Por: Daniel Schwartz y Simón Ganitsky
Nos gusta pensar que poco queda de ese antisemitismo atávico que culpa al pueblo judío de haber matado a Jesús. También pareciera que la imagen del judío narizón, que frota ávidamente las manos frente a un saco de oro, está superada. Sin embargo, tras el escandaloso despido del periodista Daniel Coronell de la revista Semana, vaticinamos un escenario probable: ¿cuánto demorarían en apelar al imaginario que denuncia al judío banquero y dueño de medios de comunicación de orquestar un ardid? El tiempo nos dio la razón, aunque en una columna de opinión en El Espectador.
En los giros inesperados de un texto se nos revelan más claramente las motivaciones profundas —y las inconscientes— del autor. Podemos leer los non sequitur involuntarios, más allá del desconcierto y de la sorpresa, como lapsus o como síntomas. Eso pasa con algunas referencias que aparecen en la columna de Julio César Londoño, titulada “Gabriel Gilinski, un alquimista invertido”.
La columna pretende sumarse a las voces de indignación que han rechazado las decisiones que Gabriel Gilinski ha tomado a cargo del Grupo Semana. El ataque a la independencia de Arcadia —con el despido injustificado del equipo directivo que le daba su carácter crítico—, la contratación de periodistas y escritores cuyo único mérito conocido es ser de derecha y el despido de Coronell atentan contra la libertad y la independencia. Armado únicamente con su músculo financiero, Gilinski está domesticando una publicación que había sido más o menos crítica con el gobierno y con los grupos políticos cercanos a Gilinski. Igual que estas últimas líneas, la columna de Londoño no dice nada notable ni novedoso al respecto.
La sorpresa aparece cuando Londoño se pregunta por las razones que llevaron a Gilinski, en el caso del segundo despido de Coronell, a no decir nada sobre el escándalo denunciado por el excolumnista de Semana. Sobre las razones detrás del comportamiento de Gilinski, se pregunta Londoño: “¿Le dará el joven Gabriel Gilinski explicaciones al rabí de la familia, que las transmitirá a esa potencia irascible que truena en las páginas de la Torá?”.
Parece un chiste, pero no da risa. Parece un desvarío, pero tiene el tono de la cordura. Tiene la forma de un non sequitur, pero Londoño parece estar convencido de que esa es, justamente, la pregunta que se sigue.
De repente se nos revela que la columna de Londoño sí dice algo más que todos los otros que han denunciado las movidas de Gilinski. Londoño está diciendo que Gilinski es judío. Esa es la afirmación que se sigue de esa pregunta, que no pretende nada más que señalar ese hecho. Por tanto, a diferencia de los otros que han pretendido defender a Coronell y la libertad de prensa, Londoño dice: Gilinski, el judío que es banquero y dueño de medios de comunicación, atentó contra la independencia de Semana.
La pregunta no es gratuita ni insignificante. Es un giro torpe y poco imaginativo, pero con el poder de calificar todas las otras afirmaciones que se hacen en el escrito. Enmarca la crítica de las acciones de Gilinski en la constatación, presuntamente neutral, de que es judío. Ningún hecho es neutral, y mucho menos el hecho de que alguien sea judío. De la imagen del judío que conspiraba contra la libertad de la nación alemana, pasamos a la del judío que conspira contra la libertad de prensa.
Matamos a Cristo, trajimos la Peste Negra y, desde la Edad Media, somos sinónimo de usura, avaricia, triquiñuela y mentira. Publicado en Rusia en 1903, Los protocolos de los sabios de Sion denunció un supuesto complot judío para dominar el mundo. Obligatorio en los currículos escolares del Tercer Reich, justificó el genocidio: le dio razones al pueblo alemán para apoyar o aceptar tácitamente el horror con la imagen del judío adinerado detrás de los medios y las jugadas políticas.
La columna de Londoño parece devolvernos a esos tiempos al poner en el centro la imagen del judío que compra, censura y manipula. Como si las decisiones editoriales de Gabriel Gilinski obedecieran a un mandato judío, que debe consultar con su líder espiritual, “el rabí” (¿Muy poco exótico decir “el rabino”?), que en la imaginación de Londoño le susurra al oído al banquero cómo mover las fichas de su emporio.
