El prohibicionismo nuestro
María-Clara Torres Bustamante*
Colombia tuvo pretensiones de proscribir la hoja de coca varias décadas antes de que el presidente norteamericano Richard Nixon declarara la guerra contra las drogas en 1971. Las autoridades sanitarias colombianas de los años 1940 veían en la masticación de coca un “verdadero problema nacional”, en tanto diezmaba la población aborigen y se propagaba entre los campesinos mestizos de los departamentos del sur de Colombia, considerados menos resistentes a la “toxicomanía”. Por ello, el establecimiento médico presionó la promulgación de normas sancionando el cultivo y el consumo de hoja de coca. El prohibicionismo colombiano de la primera mitad del siglo XX estaba así profundamente imbricado en los prejuicios raciales hacia los pueblos indígenas.
En 1941, el Ministerio de Trabajo, Higiene y Previsión Social emitió una resolución ordenando la destrucción total de los cultivos de coca y la prohibición de su comercialización. No obstante, algunas voces disidentes se opusieron a la norma. El cabildo nasa de Toribío en el Norte del Cauca solicitó su derogación. De igual forma, el director del Servicio Arqueológico Luis Duque Gómez consideró inútil esta norma, pues propiciaría el contrabando de la hoja de coca, el aumento del precio y el deterioro de la incipiente economía de los nativos. El arqueólogo Duque Gómez propuso, en su lugar, implementar un proceso de sustitución gradual y mejorar las condiciones de vida de la población indígena.
El primer censo de coca realizado en Colombia en 1947 reveló el dinamismo comercial de la hoja de coca en el sur del país. Los mercados cocaleros florecían en municipios como Pitalito, Acevedo, Saladoblanco y San Agustín en el Huila; Cumbal, La Cruz y San Martín en Nariño; Yunguillo, Descansé y Santa Rosa en la Baja Bota Caucana; así como San Sebastián y Almaguer en el sur del Cauca. El censo de 1947 estimaba un total de 60.000 consumidores de hoja de coca entre hombres, mujeres y niños.
Al respecto, el médico Jorge Bejarano denunciaba que el “cocaísmo” –la masticación de hoja de coca– era estimulado por los terratenientes con el fin de aumentar el rendimiento de la mano de obra indígena. Según él, el consumo de coca durante las extenuantes faenas agrícolas sumía al consumidor en la euforia, de tal manera que “el intoxicado” se creía dueño de las tierras, del ganado e incluso de todo el paisaje que lo rodeaba. Sin embargo, Bejarano advertía que el efecto se desvanecía pocas horas después: “El indio recupera la conciencia de su ser, vuelve a darse cuenta de su infinita miseria y entonces la tristeza ancestral aparece otra vez”. El ciclo debía entonces repetirse de manera incesante. A juicio del médico, “el vicio del cocaísmo” atrofiaba el desarrollo físico y mental de los niños indígenas, iniciados en esta práctica desde temprana edad. Condenaba a los infantes a una baja estatura, un color amarillento en la piel, dificultades en el aprendizaje, y a morir finalmente de tuberculosis en la edad adulta. A la “degeneración física” también se sumaba una degradación moral.
Ya en calidad de ministro de Trabajo, Higiene y Previsión Social, Jorge Bejarano emitió nuevamente una medida prohibitiva. El Decreto 896 de 1947 prohibía a los terratenientes pagar jornales con coca o chicha. Sancionaba con multa la producción, comercialización y porte de hoja de coca. Como es apenas obvio, los alcaldes, corregidores, autoridades sanitarias y de policía tenían poca o ninguna capacidad para hacer cumplir estas normas. El lánguido aparato estatal de los años 1940 no tenía la facultad de hacer efectivas las pretensiones prohibicionistas. Sin embargo, el racismo sí tenía el poder de desterrar la masticación de coca de lugares públicos, como caminos y plazas de mercado. El racismo cotidiano invisibilizó el consumo tradicional de coca, confinando esta práctica a la intimidad de la vida familiar. Así, varias décadas antes de que Nixon declarara la guerra contra las drogas en 1971, el gobierno colombiano ya había incursionado en las campañas anti-coca.
