Por: Julián Restrepo*
Justo acabo de terminar de leer el libro Monocultura; Cómo una historia está cambiando todo, de F. S. Michaels y me impulsó a reflexionar sobre lo que estamos viviendo en estas últimas semanas en Colombia y el mundo. El libro empieza por reconocer la importancia de las historias en la construcción de nuestra civilización, como bien lo han hecho autores de la talla de Joseph Campbell o, de manera más reciente, pero no menos contundente, Yuval Noah Harari. Sin embargo, el argumento central del libro consiste en resaltar que en las últimas décadas ha preponderado una narrativa sobre todas las otras: la económica.
Esta narrativa permea todos los aspectos de nuestras vidas y ha normalizado situaciones que en otros momentos resultaban impensables. Con ejemplos claros y contundentes, señala que la economía ha distorsionado el objetivo de sectores tan importantes como salud, educación, religión, hasta nuestra manera de relacionarnos entre nosotros. Colombia no ha sido la excepción.
En los últimos días, gobiernos de todo el mundo se han visto en la tarea de apoyar con dinero, alimentos y refugio a su población más vulnerable. La emergencia ha justificado el desvío de recursos públicos para que el gobierno nacional y los entes territoriales traten de mitigar los impactos negativos de la cuarentena en pie. Esto supone, así sea de manera temporal, un aparente cambio de la narrativa económica.
“¡La salud por encima de todo!”, dicen algunos gobernantes y representantes de distintos gremios y sectores del país. Si bien dicha posición es encomiable, no podemos olvidar que hace tan solo unas cuatro semanas, antes de la llegada del coronavirus, la narrativa era otra y muchas de las necesidades de la población vulnerable estaban de igual manera desatendidas.
Cuando la Alcaldía de Bogotá empezó a socializar sus acciones para atender a la población vulnerable en esta emergencia me enteré con sorpresa de que, según datos del DANE, en la ciudad hay 9.538 habitantes de calle (censo de habitantes de calle 2017). No es secreto para nadie que Colombia tiene altos índices de pobreza, lo que asombra es que nos hallamos acostumbrado a ello a tal punto que no consideramos que tener a casi 10.000 personas viviendo en la calle sea de por sí una emergencia digna de la misma atención y urgencia que se le está dando al coronavirus.
Mi intención no es hacer señalamientos al gobernante de turno; el problema es mucho más profundo y nos involucra a todos por igual. La pérdida de otras narrativas posibles, dice F. S. Michaels, nos ha hecho ciegos a este tipo de situaciones, al punto que muchos lo consideran algo normal o, en el mejor de los casos, inevitable.
No estoy invitando a desacreditar totalmente la importancia de la economía en la vida de todos sino, como bien lo explica Michaels, la intención es que generemos líneas discursivas paralelas en las cuales quepan narrativas distintas y complementarias. Si lo hacemos, podremos tomar otras decisiones y no perpetuar modelos de injusticia social.
Recuerdo un experimento social que hizo la organización de ayuda a habitantes de la calle Broadway en Londres en 2009. Contrario al manejo tradicional que se les da a los habitantes de calle, decidieron intentar una manera distinta para enfrentar la problemática.
Seleccionaron a 13 habitantes de calle y les entregaron 3.000 libras esterlinas a cada uno, sin ningún tipo de condición, podían disponer del dinero como quisieran. El raciocinio era claro, ellos son los que mejor saben qué necesitan. Se alzaron varias voces de rechazo a la iniciativa. Según los detractores, ese dinero se lo iban a gastar en vicio o alcohol. Al finalizar el experimento, la mayoría de ellos ya no eran habitantes de calle. Luego de un año de la entrega del dinero, en promedio, solo habían gastado 800 libras y estaban ahorrado el resto. Muchos se habían capacitado, entrado en rehabilitación o estaban en proceso de rearmar su vida
nuevamente. ¿Qué creen que sucedería en caso de replicar este experimento en Colombia?
Por lo pronto, me pregunto qué vamos a hacer con toda la población que se encuentra en los albergues temporales una vez se haya acabado la crisis. ¿La vamos a devolver a la calle? ¿O vamos a ser consecuentes con nuestras recientes acciones y vamos a tratar de darles el apoyo necesario para seguir protegiendo su salud (los riesgos que enfrentan no se limitan al virus) y por qué no, para que puedan salir de la pobreza? En nuestras manos está la posibilidad de cambiar nuestra narrativa.