Queriendo golpear hacia arriba, Londoño terminó golpeando hacia abajo. Las críticas a Gilinski se distorsionan y palidecen con las pullas antisemitas. La columna deja de ser un ataque al poder y se convierte en una agresión contra el débil. Gabriel Gilinski ocupa una posición de poder —y podríamos decir, de poder injustificado y arbitrario— pero eso nada tiene que ver con que sea judío, con que consulte con un rabino, si es que lo hace, ni con que crea en Dios. Aunque pretendía mostrarlo como victimario y como agresor, Londoño lo convirtió en víctima de un ataque dirigido a su origen étnico y a su confesión religiosa.
Si pudiéramos tomar la columna de Londoño como síntoma de una forma de pensamiento extendida, parecería que en Colombia es distinto ser banquero católico de ser banquero judío. Si no, ¿por qué no se critica a Gilinsky en los mismos términos que a Sarmiento Angulo? ¿O acaso se cuestionaría la actuación de Sarmiento Angulo con una pregunta sobre si ya se confesó con su párroco familiar? Creemos que ese no sería el caso, aunque los dos son banqueros y dueños de medios de comunicación. Gabriel Gilinsky vetó al equipo de la revista Arcadia y a Daniel Coronell por sus orientaciones políticas, y Londoño lo atacó a él por ser judío.
Es notable que algunas voces que han denunciado el antisemitismo de la columna de Londoño incurren también en prejuicios y estereotipos que pueden considerarse antisemitas. Luego de que Daniel Coronell afirmara que Álvaro Uribe tenía acceso al contenido de sus escritos antes de que estos vieran la luz, El Espectador publicó una entrevista en la que el senador afirma que nunca ha intervenido en “las relaciones entre periodistas y dueños”. Sin dar nombres, Uribe califica de “fachista” el querer “maltratar a alguien por su raza, cuando, además, antecesores, de disciplina y trabajo como toda la estirpe, fueron asesinados en el Holocausto”. En estos comentarios, aparentemente judeófilos, se afirma el estereotipo de que los judíos son trabajadores, disciplinados y buenos negociantes. En ese sentido, lo que hace Uribe no es muy distinto de lo que hace Londoño, sin hablar de que los judíos no somos una raza, ni somos de estirpe. A lo mejor el senador se confundió y pensó, durante el minuto que toma componer un trino, en una familia de cristianos viejos, o quizás en sus caballos. Ser judío no hace a nadie malo ni bueno, ni banquero avaro ni esforzado negociante emparentado con los ur-antioqueños.
Por: Daniel Schwartz y Simón Ganitsky
Nos gusta pensar que poco queda de ese antisemitismo atávico que culpa al pueblo judío de haber matado a Jesús. También pareciera que la imagen del judío narizón, que frota ávidamente las manos frente a un saco de oro, está superada. Sin embargo, tras el escandaloso despido del periodista Daniel Coronell de la revista Semana, vaticinamos un escenario probable: ¿cuánto demorarían en apelar al imaginario que denuncia al judío banquero y dueño de medios de comunicación de orquestar un ardid? El tiempo nos dio la razón, aunque en una columna de opinión en El Espectador.
En los giros inesperados de un texto se nos revelan más claramente las motivaciones profundas —y las inconscientes— del autor. Podemos leer los non sequitur involuntarios, más allá del desconcierto y de la sorpresa, como lapsus o como síntomas. Eso pasa con algunas referencias que aparecen en la columna de Julio César Londoño, titulada “Gabriel Gilinski, un alquimista invertido”.
La columna pretende sumarse a las voces de indignación que han rechazado las decisiones que Gabriel Gilinski ha tomado a cargo del Grupo Semana. El ataque a la independencia de Arcadia —con el despido injustificado del equipo directivo que le daba su carácter crítico—, la contratación de periodistas y escritores cuyo único mérito conocido es ser de derecha y el despido de Coronell atentan contra la libertad y la independencia. Armado únicamente con su músculo financiero, Gilinski está domesticando una publicación que había sido más o menos crítica con el gobierno y con los grupos políticos cercanos a Gilinski. Igual que estas últimas líneas, la columna de Londoño no dice nada notable ni novedoso al respecto.
La sorpresa aparece cuando Londoño se pregunta por las razones que llevaron a Gilinski, en el caso del segundo despido de Coronell, a no decir nada sobre el escándalo denunciado por el excolumnista de Semana. Sobre las razones detrás del comportamiento de Gilinski, se pregunta Londoño: “¿Le dará el joven Gabriel Gilinski explicaciones al rabí de la familia, que las transmitirá a esa potencia irascible que truena en las páginas de la Torá?”.
Parece un chiste, pero no da risa. Parece un desvarío, pero tiene el tono de la cordura. Tiene la forma de un non sequitur, pero Londoño parece estar convencido de que esa es, justamente, la pregunta que se sigue.
