Fui asistente de Harvey Weinstein. El desequilibrio de poder es muy real
Rowena Chu
A principios de este mes, Kenneth Iwamasa, de 59 años, ayudante del actor Matthew Perry, se declaró culpable de conspiración para distribuir ketamina, la droga que provocó la muerte de su empleador. Muy pocas personas conocen de primera mano la dinámica tóxica que puede desarrollarse al asistir a un famoso o entienden el desequilibrio de poder inherente que puede surgir. Yo sí los conozco. En 1998 trabajé durante dos meses como asistente personal de Harvey Weinstein. Fui testigo de las muchas formas en que su fama y su poder distorsionaban el comportamiento de la gente que lo rodeaba y de cómo, por ser su ayudante, se me consideraba menos que una persona. Mientras era su empleada, intentó violarme. Durante años se me impidió hablar de ello mediante un acuerdo de confidencialidad, hasta que pude hablar en 2019.
Por supuesto, hay una distinción fundamental entre Perry, una persona adicta, y Weinstein, un violador. Perry no era el criminal que es Weinstein, y su exempleado (y otros) están siendo acusados como sus facilitadores, no siendo puestos en el centro de atención como las víctimas de Perry. Pero cuando leí sobre la imputación de Iwamasa, comprendí perfectamente que del ayudante de un famoso se puede esperar que haga todo lo que le pidan, independientemente de la ética o la legalidad. Estas peticiones pueden ir desde decir mentiras piadosas (por ejemplo, a una cónyuge iracunda que quiere saber dónde está tu jefe) hasta conseguir caprichos ilícitos (como drogas). En el enrarecido mundo de los famosos, los asistentes no suelen ser tratados como personas. Son más bien accesorios: apenas remunerados, muy prescindibles e intercambiables.
En la última década, he reflexionado profundamente sobre la complicidad y la culpabilidad. ¿Es cierto, como sostenía el teólogo alemán Martin Niemöller, que quienes no se pronunciaron en la Alemania nazi eran tan culpables como los carceleros? En mi opinión, se trata de una falsa confusión. Como asistente, te encuentras en un doble aprieto: casi no tienes poder, pero tienes una responsabilidad desproporcionada. En un sentido fundamental, los asistentes no se pertenecen a sí mismos.
Iwamasa vivía a tiempo completo con su jefe, presumiblemente para poder estar a su servicio las veinticuatro horas del día. En mi época de asistente, a menudo me veía como una mayordoma aterrorizada. Mi trabajo consistía en ser invisible y estar en todas partes a la vez. Se trataba de conjurar lo imposible y luego hacer que lo imposible pareciera que nunca había ocurrido. Esa es la alquimia de la asistencia. Si te haces notar, estás haciendo un mal trabajo. Solo habrás tenido éxito cuando nadie se fije en ti ni en las cosas que has hecho realidad.
Weinstein me dijo una vez que le gustaban las chicas chinas porque son discretas, y me habló a menudo de la lealtad. Del mismo modo, los informes sobre la presencia en las redes sociales de Iwamasa han detallado cómo destacaba la discreción y la lealtad como atributos profesionales. Palabras como discreto y leal suelen señalar a los clientes adinerados que uno no solo mirará hacia otro lado cuando sea necesario, sino que facilitará sus indiscreciones. Se esperaba de mí que guardara los secretos de mi jefe, que protegiera su reputación y, en última instancia, me convertí en su víctima.
En el caso de Weinstein, podemos señalar a todo un círculo de personas que permitieron su actividad delictiva, incluidos, entre otros, contables, miembros de la junta directiva, abogados, todos los cuales tenían acceso al dinero y el poder que les permitía defenderse. Los famosos pueden verse rodeados de una corriente de aduladores que les dicen que están por encima de la ley. Pocos se atrevieron a decirle a Weinstein que no podía hacer algo o que había ido demasiado lejos.
El sistema que permite este desequilibrio va mucho más allá del privilegio. En lo que respecta a las indiscreciones de Weinstein hacia las mujeres (en otras palabras, las violaciones), sus facilitadores no se limitaron a decirle que se saldría con la suya. Lo que es más peligroso, le hicieron creer que tenía el derecho divino de hacer lo que quisiera, con argumentos como “eres un genio creativo y necesitas inspirarte en algún sitio” o “eres un buen hombre con debilidad por las mujeres guapas”. Weinstein pasó décadas cultivando su propia imagen de genio torturado. Cayó en su propio mito, y lo consumió.