Más tarde, en los años 1990, Colombia adoptó la estrategia antidrogas más represiva de la región andina. Se escudó en el control territorial ejercido por la guerrilla de las Farc para acudir a la fumigación aérea de glifosato –la funiga, como la llaman los campesinos de la Amazonía–. Fue el único país del hemisferio que usó de manera sistemática la aspersión química por vía aérea contra sus propios ciudadanos. En cambio, Perú estableció una empresa estatal dedicada a la comercialización de la hoja y de sus derivados, que logró absorber una exigua porción de su producción de coca. Desde la segunda mitad del siglo XX, la Empresa Nacional de Coca de Perú (Enaco) ha vendido hoja de coca a la compañía multinacional Coca-Cola con la anuencia del Departamento de Justicia de los Estados Unidos. Por su parte, Bolivia consiguió una política aún más progresista en materia de drogas, con el apoyo de la Unión Europea. Evo Morales, presidente de la república y máximo dirigente de los productores de coca del Trópico de Cochabamba, determinó una extensión legal del cultivo para el consumo tradicional. Así, tanto Perú como Bolivia alcanzaron algún grado de autonomía dentro del prohibicionismo global.
Colombia debe ahora flexibilizar su rígida política de drogas y educar a la ciudadanía en esta materia. No sea que la opinión pública se aferre a las prácticas represivas del prohibicionismo y se resista a un eventual giro hemisférico. La encuesta realizada por Invamer en julio de 2022 evidenció que el 69 % de los colombianos se opone a la legalización del tráfico y consumo de drogas. La demonización de la coca y de la cocaína se ha vuelto sentido común. Pese a esto, el gobierno de Gustavo Petro y de Francia Márquez tiene la responsabilidad de allanar el camino hacia la regulación de la hoja de coca y hacia la diversificación de sus usos. Tiene la oportunidad de reivindicar las víctimas históricas del prohibicionismo y de construir con ellas una política de drogas más humana. Es hora de hacer la paz con la hoja de coca y con los pequeños cultivadores. Es hora de ventilar la caverna.
* PhD en historia, Stony Brook University, NY
Colombia tuvo pretensiones de proscribir la hoja de coca varias décadas antes de que el presidente norteamericano Richard Nixon declarara la guerra contra las drogas en 1971. Las autoridades sanitarias colombianas de los años 1940 veían en la masticación de coca un “verdadero problema nacional”, en tanto diezmaba la población aborigen y se propagaba entre los campesinos mestizos de los departamentos del sur de Colombia, considerados menos resistentes a la “toxicomanía”. Por ello, el establecimiento médico presionó la promulgación de normas sancionando el cultivo y el consumo de hoja de coca. El prohibicionismo colombiano de la primera mitad del siglo XX estaba así profundamente imbricado en los prejuicios raciales hacia los pueblos indígenas.
En 1941, el Ministerio de Trabajo, Higiene y Previsión Social emitió una resolución ordenando la destrucción total de los cultivos de coca y la prohibición de su comercialización. No obstante, algunas voces disidentes se opusieron a la norma. El cabildo nasa de Toribío en el Norte del Cauca solicitó su derogación. De igual forma, el director del Servicio Arqueológico Luis Duque Gómez consideró inútil esta norma, pues propiciaría el contrabando de la hoja de coca, el aumento del precio y el deterioro de la incipiente economía de los nativos. El arqueólogo Duque Gómez propuso, en su lugar, implementar un proceso de sustitución gradual y mejorar las condiciones de vida de la población indígena.
El primer censo de coca realizado en Colombia en 1947 reveló el dinamismo comercial de la hoja de coca en el sur del país. Los mercados cocaleros florecían en municipios como Pitalito, Acevedo, Saladoblanco y San Agustín en el Huila; Cumbal, La Cruz y San Martín en Nariño; Yunguillo, Descansé y Santa Rosa en la Baja Bota Caucana; así como San Sebastián y Almaguer en el sur del Cauca. El censo de 1947 estimaba un total de 60.000 consumidores de hoja de coca entre hombres, mujeres y niños.
