Por: Frédéric Massé*
La recién solicitud de las FARC de recalendarizar el proceso de dejación de sus armas a raíz de los retrasos de tipo logístico en la adecuación de las zonas veredales transitorias no tiene nada de inusual y solo refleja las dificultades inherentes a la implementación de acuerdos de paz. Aunque el gobierno colombiano y la misión de la ONU en Colombia aprovecharon para aclarar ciertos malentendidos y el incidente se superó, el cruce de comunicados entre ambas partes no cayó muy bien en la opinión pública y dejó cierto malestar en la clase política colombiana.
Algunos sectores echaron leña al fuego e intentaron armar un escándalo a raíz de esta petición, pero modificar el calendario de implementación de unos acuerdos de paz no tiene nada de escandaloso. Suele suceder en la mayoría de los procesos de paz, por una razón sencilla y prosaica: aunque muchos de los problemas y dificultades del post conflicto son conocidos y por lo tanto pueden ser anticipados, la realidad cambiante del post conflicto suele requerir unos ajustes en el cronograma de la implementación.
El incidente de la semana pasada alude sin embargo a consideraciones tanto de fondo como de forma. Sobre la forma, el gobierno colombiano reaccionó de manera firme porque consideró que el comunicado de las Naciones Unidas dejaba la sensación de que era el único o principal responsable del retraso en el desarme de las FARC. No estaba de acuerdo, quiso protegerse, y de paso aprovechó también para reafirmar su soberanía al recordar a las Naciones Unidas - aunque no lo dijo explícitamente - que la Misión estaba en el país a petición del gobierno colombiano. Este tipo de reafirmación y de tensión por parte de gobiernos que acogen misiones de paz es clásico. Ahora bien, el comunicado de las Naciones Unidas y las declaraciones de su jefe de Misión en Colombia también son muy entendibles y responden a su mandato. Las Naciones Unidas y Colombia quisieron advertir sobre posible inconvenientes y dificultades a la hora de cumplir con el calendario previsto para el desarme y propusieron una manera de solucionarlos. Nada extraordinario. Lo contrario hubiera sido criticado.
En el fondo, la cuestión de la recalendarización de acuerdos de paz es más compleja y remite a la cuestión de la condicionalidad (o no) de las obligaciones adquiridas por las partes al momento de implementación de acuerdos de paz.
En general, los acuerdos de paz suelen incluir el principio de ‘no-condicionalidad’ dentro de los cronogramas de implementación de estos acuerdos, con el fin de evitar que una parte decida suspender sus compromisos adquiridos, cada vez que sospeche que la contraparte no va a cumplir con los suyos. En otros términos, este principio busca evitar que el retraso de una de las partes en la implementación de los acuerdos, implique la postergación de otros puntos de los acuerdos por la otra parte, retrasando así todo el proceso de paz.
Ahora bien, este andamiaje, aunque muy loable en teoría, no se sostiene bien en realidad. En caso de que uno de los signatarios decida no cumplir con sus compromisos bajo el pretexto de que el otro no ha cumplido con sus obligaciones, la mecánica se encasquilla, y lo que era un programa cuidadosamente pensado y cuidadosamente construidos se convierte poco a poco y, casi inevitablemente, en un círculo vicioso, hasta el punto de poner en peligro todo el proceso de paz.
Por lo tanto, todos los procesos de paz suelen enfrentarse a la dificultad de lograr un balance complejo y sincronizado de las obligaciones de cada una de las partes. Si el calendario de implementación de los acuerdos es demasiado ambicioso o estricto, termina obstaculizando el proceso, como un reloj fino que se bloquea con un solo grano de arena.
Desde luego, parte de la dificultad consiste en fijar un calendario de implementación de los acuerdos lo suficientemente preciso para que los signatarios se sienten presionados y obligados en cumplir lo pactado, evitando así que el proceso de dilate, y al mismo tiempo prever cierta flexibilidad y definir unos mecanismos para una eventual renegociación o recalendarización de los compromisos adquiridos para que las partes tengan cierto margen de maniobra y no se sientan atadas con una camiseta de fuerza.
Ahora bien, En cada proceso de paz las partes suelen también - intencionalmente o no - reinterpretar lo que firmaron, lo que genera tensiones, malentendidos y polémicas. De allí que es importante tener a un tercero imparcial capaz de garantizar e interpretar no solamente la letra sino el espíritu de lo que se firmó.
Pero reinterpretar unos acuerdos de paz o recalendarizar la implementación de unos compromisos adquiridos no significa que se reescriban esos acuerdos. Durante la implementación, no es nada extraño que se rediscutan algunos puntos, con el fin de corregir o rectificar, de común acuerdo entre las partes, algunos elementos o mecanismos que no fueron suficientemente precisos o que requieren ciertos ajustes frente a la nueva realidad. No significa que se vuelva a renegociar la totalidad de los acuerdos, ni que se niegue la esencia misma de lo que se firmó. La quintaesencia o el meollo de los acuerdos quedan generalmente plasmados en la Constitución, y gracias su carácter protector, lo fundamental de lo que se pactó queda generalmente protegido.
Al mismo tiempo, si un acuerdo de paz no es un simple acto notarial, tampoco es un texto sagrado intocable. La interpretación e implementación de estos acuerdos requiere cierta flexibilidad y cierta reactividad. Si, como se volvió sentido común decir, la paz va más allá de la firma de unos simples acuerdos, uno podría ilustrar lo que es implementar unos acuerdos y construir la paz, de la siguiente manera: los acuerdos de paz son como un guión y la implementación de estos acuerdos es la obra.
