El Universo social y religioso guajiro se encuentra muy presente a lo largo de la producción literaria de García Márquez, aunque no lo estuviese en los discursos fúnebres oficiales, ni en las opiniones de los críticos literarios colombianos, ni en las notas periodísticas nacionales acerca de su deceso.
En Historia de un deicidio, Vargas Llosa examina a Macondo y observa que no es una sociedad igualitaria y que hay jerarquías. Se detiene en unos seres anónimos, gregarios, que reciben órdenes y se encuentran agrupados en una denominación genérica: los guajiros. Uno de ellos: Cataure, regresa después de una larga ausencia, vestido de negro, y anuncia a los propios Buendía la muerte de José Arcadio diciendo en su lengua solemne “he venido al sepelio del rey”. Poco después, narra García Márquez, vieron a través de la ventana que estaba cayendo una llovizna de minúsculas flores amarillas.
En su libro La cepa de las palabras, el investigador Juan Moreno propone una hermenéutica plural de la obra de Gabito que haga inteligible los sistemas míticos que perduran en su interior, como es el caso del conjunto oral wayuu. Ello permitiría una mirada más profunda a figuras de un universo ginocéntrico como Úrsula Iguarán, examinar las asociaciones entre muerte y territorialidad, comprender la dimensión onírica de la vida tan frecuente en sus cuentos y novelas, y acercarnos a la noción indígena de vida más allá de la muerte. Si algo rechazó el escritor fue la noción de fantasía a lo Walt Disney, entendida como la invención simple y arbitraria.
El propio Gabo, en Vivir para contarla, reafirma sus raíces guajiras, pues su infancia transcurrió al lado de sus abuelos maternos, el coronel Nicolás Márquez y Tranquilina Iguarán Cotes. En un momento de su juventud marcha hacia La Guajira: la tierra de sus mayores. “Era exactamente el camino contrario al recorrido por mi familia, porque ellos eran guajiros, eran de Riohacha, y de La Guajira se vinieron a la zona bananera, era como el viaje de regreso, el viaje a la semilla”. Sus abuelos y su progenitora, Luisa Santiaga, lo familiarizaron con la devoción ancestral a la Virgen de los Remedios, los terroríficos asaltos de Drake y la comida guajira que ellos sazonaban en Aracataca con el caldo de las añoranzas. En su mente perduró siempre la imagen de la casa en la que fue concebido en Riohacha: “mi madre añoraba tanto la casa donde pasó la luna de miel que sus hijos mayores hubiéramos podido describirla cuarto por cuarto y todavía hoy sigue siendo uno de mis falsos recuerdos”.
Con los indígenas aprendió retazos del wayuunaiki. Gabo resalta el término arijuna como una expresión que su abuela “usaba en cierto modo para referirse al español, al hombre blanco y en fin de cuentas al enemigo”. Desde esta mirada, García Márquez puede ser visto como el palabrero mayor de las letras colombianas, pues lo que pretendió a lo largo de su fructífera vida fue ser simplemente un hombre que tuviese por oficio la palabra.
Weildler Guerra Curvelo
wilderguerragmail.com
El Universo social y religioso guajiro se encuentra muy presente a lo largo de la producción literaria de García Márquez, aunque no lo estuviese en los discursos fúnebres oficiales, ni en las opiniones de los críticos literarios colombianos, ni en las notas periodísticas nacionales acerca de su deceso.
En Historia de un deicidio, Vargas Llosa examina a Macondo y observa que no es una sociedad igualitaria y que hay jerarquías. Se detiene en unos seres anónimos, gregarios, que reciben órdenes y se encuentran agrupados en una denominación genérica: los guajiros. Uno de ellos: Cataure, regresa después de una larga ausencia, vestido de negro, y anuncia a los propios Buendía la muerte de José Arcadio diciendo en su lengua solemne “he venido al sepelio del rey”. Poco después, narra García Márquez, vieron a través de la ventana que estaba cayendo una llovizna de minúsculas flores amarillas.
En su libro La cepa de las palabras, el investigador Juan Moreno propone una hermenéutica plural de la obra de Gabito que haga inteligible los sistemas míticos que perduran en su interior, como es el caso del conjunto oral wayuu. Ello permitiría una mirada más profunda a figuras de un universo ginocéntrico como Úrsula Iguarán, examinar las asociaciones entre muerte y territorialidad, comprender la dimensión onírica de la vida tan frecuente en sus cuentos y novelas, y acercarnos a la noción indígena de vida más allá de la muerte. Si algo rechazó el escritor fue la noción de fantasía a lo Walt Disney, entendida como la invención simple y arbitraria.
El propio Gabo, en Vivir para contarla, reafirma sus raíces guajiras, pues su infancia transcurrió al lado de sus abuelos maternos, el coronel Nicolás Márquez y Tranquilina Iguarán Cotes. En un momento de su juventud marcha hacia La Guajira: la tierra de sus mayores. “Era exactamente el camino contrario al recorrido por mi familia, porque ellos eran guajiros, eran de Riohacha, y de La Guajira se vinieron a la zona bananera, era como el viaje de regreso, el viaje a la semilla”. Sus abuelos y su progenitora, Luisa Santiaga, lo familiarizaron con la devoción ancestral a la Virgen de los Remedios, los terroríficos asaltos de Drake y la comida guajira que ellos sazonaban en Aracataca con el caldo de las añoranzas. En su mente perduró siempre la imagen de la casa en la que fue concebido en Riohacha: “mi madre añoraba tanto la casa donde pasó la luna de miel que sus hijos mayores hubiéramos podido describirla cuarto por cuarto y todavía hoy sigue siendo uno de mis falsos recuerdos”.
Con los indígenas aprendió retazos del wayuunaiki. Gabo resalta el término arijuna como una expresión que su abuela “usaba en cierto modo para referirse al español, al hombre blanco y en fin de cuentas al enemigo”. Desde esta mirada, García Márquez puede ser visto como el palabrero mayor de las letras colombianas, pues lo que pretendió a lo largo de su fructífera vida fue ser simplemente un hombre que tuviese por oficio la palabra.
Weildler Guerra Curvelo
wilderguerragmail.com