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Los seres humanos compartimos diversos rasgos que están anudados a nuestra finitud. Por una parte, estamos atravesados por la alteridad pues nadie nace idéntico a otro; nacemos en un mundo, en medio de prácticas y condiciones que configuran una forma de vida social; dependemos de otros, así como de múltiples cuidados para irnos constituyendo como sujetos, singularizarnos y, si las condiciones lo permiten, adquirir una cierta independencia que nunca deja de estar marcada por la vulnerabilidad. Porque aunque vivamos en medio de privilegios y podamos ser menos frágiles gracias a estos, nunca dejamos de estar expuestos a padecer y a ser heridos.
Todo esto trae consigo que la vida humana se caracterice de principio a fin por el conflicto. Porque en medio de las diferencias que nos constituyen surgen divergencias, desacuerdos. Y estos son importantes para mostrarnos problemas, visiones y posibilidades que no habíamos considerado y para, eventualmente, llevarnos a cambiar de posición y alterarnos. De hecho, cuando el conflicto no se deja aparecer y tratar, se intensifica en múltiples violencias.
Sin embargo, pese a lo anterior, existen visiones arraigadas a ideales de pureza, eternidad y armonía que han llevado a considerar el conflicto como indeseable, como una anomia que desestabiliza lo que -se asume- debería permanecer como un orden inamovible. En Colombia, lo sabemos, por mucho tiempo las prácticas gubernamentales, pero también lógicas empresariales y medios de comunicación corporativos, han estado dominados por el deseo de eliminar el conflicto. Ya sea al desplegar una perspectiva bélica que convirtió a los adversarios (partidos de oposición, movimientos sociales igualitarios, visiones de izquierda) en enemigos por destruir o ser derrotados; ya sea porque se impuso una lógica consensualista y tecnocrática de acuerdo con la cual gobernar es administrar la economía para crecer el PIB y garantizar la seguridad financiera, desde procedimientos y técnicas que -se asume- no admiten discusión ni la necesidad de llegar a acuerdos con las personas afectadas por ellos. Estas lógicas han llevado a un desprecio, cuando no a una persecución del desacuerdo, y han impedido que un statu quo sumamente inequitativo, y que ha naturalizado la desigualdad, pueda transformarse hacia condiciones más justas y más orientadas hacia lo común.
Porque lo común no es el consenso. Lo común no es la unanimidad que se impone más allá de las diferencias ni es algo dado por una comunidad étnica o cultural, sino que tiene que componerse a través de prácticas colectivas que partan por preguntarse justamente cómo establecer criterios, formas de alcanzar acuerdos y decisiones que puedan ser consideradas comunes entre los diversos que habitan un mismo lugar y comparten el hecho de ser más o menos vulnerables en medio de sus diferencias.
Llegar a acuerdos es fundamental para la vida democrática, y alcanzarlos exige que quienes disienten acojan las condiciones de igualdad y respeto de la diferencia que les permite disentir; requiere dejarse interpelar por el adversario y aceptar nuestra codependencia compartida y la necesidad de construir juntos un mundo común que nos albergue y nos brinde cuidados. Pero lo hemos olvidado por la obsesión de tener cada vez más riqueza, dominar sobre otros y competir entre sí, y por la creencia de que todo esto lo impone un consenso incuestionado.