Los asistentes son a menudo conscientes de este comportamiento, pero tienen poco poder y pocas opciones frente a él. He intentado describir en vano esta sensación de entrampamiento a personas ajenas a la industria cinematográfica. Me han preguntado por qué no conseguí otro trabajo. Las imágenes recientes de Weinstein, encorvado y tembloroso sobre su andador, han destruido las imágenes del magnate de los medios de comunicación en el cenit de su poder, pero en 1998, era casi imposible conseguir una reunión con el hombre, y mucho menos trabajar en su oficina. Una vez allí, podía ser despedida de un momento a otro, y era plenamente consciente de que supondría la pérdida no solo de ese trabajo, sino de cualquier otro en la industria cinematográfica. La lista negra era permanente.
Como su asistente, no tenía identidad propia. Borrada mi identidad y reducidas mis necesidades, me sentía como un fantasma cuyo destino estaba ligado a mi empleador. Esta trágica dependencia unidireccional nunca está más clara que cuando se trata del mundo legal. Como asistente personal, si alguna vez te piden que hagas algo éticamente dudoso, te tranquilizan de inmediato, como me ocurrió a mí: “no te preocupes, nunca te meterás en problemas”. Harvey tiene a su disposición a los mejores abogados del mundo. Ese punto de vista me desconcertaba. Siempre me daban ganas de replicar: “Sí, él los tiene, pero yo no”.
Si soy (y lo soy) una entidad jurídica distinta de la persona a la que asisto, la responsabilidad de mis actos es solo mía. ¿Qué importa, entonces, cuánto dinero tenía Weinstein o qué abogados tenía en marcación rápida?
Existe un riesgo tácito más oscuro: si tu disputa legal es con tu empleador, no hay salida. Como asistente, tu identidad, por no hablar de tu medio de vida, está tan ligada a tu empleador que la sociedad te ve como una sola entidad, pero el sistema legal no.
Esa simbiosis se deshizo en el caso de Iwamasa. La muerte de Perry rompió su conexión para siempre. Perry (y sus abultados bolsillos) ya no están para proteger al asistente. Sin ese patrocinio, el sistema legal ha venido por él.
No me sorprende que Iwamasa se declarara culpable. El ayudante, que suele ser invisible, se encuentra de repente en el centro del escenario, el último lugar en el que está preparado para estar. Además de invisible, el asistente también puede estar sin dinero, sin poder y ser un objetivo vulnerable. Es demasiado fácil convertir al mayordomo en el chivo expiatorio.
(c) The New York Times
A principios de este mes, Kenneth Iwamasa, de 59 años, ayudante del actor Matthew Perry, se declaró culpable de conspiración para distribuir ketamina, la droga que provocó la muerte de su empleador. Muy pocas personas conocen de primera mano la dinámica tóxica que puede desarrollarse al asistir a un famoso o entienden el desequilibrio de poder inherente que puede surgir. Yo sí los conozco. En 1998 trabajé durante dos meses como asistente personal de Harvey Weinstein. Fui testigo de las muchas formas en que su fama y su poder distorsionaban el comportamiento de la gente que lo rodeaba y de cómo, por ser su ayudante, se me consideraba menos que una persona. Mientras era su empleada, intentó violarme. Durante años se me impidió hablar de ello mediante un acuerdo de confidencialidad, hasta que pude hablar en 2019.
Por supuesto, hay una distinción fundamental entre Perry, una persona adicta, y Weinstein, un violador. Perry no era el criminal que es Weinstein, y su exempleado (y otros) están siendo acusados como sus facilitadores, no siendo puestos en el centro de atención como las víctimas de Perry. Pero cuando leí sobre la imputación de Iwamasa, comprendí perfectamente que del ayudante de un famoso se puede esperar que haga todo lo que le pidan, independientemente de la ética o la legalidad. Estas peticiones pueden ir desde decir mentiras piadosas (por ejemplo, a una cónyuge iracunda que quiere saber dónde está tu jefe) hasta conseguir caprichos ilícitos (como drogas). En el enrarecido mundo de los famosos, los asistentes no suelen ser tratados como personas. Son más bien accesorios: apenas remunerados, muy prescindibles e intercambiables.
En la última década, he reflexionado profundamente sobre la complicidad y la culpabilidad. ¿Es cierto, como sostenía el teólogo alemán Martin Niemöller, que quienes no se pronunciaron en la Alemania nazi eran tan culpables como los carceleros? En mi opinión, se trata de una falsa confusión. Como asistente, te encuentras en un doble aprieto: casi no tienes poder, pero tienes una responsabilidad desproporcionada. En un sentido fundamental, los asistentes no se pertenecen a sí mismos.