*Director del Centro de Investigación y Proyectos Especiales (CIPE) de la Universidad Externado de Colombia
Por: Frédéric Massé*
La recién solicitud de las FARC de recalendarizar el proceso de dejación de sus armas a raíz de los retrasos de tipo logístico en la adecuación de las zonas veredales transitorias no tiene nada de inusual y solo refleja las dificultades inherentes a la implementación de acuerdos de paz. Aunque el gobierno colombiano y la misión de la ONU en Colombia aprovecharon para aclarar ciertos malentendidos y el incidente se superó, el cruce de comunicados entre ambas partes no cayó muy bien en la opinión pública y dejó cierto malestar en la clase política colombiana.
Algunos sectores echaron leña al fuego e intentaron armar un escándalo a raíz de esta petición, pero modificar el calendario de implementación de unos acuerdos de paz no tiene nada de escandaloso. Suele suceder en la mayoría de los procesos de paz, por una razón sencilla y prosaica: aunque muchos de los problemas y dificultades del post conflicto son conocidos y por lo tanto pueden ser anticipados, la realidad cambiante del post conflicto suele requerir unos ajustes en el cronograma de la implementación.
El incidente de la semana pasada alude sin embargo a consideraciones tanto de fondo como de forma. Sobre la forma, el gobierno colombiano reaccionó de manera firme porque consideró que el comunicado de las Naciones Unidas dejaba la sensación de que era el único o principal responsable del retraso en el desarme de las FARC. No estaba de acuerdo, quiso protegerse, y de paso aprovechó también para reafirmar su soberanía al recordar a las Naciones Unidas - aunque no lo dijo explícitamente - que la Misión estaba en el país a petición del gobierno colombiano. Este tipo de reafirmación y de tensión por parte de gobiernos que acogen misiones de paz es clásico. Ahora bien, el comunicado de las Naciones Unidas y las declaraciones de su jefe de Misión en Colombia también son muy entendibles y responden a su mandato. Las Naciones Unidas y Colombia quisieron advertir sobre posible inconvenientes y dificultades a la hora de cumplir con el calendario previsto para el desarme y propusieron una manera de solucionarlos. Nada extraordinario. Lo contrario hubiera sido criticado.
En el fondo, la cuestión de la recalendarización de acuerdos de paz es más compleja y remite a la cuestión de la condicionalidad (o no) de las obligaciones adquiridas por las partes al momento de implementación de acuerdos de paz.
En general, los acuerdos de paz suelen incluir el principio de ‘no-condicionalidad’ dentro de los cronogramas de implementación de estos acuerdos, con el fin de evitar que una parte decida suspender sus compromisos adquiridos, cada vez que sospeche que la contraparte no va a cumplir con los suyos. En otros términos, este principio busca evitar que el retraso de una de las partes en la implementación de los acuerdos, implique la postergación de otros puntos de los acuerdos por la otra parte, retrasando así todo el proceso de paz.
Ahora bien, este andamiaje, aunque muy loable en teoría, no se sostiene bien en realidad. En caso de que uno de los signatarios decida no cumplir con sus compromisos bajo el pretexto de que el otro no ha cumplido con sus obligaciones, la mecánica se encasquilla, y lo que era un programa cuidadosamente pensado y cuidadosamente construidos se convierte poco a poco y, casi inevitablemente, en un círculo vicioso, hasta el punto de poner en peligro todo el proceso de paz.
Por lo tanto, todos los procesos de paz suelen enfrentarse a la dificultad de lograr un balance complejo y sincronizado de las obligaciones de cada una de las partes. Si el calendario de implementación de los acuerdos es demasiado ambicioso o estricto, termina obstaculizando el proceso, como un reloj fino que se bloquea con un solo grano de arena.
Desde luego, parte de la dificultad consiste en fijar un calendario de implementación de los acuerdos lo suficientemente preciso para que los signatarios se sienten presionados y obligados en cumplir lo pactado, evitando así que el proceso de dilate, y al mismo tiempo prever cierta flexibilidad y definir unos mecanismos para una eventual renegociación o recalendarización de los compromisos adquiridos para que las partes tengan cierto margen de maniobra y no se sientan atadas con una camiseta de fuerza.
Ahora bien, En cada proceso de paz las partes suelen también - intencionalmente o no - reinterpretar lo que firmaron, lo que genera tensiones, malentendidos y polémicas. De allí que es importante tener a un tercero imparcial capaz de garantizar e interpretar no solamente la letra sino el espíritu de lo que se firmó.
Pero reinterpretar unos acuerdos de paz o recalendarizar la implementación de unos compromisos adquiridos no significa que se reescriban esos acuerdos. Durante la implementación, no es nada extraño que se rediscutan algunos puntos, con el fin de corregir o rectificar, de común acuerdo entre las partes, algunos elementos o mecanismos que no fueron suficientemente precisos o que requieren ciertos ajustes frente a la nueva realidad. No significa que se vuelva a renegociar la totalidad de los acuerdos, ni que se niegue la esencia misma de lo que se firmó. La quintaesencia o el meollo de los acuerdos quedan generalmente plasmados en la Constitución, y gracias su carácter protector, lo fundamental de lo que se pactó queda generalmente protegido.
Al mismo tiempo, si un acuerdo de paz no es un simple acto notarial, tampoco es un texto sagrado intocable. La interpretación e implementación de estos acuerdos requiere cierta flexibilidad y cierta reactividad. Si, como se volvió sentido común decir, la paz va más allá de la firma de unos simples acuerdos, uno podría ilustrar lo que es implementar unos acuerdos y construir la paz, de la siguiente manera: los acuerdos de paz son como un guión y la implementación de estos acuerdos es la obra.
*Director del Centro de Investigación y Proyectos Especiales (CIPE) de la Universidad Externado de Colombia