune como cambiaron de opinión. Tragicómico.
Por eso, y aún a costa del desprecio que por ellos sienten los populistas, la voz de los expertos y los científicos nunca fue tan necesaria. De su poco reconocido trabajo hemos obtenido en estos días de incertidumbre las pocas certezas con las que contamos. Pero no solo hemos vuelto a hablar de investigación científica, de descubrimientos y vacunas sino que también ha habido una vuelta hacia los periodistas para entender comparativamente la pandemia, hacia los académicos para encontrar soluciones a la bomba social que se avecina, hacia los intelectuales para interpretar lo que está sucediendo, hacia los educadores, sicólogos y siquiatras para continuar el proceso formativo de nuestros hijos y hasta para mantener la cordura. Y claro, hemos aprendido a valorar el trabajo de quienes sirven a los demás arriesgando su propia vida. Y así, nunca el mundo ordinario de los políticos, los abogados, los banqueros, los burócratas e influencers lució tan desfasado: esta situación sin precedentes nos ha obligado a ordenar las prioridades.
Dignidad, civismo y cooperación
Las crisis suelen sincerar los debates éticos y políticos, pues a fin de cuentas, no hay tiempo para las usuales cuadraturas del círculo de los discursos demagogos: hay que elegir. La pandemia ha visibilizado las tensiones entre la economía o la vida; entre salvar a muchos o salvar a unos cuantos; entre ayudar a las empresas o a la gente. Se trata, diría Isaiah Berlin, de elecciones trágicas, cada una tan miserable como la otra, según la revista The Economist.
Por ahora, algunas cosas van quedando claras por acá: que el establecimiento económico y financiero se preocupa demasiado por los dueños de la oferta, pero poco por los protagonistas de la demanda; que las ayudas estatales se enfocan en públicos ya atendidos de manera ordinaria, pero no sabe qué hacer con la clase media; que los congresistas no dan buen ejemplo ni siquiera en una pandemia; que los ciudadanos ya están notificados de quiénes son los empresarios que se toman en serio la responsabilidad social y quiénes no aguantan una quincena de pérdidas; que los bancos son prestos para endeudar y cobrar, pero lentos para ayudar; y que nuestros empresarios ayudan caritativamente pero no tienen la visión ni la generosidad de sus pares de otras sociedades para anticiparse a los grandes problemas. La caridad y la filantropía nunca estuvieron tan distantes.
En el plano ético ha quedado claro que el individualismo capitalista y liberal es insuficiente. No solo porque nuestra mutua interdependencia se ha vuelto cada vez más insostenible, sino porque en tiempos de crisis la esperanza proviene de la solidaridad de los que ayudan, de la valentía de quienes cuidan, de la cooperación de quienes actúan con responsabilidad evitando dañar a los demás. Pero sobre todo, porque el cuidado de la vida supone honrar la dignidad de cada ser humano por su valor sagrado e inconmensurable.
Así, la lógica utilitaria y del autointerés ceden ante la lógica colectiva de un Estado exigido como nunca a cumplir el ABC del contrato social hobbesiano —garantizar la vida y la seguridad de cada ciudadano— y de un mercado que cumple la función de proveer bienes y servicios no sólo como resultado del egoísmo de sus agentes sino también porque estos actúan con solidaridad y responsabilidad.
Las virtudes y el civismo han vuelto a la escena para hacernos más conscientes de que nuestro comportamiento tiene un poder impredecible. Si el Estado rescató al mercado en la crisis de 1929 y de 2008, quizás no sea ingenuo pensar que la sociedad civil lo hará ahora. Del comportamiento responsable y cooperativo que tengamos ahora puede provenir el rescate de la crisis del 2020 y los anticuerpos para la próxima pandemia. Necesitamos un liberalismo cívico global.
Por Iván Garzón Vallejo
El liberalismo político y el capitalismo económico occidentales han quedado desnudos ante el coronavirus. La pandemia ha traído consigo el rebrote del tribalismo más primitivo cerrando cielos y fronteras y normalizando la sospecha frente al vecino, poniendo en crisis el globalismo al reducir la cooperación internacional a un discurso de buenas intenciones inaplicable en tiempos de crisis. Y por si fuera poco, el modelo vigilante y autoritario de China no solo ha mostrado ser más eficiente para atacar la pandemia, sino que además gana admiradores en este hemisferio. Ciertamente, en el balance no solo hay pérdidas: el conocimiento científico ha vuelto a ocupar un lugar en la agenda pública, los líderes populistas se muestran desbordados por un enemigo que no pueden estigmatizar y los ciudadanos han vuelto a hablar de solidaridad, cuidado y cooperación.
Aún es prematuro hablar del mundo después de la pandemia. Lo que sí podemos intentar es hacer una radiografía de los síntomas que presentan las sociedades liberales occidentales, pues parafraseando a John Gray, sólo reconociendo las fragilidades de las sociedades liberales podremos preservar sus valores más esenciales.