Iwamasa vivía a tiempo completo con su jefe, presumiblemente para poder estar a su servicio las veinticuatro horas del día. En mi época de asistente, a menudo me veía como una mayordoma aterrorizada. Mi trabajo consistía en ser invisible y estar en todas partes a la vez. Se trataba de conjurar lo imposible y luego hacer que lo imposible pareciera que nunca había ocurrido. Esa es la alquimia de la asistencia. Si te haces notar, estás haciendo un mal trabajo. Solo habrás tenido éxito cuando nadie se fije en ti ni en las cosas que has hecho realidad.
Weinstein me dijo una vez que le gustaban las chicas chinas porque son discretas, y me habló a menudo de la lealtad. Del mismo modo, los informes sobre la presencia en las redes sociales de Iwamasa han detallado cómo destacaba la discreción y la lealtad como atributos profesionales. Palabras como discreto y leal suelen señalar a los clientes adinerados que uno no solo mirará hacia otro lado cuando sea necesario, sino que facilitará sus indiscreciones. Se esperaba de mí que guardara los secretos de mi jefe, que protegiera su reputación y, en última instancia, me convertí en su víctima.
En el caso de Weinstein, podemos señalar a todo un círculo de personas que permitieron su actividad delictiva, incluidos, entre otros, contables, miembros de la junta directiva, abogados, todos los cuales tenían acceso al dinero y el poder que les permitía defenderse. Los famosos pueden verse rodeados de una corriente de aduladores que les dicen que están por encima de la ley. Pocos se atrevieron a decirle a Weinstein que no podía hacer algo o que había ido demasiado lejos.
El sistema que permite este desequilibrio va mucho más allá del privilegio. En lo que respecta a las indiscreciones de Weinstein hacia las mujeres (en otras palabras, las violaciones), sus facilitadores no se limitaron a decirle que se saldría con la suya. Lo que es más peligroso, le hicieron creer que tenía el derecho divino de hacer lo que quisiera, con argumentos como “eres un genio creativo y necesitas inspirarte en algún sitio” o “eres un buen hombre con debilidad por las mujeres guapas”. Weinstein pasó décadas cultivando su propia imagen de genio torturado. Cayó en su propio mito, y lo consumió.
Los asistentes son a menudo conscientes de este comportamiento, pero tienen poco poder y pocas opciones frente a él. He intentado describir en vano esta sensación de entrampamiento a personas ajenas a la industria cinematográfica. Me han preguntado por qué no conseguí otro trabajo. Las imágenes recientes de Weinstein, encorvado y tembloroso sobre su andador, han destruido las imágenes del magnate de los medios de comunicación en el cenit de su poder, pero en 1998, era casi imposible conseguir una reunión con el hombre, y mucho menos trabajar en su oficina. Una vez allí, podía ser despedida de un momento a otro, y era plenamente consciente de que supondría la pérdida no solo de ese trabajo, sino de cualquier otro en la industria cinematográfica. La lista negra era permanente.
Como su asistente, no tenía identidad propia. Borrada mi identidad y reducidas mis necesidades, me sentía como un fantasma cuyo destino estaba ligado a mi empleador. Esta trágica dependencia unidireccional nunca está más clara que cuando se trata del mundo legal. Como asistente personal, si alguna vez te piden que hagas algo éticamente dudoso, te tranquilizan de inmediato, como me ocurrió a mí: “no te preocupes, nunca te meterás en problemas”. Harvey tiene a su disposición a los mejores abogados del mundo. Ese punto de vista me desconcertaba. Siempre me daban ganas de replicar: “Sí, él los tiene, pero yo no”.
Si soy (y lo soy) una entidad jurídica distinta de la persona a la que asisto, la responsabilidad de mis actos es solo mía. ¿Qué importa, entonces, cuánto dinero tenía Weinstein o qué abogados tenía en marcación rápida?
Existe un riesgo tácito más oscuro: si tu disputa legal es con tu empleador, no hay salida. Como asistente, tu identidad, por no hablar de tu medio de vida, está tan ligada a tu empleador que la sociedad te ve como una sola entidad, pero el sistema legal no.
Esa simbiosis se deshizo en el caso de Iwamasa. La muerte de Perry rompió su conexión para siempre. Perry (y sus abultados bolsillos) ya no están para proteger al asistente. Sin ese patrocinio, el sistema legal ha venido por él.
No me sorprende que Iwamasa se declarara culpable. El ayudante, que suele ser invisible, se encuentra de repente en el centro del escenario, el último lugar en el que está preparado para estar. Además de invisible, el asistente también puede estar sin dinero, sin poder y ser un objetivo vulnerable. Es demasiado fácil convertir al mayordomo en el chivo expiatorio.
(c) The New York Times