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En noviembre de 2016 Lima acogió, como este año, la cumbre del Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC). Xi Jinping, Putin y Abe Shinzo llegaron del otro lado del Pacífico, mientras Barack Obama se despedía para dar paso a Donald Trump. En un domingo sin tráfico, acabadas las reuniones de alto nivel, una comitiva oficial china entró en la Biblioteca Nacional de Perú. Traía un millar de libros.
Una donación de China a Perú para celebrar el feliz encuentro de dos “civilizaciones milenarias”. Autoridades peruanas y chinas inauguraron así el primer Centro de Libros Chinos de América Latina. En la entrada se apilaron decenas de copias de un libro con el rostro de Xi y sus discursos, obsequio para los participantes. Como en la época maoísta, el engranaje propagandístico y el culto al líder de la China del siglo XXI también atraviesa fronteras.
Un millar de libros que, sin embargo, no cuenta la herencia que dejó el maoísmo en el Perú. Pareció como que Perú nunca hubiese conocido un libro chino y que China no hubiese roto nunca un plato, cuando la influencia revolucionaria del Libro Rojo de Mao Zedong –fundador y gran timonel de la República Popular China desde 1949– en la sierra peruana fue la chispa que prendió al grupo terrorista Sendero Luminoso.
¿Se olvida China que precisamente fue un peruano, en los años sesenta, uno de sus discípulos más aplicados en ideología maoísta y tácticas militares? El propio Abimael Guzmán, cabeza del grupo que trató de doblegar al estado peruano y desangró al país, afirma en sus memorias que “al maoísmo debo tanto que es, como otras pocas, una deuda invalorable imposible de saldar”. La deuda se cobró más de 70.000 vidas, la mayoría en el Perú rural.
Guzmán no solo absorbió y aplicó la ideología que impulsaba el líder chino, sino que llevó al país a la guerra poniendo en práctica tácticas militares directamente aprendidas en Nankín. De su primer viaje a China en 1965 dijo que fue “una de las experiencias más trascendental e imborrable” de su vida. Dirigentes comunistas de otros países de América Latina, África o Asia también viajaron invitados a formarse en la República Popular para llevar a cabo revoluciones violentas.
En Pekín estudiaron ideología y en Nankín recibieron entrenamiento en guerra popular, construcción del ejército, estrategia y táctica, y modalidades de combate como emboscadas o asaltos, así como la experiencia de la revolución china. Guzmán calificó su paso por China como una “grandiosa experiencia militar que, en su teoría y práctica, bebimos de su propia fuente en la China del presidente Mao”. Seis meses de aprendizaje que en los años ochenta regaron de violencia el Perú.
Por sorprendente que parezca, se tiende a pensar que durante el maoísmo (1949-1976), China permaneció aislada y no participó en la expansión de la revolución comunista mundial. Sin embargo, la académica Julia Lovell recuerda que durante la guerra fría “aunque la China de Mao no solía jugar según las normas internacionales, lo que sí hacía era jugar”. Lovell radiografía brillantemente la influencia de China más allá de sus fronteras en la obra Maoísmo: Una historia global (2019).
En él explica que en aquella época, pese a la retórica oficial actual, la República Popular se entrometía en los asuntos internos de otros países. “No sólo exportaba ideología en la forma de centenares de millones de ejemplares del Libro Rojo, sino también otros activos más sólidos para la revolución: financiación, armas y entrenamiento de los insurgentes globales, sobre todo en los países en vías de desarrollo”.
Un antiguo historiador de la diplomacia china, entrevistado por Lovell, señala además el bochorno que este pasado provoca a los gobernantes: “El Partido Comunista Chino no quiere hoy que el pueblo hable de su historia. Su intromisión en otros países fue en aquellos años verdaderamente excesiva”. Birmania, Camboya, Malasia, Francia, la República Federal de Alemania, Laos, Vietnam del sur, Nepal, India o Perú son algunos ejemplos.
En la actualidad, la no interferencia en asuntos internacionales es uno de los principios que guían su política exterior. Pekín afirma también que nunca lo ha hecho: prefiere mostrarse neutral, armoniosa y pacífica. Y cuando mira atrás, se victimiza por la agresión de las naciones imperialistas entre 1839 y 1945. Por ejemplo, China no se conforma con el perdón titubeante de Tokio por las atrocidades cometidas. A pesar de las casi ocho décadas desde la capitulación de Japón en la guerra del Pacífico, la forma de pedir perdón sigue enturbiando la relación bilateral.
Pekín usa además su propia versión de la historia como herramienta geopolítica. En la cumbre China-África de 2022, Xi Jinping declaró ante los mandatarios africanos: “En el pasado hemos sufrido las mismas amargas experiencias. Esto creó un fuerte vínculo entre China y África”. Por tanto, ¿debería China rendir cuentas por la herencia maoísta y la violencia que sus deseos de expansión provocaron en América Latina y en el resto del mundo?
Tal vez los países afligidos nunca se atrevan. Pero no debemos subestimar el daño ocasionado por la China maoísta, ni tampoco los intentos de la China de Xi por enterrar este tabú. Recordando el pasado, el relato que Pekín trata de escenificar en el Sur Global resulta muy poco convincente.
* Carmen Grau Vila es Doctora en historia, periodista e investigadora especializada en Japón y China y colaboradora del proyecto Análisis Sínico en www.cadal.org