¡Sálvese quien pueda! La nueva consigna de la política internacional
Si una de las conquistas históricas del liberalismo occidental de la posguerra fueron las organizaciones interestatales (ONU y la OEA) o supranacionales (Unión Europea), esta crisis ha mostrado su rotunda irrelevancia en momentos de crisis globales. Mientras el Secretario General de la ONU hace tímidos llamados al fin de los conflictos armados, del de la OEA sólo hemos sabido que se reeligió. Ambos han sido incapaces de coordinar esfuerzos para buscar una solución o para llevar ayuda a las naciones que más dificultades tienen para afrontar la crisis. Por su parte, el corolario de la orfandad del sueño europeo fueron las lágrimas públicas del presidente de Serbia Aleksandar Vucic, quien luego de declarar que “la solidaridad europea no existe” no tuvo más remedio que arrojarse a los brazos de China.
Entretanto, el contraste entre las dos potencias globales es abismal. Mientras el Presidente de Estados Unidos declaró su intención de usar una eventual vacuna contra el Covid-19 solo en los estadounidenses, China, recuperada ya de los efectos del virus incubado en Wuhan volvió al ring exhibiendo su poderío blando enviando toneladas de ayuda a Italia y a España y hasta respiradores a la ciudad de Nueva York. Por eso, analistas como Kurt M. Campbell y Rush Doshi advirtieron que si Estados Unidos no le disputa a la República Popular su liderazgo éste será su “momento del Suez”, recordando que la intervención del Reino Unido en el egipcio Canal del Suez en 1956 marcó el fin de su poderío global.
Ahora, que el mundo enfrente una pandemia global y sea incapaz de dar respuestas globales es algo digno de una novela distópica. Pero está ocurriendo. La crisis ha desatado el tribalismo moderno más elemental: el del nacionalismo que instintivamente se expresaba hace unos meses en incidentes callejeros violentos amparados en la creencia de que cualquier ojirasgado era portador del virus. Hoy son los italianos o los españoles los más sospechosos, al punto que según una reciente encuesta de Polimétrica, un 30% y 28% de encuestados respectivamente dice no quererlos como vecinos. Sin duda, el miedo y los prejuicios comienzan en la imaginación.
¿Hacia una sociedad vigilante y disciplinaria?
El historiador israelí Yuval Noah Harari y el filósofo coreano Byung-Chul Han han advertido que el modelo asiático de vigilancia y control se puede replicar en Occidente ante la dificultad de estas sociedades en manejar la pandemia, en contraste con el éxito que han tenido aquellas donde la gente es más dócil para los controles sociales y una herencia colectivista disuade los comportamientos de quienes se graban a sí mismos violando la cuarentena.
Por ahora, los países que mayor éxito han tenido en afrontar la pandemia han sido los más eficaces en dos medidas anticipatorias: el aislamiento preventivo de toda la población y la realización de innumerables pruebas a los posibles infectados. Por ahora es prematuro prever si los ciudadanos de las democracias occidentales estarán dispuestos a recortar o suspender sus libertades individuales en procura de controles tecnológicos gubernamentales que puedan prevenir otra crisis de estas proporciones. Y ello no solo por la razón obvia del profundo arraigo del individualismo en las sociedades capitalistas, sino además por la falta de recursos públicos para invertir en cámaras y sistemas de vigilancia que deben su utilidad a su masificación -en China hay 200 millones de cámaras en las calles- y monitoreo.
De cualquier modo, no se puede descartar que eventuales alianzas entre los Gobiernos y las compañías tecnológicas que ya manejan buena parte de nuestros datos podría facilitar el escenario de una sociedad vigilada y potencialmente disciplinada, un panorama que en 2006 recreó magistralmente La vida de los otros, una película sobre los últimos años del régimen comunista en Alemania Oriental. Aún así, el dilema persiste: ¿los liberales defenderán las libertades individuales y la privacidad aún a costa de un incremento de un riesgo público letal?
Ciertamente el COVID-19 no inventó este escenario: el capitalismo de la vigilancia está más presente de lo que creemos. La pregunta que surge ahora es si además de compañías de tecnología o campañas políticas también lo usufructuarán gobiernos democráticos.
Es probable que hacia el futuro los ciudadanos reclamen más proactividad de los gobernantes y políticas públicas de prevención más eficaces. A pesar de que el virus parece haber cogido a todo el mundo por sorpresa, un informe de la Junta de Vigilancia mundial de la Preparación, un organismo global creado por el Banco Mundial y la Organización Mundial de la Salud (OMS) advirtió en septiembre de 2019 que “los países, los donantes y las instituciones multilaterales deben prepararse para lo peor” por la “propagación rápida de una pandemia debida a un patógeno respiratorio letal (de origen natural o liberado accidental o intencionadamente)”. Aunque el documento está en 6 idiomas, parece que nadie lo leyó.
