Como de costumbre, despliego mis habilidades retóricas y engatusadoras en conversaciones cotidianas. Cito libros, hablo de argumentos narrativos, critico autores… y hablo de libros que no he leído.
Un ingenuo me dice:
-Ese libro del que habla parece interesante. ¿Me lo presta?
Atrapado, agarrado de la mentira por el cuello, respondo:
-Mañana lo traigo.
Al otro día le presto el libro, un libro incólume, impecable, sin un rayón, sin una mancha de huellas dactilares, un libro recién comprado, desenvuelto hace unas horas.
Lo peor es que el tipo sí empieza a leer la obra. Y me inoportuna haciéndome comentarios y preguntas, como si yo fuera el autor. Atino a hacer cara de que entiendo de lo que me habla, hago comentarios generales (del estilo “el autor pasaba por una crisis existencial cuando escribió la novela”), cito anécdotas relacionadas con la vida del autor o la confección de la obra, hablo de cosas al margen, y mantengo la mentira durante un par de días.
Un día, el tipo llama a mi casa.
-Hablé con el decano de la facultad de humanidades. Le gustaría que usted diera una conferencia sobre el libro. Para la otra semana. ¿Puede?
-Claro…
Vencido, agobiado porque el libraco tiene 700 páginas, me decido a leer fragmentos del principio, el medio y el final del libro.
Hago la conferencia y digo cosas como: “Esta novela es una metáfora de la condición humana”; o también digo: “Estamos ante uno de los libros más influyentes del siglo XX”. En algún momento me envalentono y digo: “Nacidos en el siglo de la velocidad y de la técnica, todos padecemos la fragmentación de la experiencia que padece el personaje principal de la obra”. Combino todas las generalizaciones que digo en la conferencia con citas de críticos que saqué de internet.
Termino la conferencia. Doy las gracias. La gente se levanta de su silla. Aplaude.
Cuando el auditorio ha quedado vacío, el decano se me acerca y me dice:
-¿No le gustaría dictar una cátedra sobre el libro en la universidad?
-El placer más grande de un profesor es compartir la experiencia de la lectura con sus alumnos.
******
Pronto me jubilaré de la universidad. Dicto el mismo seminario. El libro se llama El Ulises. De un tal James. Los alumnos también hacen como si leyeran el libro. Todos fingimos. Todos somos felices y el sistema educativo goza de buena salud.
Como de costumbre, despliego mis habilidades retóricas y engatusadoras en conversaciones cotidianas. Cito libros, hablo de argumentos narrativos, critico autores… y hablo de libros que no he leído.
Un ingenuo me dice:
-Ese libro del que habla parece interesante. ¿Me lo presta?
Atrapado, agarrado de la mentira por el cuello, respondo:
-Mañana lo traigo.
Al otro día le presto el libro, un libro incólume, impecable, sin un rayón, sin una mancha de huellas dactilares, un libro recién comprado, desenvuelto hace unas horas.
Lo peor es que el tipo sí empieza a leer la obra. Y me inoportuna haciéndome comentarios y preguntas, como si yo fuera el autor. Atino a hacer cara de que entiendo de lo que me habla, hago comentarios generales (del estilo “el autor pasaba por una crisis existencial cuando escribió la novela”), cito anécdotas relacionadas con la vida del autor o la confección de la obra, hablo de cosas al margen, y mantengo la mentira durante un par de días.
Un día, el tipo llama a mi casa.
-Hablé con el decano de la facultad de humanidades. Le gustaría que usted diera una conferencia sobre el libro. Para la otra semana. ¿Puede?
-Claro…
Vencido, agobiado porque el libraco tiene 700 páginas, me decido a leer fragmentos del principio, el medio y el final del libro.
Hago la conferencia y digo cosas como: “Esta novela es una metáfora de la condición humana”; o también digo: “Estamos ante uno de los libros más influyentes del siglo XX”. En algún momento me envalentono y digo: “Nacidos en el siglo de la velocidad y de la técnica, todos padecemos la fragmentación de la experiencia que padece el personaje principal de la obra”. Combino todas las generalizaciones que digo en la conferencia con citas de críticos que saqué de internet.
Termino la conferencia. Doy las gracias. La gente se levanta de su silla. Aplaude.
Cuando el auditorio ha quedado vacío, el decano se me acerca y me dice:
-¿No le gustaría dictar una cátedra sobre el libro en la universidad?
-El placer más grande de un profesor es compartir la experiencia de la lectura con sus alumnos.
******
Pronto me jubilaré de la universidad. Dicto el mismo seminario. El libro se llama El Ulises. De un tal James. Los alumnos también hacen como si leyeran el libro. Todos fingimos. Todos somos felices y el sistema educativo goza de buena salud.