Al respecto, el médico Jorge Bejarano denunciaba que el “cocaísmo” –la masticación de hoja de coca– era estimulado por los terratenientes con el fin de aumentar el rendimiento de la mano de obra indígena. Según él, el consumo de coca durante las extenuantes faenas agrícolas sumía al consumidor en la euforia, de tal manera que “el intoxicado” se creía dueño de las tierras, del ganado e incluso de todo el paisaje que lo rodeaba. Sin embargo, Bejarano advertía que el efecto se desvanecía pocas horas después: “El indio recupera la conciencia de su ser, vuelve a darse cuenta de su infinita miseria y entonces la tristeza ancestral aparece otra vez”. El ciclo debía entonces repetirse de manera incesante. A juicio del médico, “el vicio del cocaísmo” atrofiaba el desarrollo físico y mental de los niños indígenas, iniciados en esta práctica desde temprana edad. Condenaba a los infantes a una baja estatura, un color amarillento en la piel, dificultades en el aprendizaje, y a morir finalmente de tuberculosis en la edad adulta. A la “degeneración física” también se sumaba una degradación moral.
Ya en calidad de ministro de Trabajo, Higiene y Previsión Social, Jorge Bejarano emitió nuevamente una medida prohibitiva. El Decreto 896 de 1947 prohibía a los terratenientes pagar jornales con coca o chicha. Sancionaba con multa la producción, comercialización y porte de hoja de coca. Como es apenas obvio, los alcaldes, corregidores, autoridades sanitarias y de policía tenían poca o ninguna capacidad para hacer cumplir estas normas. El lánguido aparato estatal de los años 1940 no tenía la facultad de hacer efectivas las pretensiones prohibicionistas. Sin embargo, el racismo sí tenía el poder de desterrar la masticación de coca de lugares públicos, como caminos y plazas de mercado. El racismo cotidiano invisibilizó el consumo tradicional de coca, confinando esta práctica a la intimidad de la vida familiar. Así, varias décadas antes de que Nixon declarara la guerra contra las drogas en 1971, el gobierno colombiano ya había incursionado en las campañas anti-coca.
Más tarde, en los años 1990, Colombia adoptó la estrategia antidrogas más represiva de la región andina. Se escudó en el control territorial ejercido por la guerrilla de las Farc para acudir a la fumigación aérea de glifosato –la funiga, como la llaman los campesinos de la Amazonía–. Fue el único país del hemisferio que usó de manera sistemática la aspersión química por vía aérea contra sus propios ciudadanos. En cambio, Perú estableció una empresa estatal dedicada a la comercialización de la hoja y de sus derivados, que logró absorber una exigua porción de su producción de coca. Desde la segunda mitad del siglo XX, la Empresa Nacional de Coca de Perú (Enaco) ha vendido hoja de coca a la compañía multinacional Coca-Cola con la anuencia del Departamento de Justicia de los Estados Unidos. Por su parte, Bolivia consiguió una política aún más progresista en materia de drogas, con el apoyo de la Unión Europea. Evo Morales, presidente de la república y máximo dirigente de los productores de coca del Trópico de Cochabamba, determinó una extensión legal del cultivo para el consumo tradicional. Así, tanto Perú como Bolivia alcanzaron algún grado de autonomía dentro del prohibicionismo global.
Colombia debe ahora flexibilizar su rígida política de drogas y educar a la ciudadanía en esta materia. No sea que la opinión pública se aferre a las prácticas represivas del prohibicionismo y se resista a un eventual giro hemisférico. La encuesta realizada por Invamer en julio de 2022 evidenció que el 69 % de los colombianos se opone a la legalización del tráfico y consumo de drogas. La demonización de la coca y de la cocaína se ha vuelto sentido común. Pese a esto, el gobierno de Gustavo Petro y de Francia Márquez tiene la responsabilidad de allanar el camino hacia la regulación de la hoja de coca y hacia la diversificación de sus usos. Tiene la oportunidad de reivindicar las víctimas históricas del prohibicionismo y de construir con ellas una política de drogas más humana. Es hora de hacer la paz con la hoja de coca y con los pequeños cultivadores. Es hora de ventilar la caverna.
* PhD en historia, Stony Brook University, NY