La oportunidad de la Comisión de la Verdad
Juan Gabriel Gómez Albarello *
Hace muchos años, hice parte del equipo de investigadores de la Comisión de la Verdad para El Salvador. Esta experiencia, así como lo que he aprendido desde entonces, informan la perspectiva que quisiera ofrecer acerca de los desafíos que tiene la Comisión de la Verdad (CV) para cumplir un papel positivo en el proceso de reconciliación en Colombia.
Desde su creación, el postulado de que la CV podría cumplir tal papel ha sido puesto en cuestión. La CV ha sido atacada vehementemente por aquellos que sospechan que será usada por la izquierda política para ganar en el imaginario colectivo lo que las Farc nunca pudieron alcanzar a sangre y fuego. Sobre la CV pesan, además, otras objeciones, de carácter mucho más general, en contra de la conveniencia de recordar un pasado violento: una que solo sirve para deprimirse; otra, para llenarse de ira y cobrar venganza.
En el cuento “El Sermón”, del escritor Haim Nazaz, el personaje central, Yudka, objeta a sus compañeros la utilidad que puede tener la enseñanza de la historia del pueblo judío. “Persecuciones, masacres, martirios y pogroms. Y más persecuciones, masacres, martirios y pogroms.” Según el mismo Yudka, lo mejor que podría hacer un maestro sería decirles a sus pupilos, “No tenemos ninguna historia. No hemos tenido una desde el día en que nos empujaron al exilio. Se acabó la clase. Ahora pueden salir e ir a jugar.”
El periodista David Rieff llegó a una conclusión más o menos similar. Motivado por su experiencia en Bosnia, escribió el libro Contra la Memoria. En él sostiene que si el olvido puede ser una injusticia con el pasado, esto no significa que recordar no sea injusticia con el presente. Al inundar nuestra atención de los agravios pretéritos, la memoria puede hacer imposible la convivencia. Uno de los casos ejemplares de este fenómeno sería la guerra que llevó al desmembramiento de la antigua Yugoslavia.
El psicoanalista Vamik Volkan hace al respecto un planteamiento muy diferente. Según Volkan, si los eventos violentos que conllevan pérdida y humillación para sus víctimas no son objeto de duelo e incorporados en la historia personal y del grupo, se convierten en un legado oscuro que pasa de generación en generación. Esta “transmisión intergeneracional del dolor” se convierte en un “trauma escogido”, que puede ser activado por un líder narcisista maligno, como lo hizo Slobodan Milosevic con el pueblo serbio. Todos los estudiosos concuerdan en que el recuerdo de la Batalla de Kosovo desencadenó el odio interétnico, el secesionismo y la violencia. Sin embargo, la lección que Volkan extrae de ello es muy diferente de la de Rieff: el pasado no hay que enterrarlo en el olvido; hay que sanarlo para que no encienda el deseo de venganza.
Quisiera ilustrar el planteamiento de Volkan primero en broma y luego en serio. Dice una historia ficticia que una vez, en El Zócalo, un ciudadano mexicano vio a un paisano suyo pegarle a un ciudadano español. El hombre se le acercó al agresor y le preguntó por qué lo hacía. El agresor contestó, “Porque mataron a Cuauthémoc.” El otro le replicó, “¡Eso ocurrió hace más de 400 años!” El agresor entonces dijo, “Sí, pero fue hasta ayer que me enteré.”
Aunque el edificio donde está la Rectoría se llama Uriel Gutiérrez, muchos estudiantes de la Universidad Nacional no tienen la más remota idea de quién fue este estudiante de medicina y filosofía. Sin embargo, gracias al continuo relato de su asesinato, cometido por miembros de la Policía durante la dictadura de Rojas Pinilla, su muerte se ha convertido en un “trauma escogido”, un evento que pasa de generación en generación como prueba de que la Fuerza Pública es, supuestamente, enemiga de los estudiantes. Si a este evento pasado se suman los abusos del Esmad, así como la impunidad en que permanecen los casos de estudiantes muertos y heridos por la Policía, se puede entender el radicalismo de los estudiantes que se encapuchan.
Esta es, sin embargo, una historia incompleta. La otra parte de la historia tiene que ver con la forma en la cual las organizaciones guerrilleras han usado al movimiento estudiantil como parte de su vanguardia revolucionaria y al campus universitario como un santuario estratégico. Documentar ambas partes de la historia, escuchar a todos los involucrados, hacer el registro de estudiantes muertos y heridos, pero también de policías muertos y heridos en las confrontaciones con los estudiantes, serviría para procesar el trauma que hay de lado y lado. De ese modo, podríamos ponerle fin, al mismo tiempo, a la deplorable acción colectiva violenta de grupos de estudiantes y a los no menos deplorables abusos policiales.