La tregua del populismo y el retorno de los expertos
En el balance del liberalismo hay también superávits. La situación ha significado, paradójicamente, una tregua por parte de uno de los enemigos que más ha golpeado a las sociedades democráticas en los últimos años: el populismo. Ante la situación de excepción ha quedado en evidencia la irresponsabilidad de sus adalides para gestionarla, pero sobre todo, su escasa preparación para atender coyunturas complejas. Ni un escritor de ficción se hubiera podido imaginar una situación en la que salieran tan mal parados al mismo tiempo Donald Trump, Andrés Manuel López Obrador, Jair Bolsonaro y Viktor Orban.
Y es que los líderes populistas andan desconcertados: no tienen un enemigo de carne y hueso al que puedan culpar de todos los males. Y si además tal enemigo no discrimina a sus víctimas, tampoco se puede caricaturizar. Lo que sí ha quedado como una caricatura es la precariedad intelectual de su discurso según el cual esto es una simple “gripiña” de la que nos puede proteger un trébol, para no hablar de la forma impune como cambiaron de opinión. Tragicómico.
Por eso, y aún a costa del desprecio que por ellos sienten los populistas, la voz de los expertos y los científicos nunca fue tan necesaria. De su poco reconocido trabajo hemos obtenido en estos días de incertidumbre las pocas certezas con las que contamos. Pero no solo hemos vuelto a hablar de investigación científica, de descubrimientos y vacunas sino que también ha habido una vuelta hacia los periodistas para entender comparativamente la pandemia, hacia los académicos para encontrar soluciones a la bomba social que se avecina, hacia los intelectuales para interpretar lo que está sucediendo, hacia los educadores, sicólogos y siquiatras para continuar el proceso formativo de nuestros hijos y hasta para mantener la cordura. Y claro, hemos aprendido a valorar el trabajo de quienes sirven a los demás arriesgando su propia vida. Y así, nunca el mundo ordinario de los políticos, los abogados, los banqueros, los burócratas e influencers lució tan desfasado: esta situación sin precedentes nos ha obligado a ordenar las prioridades.
Dignidad, civismo y cooperación
Las crisis suelen sincerar los debates éticos y políticos, pues a fin de cuentas, no hay tiempo para las usuales cuadraturas del círculo de los discursos demagogos: hay que elegir. La pandemia ha visibilizado las tensiones entre la economía o la vida; entre salvar a muchos o salvar a unos cuantos; entre ayudar a las empresas o a la gente. Se trata, diría Isaiah Berlin, de elecciones trágicas, cada una tan miserable como la otra, según la revista The Economist.
Por ahora, algunas cosas van quedando claras por acá: que el establecimiento económico y financiero se preocupa demasiado por los dueños de la oferta, pero poco por los protagonistas de la demanda; que las ayudas estatales se enfocan en públicos ya atendidos de manera ordinaria, pero no sabe qué hacer con la clase media; que los congresistas no dan buen ejemplo ni siquiera en una pandemia; que los ciudadanos ya están notificados de quiénes son los empresarios que se toman en serio la responsabilidad social y quiénes no aguantan una quincena de pérdidas; que los bancos son prestos para endeudar y cobrar, pero lentos para ayudar; y que nuestros empresarios ayudan caritativamente pero no tienen la visión ni la generosidad de sus pares de otras sociedades para anticiparse a los grandes problemas. La caridad y la filantropía nunca estuvieron tan distantes.
En el plano ético ha quedado claro que el individualismo capitalista y liberal es insuficiente. No solo porque nuestra mutua interdependencia se ha vuelto cada vez más insostenible, sino porque en tiempos de crisis la esperanza proviene de la solidaridad de los que ayudan, de la valentía de quienes cuidan, de la cooperación de quienes actúan con responsabilidad evitando dañar a los demás. Pero sobre todo, porque el cuidado de la vida supone honrar la dignidad de cada ser humano por su valor sagrado e inconmensurable.
Así, la lógica utilitaria y del autointerés ceden ante la lógica colectiva de un Estado exigido como nunca a cumplir el ABC del contrato social hobbesiano —garantizar la vida y la seguridad de cada ciudadano— y de un mercado que cumple la función de proveer bienes y servicios no sólo como resultado del egoísmo de sus agentes sino también porque estos actúan con solidaridad y responsabilidad.
Las virtudes y el civismo han vuelto a la escena para hacernos más conscientes de que nuestro comportamiento tiene un poder impredecible. Si el Estado rescató al mercado en la crisis de 1929 y de 2008, quizás no sea ingenuo pensar que la sociedad civil lo hará ahora. Del comportamiento responsable y cooperativo que tengamos ahora puede provenir el rescate de la crisis del 2020 y los anticuerpos para la próxima pandemia. Necesitamos un liberalismo cívico global.