De repente se nos revela que la columna de Londoño sí dice algo más que todos los otros que han denunciado las movidas de Gilinski. Londoño está diciendo que Gilinski es judío. Esa es la afirmación que se sigue de esa pregunta, que no pretende nada más que señalar ese hecho. Por tanto, a diferencia de los otros que han pretendido defender a Coronell y la libertad de prensa, Londoño dice: Gilinski, el judío que es banquero y dueño de medios de comunicación, atentó contra la independencia de Semana.
La pregunta no es gratuita ni insignificante. Es un giro torpe y poco imaginativo, pero con el poder de calificar todas las otras afirmaciones que se hacen en el escrito. Enmarca la crítica de las acciones de Gilinski en la constatación, presuntamente neutral, de que es judío. Ningún hecho es neutral, y mucho menos el hecho de que alguien sea judío. De la imagen del judío que conspiraba contra la libertad de la nación alemana, pasamos a la del judío que conspira contra la libertad de prensa.
Matamos a Cristo, trajimos la Peste Negra y, desde la Edad Media, somos sinónimo de usura, avaricia, triquiñuela y mentira. Publicado en Rusia en 1903, Los protocolos de los sabios de Sion denunció un supuesto complot judío para dominar el mundo. Obligatorio en los currículos escolares del Tercer Reich, justificó el genocidio: le dio razones al pueblo alemán para apoyar o aceptar tácitamente el horror con la imagen del judío adinerado detrás de los medios y las jugadas políticas.
La columna de Londoño parece devolvernos a esos tiempos al poner en el centro la imagen del judío que compra, censura y manipula. Como si las decisiones editoriales de Gabriel Gilinski obedecieran a un mandato judío, que debe consultar con su líder espiritual, “el rabí” (¿Muy poco exótico decir “el rabino”?), que en la imaginación de Londoño le susurra al oído al banquero cómo mover las fichas de su emporio.
Queriendo golpear hacia arriba, Londoño terminó golpeando hacia abajo. Las críticas a Gilinski se distorsionan y palidecen con las pullas antisemitas. La columna deja de ser un ataque al poder y se convierte en una agresión contra el débil. Gabriel Gilinski ocupa una posición de poder —y podríamos decir, de poder injustificado y arbitrario— pero eso nada tiene que ver con que sea judío, con que consulte con un rabino, si es que lo hace, ni con que crea en Dios. Aunque pretendía mostrarlo como victimario y como agresor, Londoño lo convirtió en víctima de un ataque dirigido a su origen étnico y a su confesión religiosa.
Si pudiéramos tomar la columna de Londoño como síntoma de una forma de pensamiento extendida, parecería que en Colombia es distinto ser banquero católico de ser banquero judío. Si no, ¿por qué no se critica a Gilinsky en los mismos términos que a Sarmiento Angulo? ¿O acaso se cuestionaría la actuación de Sarmiento Angulo con una pregunta sobre si ya se confesó con su párroco familiar? Creemos que ese no sería el caso, aunque los dos son banqueros y dueños de medios de comunicación. Gabriel Gilinsky vetó al equipo de la revista Arcadia y a Daniel Coronell por sus orientaciones políticas, y Londoño lo atacó a él por ser judío.
Es notable que algunas voces que han denunciado el antisemitismo de la columna de Londoño incurren también en prejuicios y estereotipos que pueden considerarse antisemitas. Luego de que Daniel Coronell afirmara que Álvaro Uribe tenía acceso al contenido de sus escritos antes de que estos vieran la luz, El Espectador publicó una entrevista en la que el senador afirma que nunca ha intervenido en “las relaciones entre periodistas y dueños”. Sin dar nombres, Uribe califica de “fachista” el querer “maltratar a alguien por su raza, cuando, además, antecesores, de disciplina y trabajo como toda la estirpe, fueron asesinados en el Holocausto”. En estos comentarios, aparentemente judeófilos, se afirma el estereotipo de que los judíos son trabajadores, disciplinados y buenos negociantes. En ese sentido, lo que hace Uribe no es muy distinto de lo que hace Londoño, sin hablar de que los judíos no somos una raza, ni somos de estirpe. A lo mejor el senador se confundió y pensó, durante el minuto que toma componer un trino, en una familia de cristianos viejos, o quizás en sus caballos. Ser judío no hace a nadie malo ni bueno, ni banquero avaro ni esforzado negociante emparentado con los ur-antioqueños.