Este ejercicio no puede llevarse a cabo de manera meramente intelectual, académica, como parecen creerlo algunos miembros de la CV y de su equipo de investigación, quienes están convencidos de que el culmen de su trabajo es el Informe Final que entregarán en noviembre del año entrante. La verdad reparadora involucra un alto componente emocional que precisa ser canalizado de un modo dialógico, en el cara a cara de los involucrados, no en la lectura solitaria o incluso colectiva del recuento de lo sucedido.
El sesgo a favor de la dimensión del conocimiento en perjuicio de la del diálogo ha oscurecido el papel que juega la CV y que podría jugar en favor de la reconciliación. Como en las universidades públicas, en el resto de Colombia hay muchas verdades desperdigadas que no podrán tener un alcance reparador, si la CV sigue pensando que su principal contribución a la reconciliación es su Informe Final. Este es mi reparo al planteamiento de José Antequera, con quien en otros puntos estoy de acuerdo. La verdad reparadora y reconciliadora es la del diálogo, no la de un Informe con el sello de autoridad, bastante cuestionada, de la CV.
Muchos miembros de la CV parecen no ser conscientes del limitado alcance que tendría ese informe, por cuenta de los ataques que han sido formulados en su contra, a los cuales aludí al principio. Siguen apegados al modelo de legitimidad burocrática que está en la base de ésta y de muchas otras comisiones de la verdad. Según este modelo, la credibilidad del informe final proviene de sus autores: personas reconocidas por su independencia e imparcialidad. En El Salvador, donde las sospechas recíprocas hacían imposible encontrar personas cuyas calidades fueran aceptadas, las partes se pusieron de acuerdo en nombrar a tres comisionados extranjeros, que realizaron su trabajo al amparo de Naciones Unidas.
La CV necesita con urgencia de un modelo de legitimidad procesal según el cual la verdad reparadora surge del diálogo difícil con todos quienes tienen heridas abiertas por causa de la violencia. Ese diálogo difícil requiere reconocer la multitud de grises que hay en la historia colombiana. Contrario a lo que parecen creer algunos comisionados, no hay una tajante división blanco contra negro. Abundan los casos de víctimas que se hicieron victimarios y victimarios que también fueron víctimas. Ese diálogo difícil requiere de muchas más etapas y tareas en la revelación de la verdad, como lo puso de presente doña Carmenza López al negarle –en mi opinión, justificadamente– un abrazo a la senadora de la FARC Sandra Ramírez.
Ese diálogo difícil requiere también que varios de los comisionados superen el equivocado entendimiento acerca de su presencia en la CV. No están allí en representación de los grupos indígenas, las comunidades afrocolombianas, los militares, etc. Están allí para cumplir el servicio público de entregarle un relato común al país, que pueda servir para evitar la repetición en el futuro de cruentos errores.
Ese relato chocará, desde luego, con la tozudez y el cinismo de sectores que incurrirán en discursos negacionistas, sectores que nunca concurrirían a participar en el diálogo difícil al que la CV tendría que invitarlos. ¿Querría decir esto que el papel de la CV se agotaría en mirar hacia el futuro y ofrecernos un decálogo de lo que nunca se debe repetir, como lo planteó recientemente Eduardo Pizarro?
Todo lo que hemos aprendido en las últimas décadas acerca de la formación de la identidad personal y colectiva nos dice que es un proceso con una alta carga emocional. Esa carga puede estar ligada a eventos de pérdida y humillación que requieren un trámite cuidadoso, en el cual las partes reinventan su identidad y se abren al reconocimiento y la empatía con los otros. Daniel Shapiro, el autor de Negotiating the Nonnegotiable (Negociar lo no Negociable) no duda en recomendar a las partes que trabajen en soluciones hacia el futuro que puedan pasar el test de la desconfianza. Sin embargo, considera esencial que esas mismas partes hagan todos los esfuerzos necesarios para que puedan superar el test del resentimiento de las heridas del pasado. De ahí que el trabajo de la CV tenga que mirar tanto para atrás como para adelante.
Hace ya casi seis décadas, monseñor Germán Guzmán, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna le entregaron al país un recuento de lo ocurrido durante La Violencia. Las élites políticas y los grandes medios de comunicación rechazaron ese relato con el argumento de que abriría las heridas que el Frente Nacional se había propuesto cerrar. Hoy no deberíamos cometer el mismo error. Deberíamos ver que la oportunidad de la Comisión de la Verdad es también la oportunidad de la reconciliación de Colombia.