* Socio de TALLER arquitectos
Por: Julián Restrepo*
Justo acabo de terminar de leer el libro Monocultura; Cómo una historia está cambiando todo, de F. S. Michaels y me impulsó a reflexionar sobre lo que estamos viviendo en estas últimas semanas en Colombia y el mundo. El libro empieza por reconocer la importancia de las historias en la construcción de nuestra civilización, como bien lo han hecho autores de la talla de Joseph Campbell o, de manera más reciente, pero no menos contundente, Yuval Noah Harari. Sin embargo, el argumento central del libro consiste en resaltar que en las últimas décadas ha preponderado una narrativa sobre todas las otras: la económica.
Esta narrativa permea todos los aspectos de nuestras vidas y ha normalizado situaciones que en otros momentos resultaban impensables. Con ejemplos claros y contundentes, señala que la economía ha distorsionado el objetivo de sectores tan importantes como salud, educación, religión, hasta nuestra manera de relacionarnos entre nosotros. Colombia no ha sido la excepción.
En los últimos días, gobiernos de todo el mundo se han visto en la tarea de apoyar con dinero, alimentos y refugio a su población más vulnerable. La emergencia ha justificado el desvío de recursos públicos para que el gobierno nacional y los entes territoriales traten de mitigar los impactos negativos de la cuarentena en pie. Esto supone, así sea de manera temporal, un aparente cambio de la narrativa económica.
“¡La salud por encima de todo!”, dicen algunos gobernantes y representantes de distintos gremios y sectores del país. Si bien dicha posición es encomiable, no podemos olvidar que hace tan solo unas cuatro semanas, antes de la llegada del coronavirus, la narrativa era otra y muchas de las necesidades de la población vulnerable estaban de igual manera desatendidas.
Cuando la Alcaldía de Bogotá empezó a socializar sus acciones para atender a la población vulnerable en esta emergencia me enteré con sorpresa de que, según datos del DANE, en la ciudad hay 9.538 habitantes de calle (censo de habitantes de calle 2017). No es secreto para nadie que Colombia tiene altos índices de pobreza, lo que asombra es que nos hallamos acostumbrado a ello a tal punto que no consideramos que tener a casi 10.000 personas viviendo en la calle sea de por sí una emergencia digna de la misma atención y urgencia que se le está dando al coronavirus.
Mi intención no es hacer señalamientos al gobernante de turno; el problema es mucho más profundo y nos involucra a todos por igual. La pérdida de otras narrativas posibles, dice F. S. Michaels, nos ha hecho ciegos a este tipo de situaciones, al punto que muchos lo consideran algo normal o, en el mejor de los casos, inevitable.
No estoy invitando a desacreditar totalmente la importancia de la economía en la vida de todos sino, como bien lo explica Michaels, la intención es que generemos líneas discursivas paralelas en las cuales quepan narrativas distintas y complementarias. Si lo hacemos, podremos tomar otras decisiones y no perpetuar modelos de injusticia social.
Recuerdo un experimento social que hizo la organización de ayuda a habitantes de la calle Broadway en Londres en 2009. Contrario al manejo tradicional que se les da a los habitantes de calle, decidieron intentar una manera distinta para enfrentar la problemática.
Seleccionaron a 13 habitantes de calle y les entregaron 3.000 libras esterlinas a cada uno, sin ningún tipo de condición, podían disponer del dinero como quisieran. El raciocinio era claro, ellos son los que mejor saben qué necesitan. Se alzaron varias voces de rechazo a la iniciativa. Según los detractores, ese dinero se lo iban a gastar en vicio o alcohol. Al finalizar el experimento, la mayoría de ellos ya no eran habitantes de calle. Luego de un año de la entrega del dinero, en promedio, solo habían gastado 800 libras y estaban ahorrado el resto. Muchos se habían capacitado, entrado en rehabilitación o estaban en proceso de rearmar su vida
nuevamente. ¿Qué creen que sucedería en caso de replicar este experimento en Colombia?
Por lo pronto, me pregunto qué vamos a hacer con toda la población que se encuentra en los albergues temporales una vez se haya acabado la crisis. ¿La vamos a devolver a la calle? ¿O vamos a ser consecuentes con nuestras recientes acciones y vamos a tratar de darles el apoyo necesario para seguir protegiendo su salud (los riesgos que enfrentan no se limitan al virus) y por qué no, para que puedan salir de la pobreza? En nuestras manos está la posibilidad de cambiar nuestra narrativa.
* Socio de TALLER arquitectos