* Abogado, PhD en Ciencia Política, profesor de la Universidad Nacional de Colombia.
Hace muchos años, hice parte del equipo de investigadores de la Comisión de la Verdad para El Salvador. Esta experiencia, así como lo que he aprendido desde entonces, informan la perspectiva que quisiera ofrecer acerca de los desafíos que tiene la Comisión de la Verdad (CV) para cumplir un papel positivo en el proceso de reconciliación en Colombia.
Desde su creación, el postulado de que la CV podría cumplir tal papel ha sido puesto en cuestión. La CV ha sido atacada vehementemente por aquellos que sospechan que será usada por la izquierda política para ganar en el imaginario colectivo lo que las Farc nunca pudieron alcanzar a sangre y fuego. Sobre la CV pesan, además, otras objeciones, de carácter mucho más general, en contra de la conveniencia de recordar un pasado violento: una que solo sirve para deprimirse; otra, para llenarse de ira y cobrar venganza.
En el cuento “El Sermón”, del escritor Haim Nazaz, el personaje central, Yudka, objeta a sus compañeros la utilidad que puede tener la enseñanza de la historia del pueblo judío. “Persecuciones, masacres, martirios y pogroms. Y más persecuciones, masacres, martirios y pogroms.” Según el mismo Yudka, lo mejor que podría hacer un maestro sería decirles a sus pupilos, “No tenemos ninguna historia. No hemos tenido una desde el día en que nos empujaron al exilio. Se acabó la clase. Ahora pueden salir e ir a jugar.”
El periodista David Rieff llegó a una conclusión más o menos similar. Motivado por su experiencia en Bosnia, escribió el libro Contra la Memoria. En él sostiene que si el olvido puede ser una injusticia con el pasado, esto no significa que recordar no sea injusticia con el presente. Al inundar nuestra atención de los agravios pretéritos, la memoria puede hacer imposible la convivencia. Uno de los casos ejemplares de este fenómeno sería la guerra que llevó al desmembramiento de la antigua Yugoslavia.
El psicoanalista Vamik Volkan hace al respecto un planteamiento muy diferente. Según Volkan, si los eventos violentos que conllevan pérdida y humillación para sus víctimas no son objeto de duelo e incorporados en la historia personal y del grupo, se convierten en un legado oscuro que pasa de generación en generación. Esta “transmisión intergeneracional del dolor” se convierte en un “trauma escogido”, que puede ser activado por un líder narcisista maligno, como lo hizo Slobodan Milosevic con el pueblo serbio. Todos los estudiosos concuerdan en que el recuerdo de la Batalla de Kosovo desencadenó el odio interétnico, el secesionismo y la violencia. Sin embargo, la lección que Volkan extrae de ello es muy diferente de la de Rieff: el pasado no hay que enterrarlo en el olvido; hay que sanarlo para que no encienda el deseo de venganza.
Quisiera ilustrar el planteamiento de Volkan primero en broma y luego en serio. Dice una historia ficticia que una vez, en El Zócalo, un ciudadano mexicano vio a un paisano suyo pegarle a un ciudadano español. El hombre se le acercó al agresor y le preguntó por qué lo hacía. El agresor contestó, “Porque mataron a Cuauthémoc.” El otro le replicó, “¡Eso ocurrió hace más de 400 años!” El agresor entonces dijo, “Sí, pero fue hasta ayer que me enteré.”
Aunque el edificio donde está la Rectoría se llama Uriel Gutiérrez, muchos estudiantes de la Universidad Nacional no tienen la más remota idea de quién fue este estudiante de medicina y filosofía. Sin embargo, gracias al continuo relato de su asesinato, cometido por miembros de la Policía durante la dictadura de Rojas Pinilla, su muerte se ha convertido en un “trauma escogido”, un evento que pasa de generación en generación como prueba de que la Fuerza Pública es, supuestamente, enemiga de los estudiantes. Si a este evento pasado se suman los abusos del Esmad, así como la impunidad en que permanecen los casos de estudiantes muertos y heridos por la Policía, se puede entender el radicalismo de los estudiantes que se encapuchan.
Esta es, sin embargo, una historia incompleta. La otra parte de la historia tiene que ver con la forma en la cual las organizaciones guerrilleras han usado al movimiento estudiantil como parte de su vanguardia revolucionaria y al campus universitario como un santuario estratégico. Documentar ambas partes de la historia, escuchar a todos los involucrados, hacer el registro de estudiantes muertos y heridos, pero también de policías muertos y heridos en las confrontaciones con los estudiantes, serviría para procesar el trauma que hay de lado y lado. De ese modo, podríamos ponerle fin, al mismo tiempo, a la deplorable acción colectiva violenta de grupos de estudiantes y a los no menos deplorables abusos policiales.
Este ejercicio no puede llevarse a cabo de manera meramente intelectual, académica, como parecen creerlo algunos miembros de la CV y de su equipo de investigación, quienes están convencidos de que el culmen de su trabajo es el Informe Final que entregarán en noviembre del año entrante. La verdad reparadora involucra un alto componente emocional que precisa ser canalizado de un modo dialógico, en el cara a cara de los involucrados, no en la lectura solitaria o incluso colectiva del recuento de lo sucedido.
El sesgo a favor de la dimensión del conocimiento en perjuicio de la del diálogo ha oscurecido el papel que juega la CV y que podría jugar en favor de la reconciliación. Como en las universidades públicas, en el resto de Colombia hay muchas verdades desperdigadas que no podrán tener un alcance reparador, si la CV sigue pensando que su principal contribución a la reconciliación es su Informe Final. Este es mi reparo al planteamiento de José Antequera, con quien en otros puntos estoy de acuerdo. La verdad reparadora y reconciliadora es la del diálogo, no la de un Informe con el sello de autoridad, bastante cuestionada, de la CV.
Muchos miembros de la CV parecen no ser conscientes del limitado alcance que tendría ese informe, por cuenta de los ataques que han sido formulados en su contra, a los cuales aludí al principio. Siguen apegados al modelo de legitimidad burocrática que está en la base de ésta y de muchas otras comisiones de la verdad. Según este modelo, la credibilidad del informe final proviene de sus autores: personas reconocidas por su independencia e imparcialidad. En El Salvador, donde las sospechas recíprocas hacían imposible encontrar personas cuyas calidades fueran aceptadas, las partes se pusieron de acuerdo en nombrar a tres comisionados extranjeros, que realizaron su trabajo al amparo de Naciones Unidas.
La CV necesita con urgencia de un modelo de legitimidad procesal según el cual la verdad reparadora surge del diálogo difícil con todos quienes tienen heridas abiertas por causa de la violencia. Ese diálogo difícil requiere reconocer la multitud de grises que hay en la historia colombiana. Contrario a lo que parecen creer algunos comisionados, no hay una tajante división blanco contra negro. Abundan los casos de víctimas que se hicieron victimarios y victimarios que también fueron víctimas. Ese diálogo difícil requiere de muchas más etapas y tareas en la revelación de la verdad, como lo puso de presente doña Carmenza López al negarle –en mi opinión, justificadamente– un abrazo a la senadora de la FARC Sandra Ramírez.
Ese diálogo difícil requiere también que varios de los comisionados superen el equivocado entendimiento acerca de su presencia en la CV. No están allí en representación de los grupos indígenas, las comunidades afrocolombianas, los militares, etc. Están allí para cumplir el servicio público de entregarle un relato común al país, que pueda servir para evitar la repetición en el futuro de cruentos errores.
Ese relato chocará, desde luego, con la tozudez y el cinismo de sectores que incurrirán en discursos negacionistas, sectores que nunca concurrirían a participar en el diálogo difícil al que la CV tendría que invitarlos. ¿Querría decir esto que el papel de la CV se agotaría en mirar hacia el futuro y ofrecernos un decálogo de lo que nunca se debe repetir, como lo planteó recientemente Eduardo Pizarro?
Todo lo que hemos aprendido en las últimas décadas acerca de la formación de la identidad personal y colectiva nos dice que es un proceso con una alta carga emocional. Esa carga puede estar ligada a eventos de pérdida y humillación que requieren un trámite cuidadoso, en el cual las partes reinventan su identidad y se abren al reconocimiento y la empatía con los otros. Daniel Shapiro, el autor de Negotiating the Nonnegotiable (Negociar lo no Negociable) no duda en recomendar a las partes que trabajen en soluciones hacia el futuro que puedan pasar el test de la desconfianza. Sin embargo, considera esencial que esas mismas partes hagan todos los esfuerzos necesarios para que puedan superar el test del resentimiento de las heridas del pasado. De ahí que el trabajo de la CV tenga que mirar tanto para atrás como para adelante.
Hace ya casi seis décadas, monseñor Germán Guzmán, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna le entregaron al país un recuento de lo ocurrido durante La Violencia. Las élites políticas y los grandes medios de comunicación rechazaron ese relato con el argumento de que abriría las heridas que el Frente Nacional se había propuesto cerrar. Hoy no deberíamos cometer el mismo error. Deberíamos ver que la oportunidad de la Comisión de la Verdad es también la oportunidad de la reconciliación de Colombia.
* Abogado, PhD en Ciencia Política, profesor de la Universidad Nacional de Colombia.