Otras “constantes constitucionales”
María Teresa Calderón*
Llevamos más de diez años en conmemoraciones. Desde 2008 toda América Latina ha estado en la misma onda. Las ha habido para todos los gustos: militares, civiles y constitucionales, de derecha y de izquierda. En Colombia celebramos primero 2010 en clave civil (con comisaria incluida). Nuevo años después, conmemoramos la gesta militar. Vimos entonces (algunos con auténtica estupefacción) al presidente recorrer a caballo la ruta del Ejército Libertador en 1819. Ahora es el momento de las Constituciones: el bicentenario de la Constitución de 1821 y los 30 años de la Constitución de 1991. Pero después de tantas celebraciones -que, dicho sea de paso, han pasado sin pena ni gloria-, uno se pregunta: ¿cuál es el sentido de tantas conmemoraciones, para qué sirven y qué nos dejan?
La respuesta puede parecer obvia. Los países necesitan inventar relatos nacionales, con sus memorias y sus olvidos, para consolidar la vida en común. Pero más allá de reforzar los mitos nacionales, aun en sus versiones más benévolas (porque no todas lo son), las conmemoraciones son pretextos para pensar críticamente el pasado. Ese es, a fin de cuentas, el objeto de la historia como disciplina: reconstruir un tiempo que ya no existe, a partir de rastros más o menos delebles, para dar cuenta del presente. La función de la historia (académica) no es celebrar o deplorar, sino explicar.
Los historiadores llevamos décadas estudiando las revoluciones y las repúblicas que surgieron de la crisis del Imperio español. Hoy sabemos que las revoluciones hispánicas tuvieron mucho de necesario. Fueron el resultado imprevisto (y para muchos indeseado) de un evento impensable en la época: las abdicaciones unilaterales que el rey Fernando VII hizo de sus reinos en favor de Napoleón, cuando el francés buscaba anexar el viejo imperio en declive a Francia. El ciclo revolucionario que estalló en 1808 tuvo muy poco que ver con la revolución de las 13 colonias norteamericanas (1776) y la Revolución francesa (1789). Por una parte, porque las revoluciones de independencia en Suramérica no fueron la consecuencia de una crisis imperial como sucedió en Norteamérica. Más aún, con algunas pocas excepciones, la independencia absoluta frente a España no estuvo en el horizonte de los contemporáneos en el primer momento de esa crisis. La ruptura definitiva con la Metrópoli tardó tiempo -en la mayoría de los casos, más de una década- y resultó de un proceso de radicalización que comportó mucha violencia, no solamente por parte de los realistas, sino también de los patriotas y entre los patriotas. Los archivos están plagados de juicios sumarios contra soldados que desertaban de las filas libertadoras siempre que pudieron, de levantamientos de pueblos en favor del rey de España y guerrillas realistas que asolaron los caminos colombianos hasta bien entrada la década del 20 del siglo XIX.
Por otra parte, porque la independencia no fue una revolución. Aquí no hubo una burguesía que se enfrentara contra una aristocracia y sus privilegios en nombre de las libertades modernas, como en la Francia de 1789. Sabemos que los lenguajes revolucionarios circularon por todo el Atlántico, entre otras cosas porque el mundo de principios del siglo XIX estaba más conectado de lo que hasta hace poco creíamos. Es cierto que un viaje entre Cartagena y Santafé de Bogotá tomaba tanto o más tiempo que el transatlántico entre Cartagena y Cádiz, pero las comunicaciones fluían por otros circuitos de manera que a partir de las abdicaciones de 1808, en estas tierras, no solamente los ilustrados hablaron de libertades y de derechos. La nación soberana, la ciudadanía, el gobierno representativo y la división de poderes fueron consagradas en todas las Constituciones que se proclamaron en el mundo hispánico en revolución, pero el sentido que esos referentes tuvieron y las instituciones que se arbitraron para darles contenido definieron un derrotero muy distinto al de las repúblicas norteamericana y francesa. No es que allá hubieran triunfado la regularidad y la paz -todo lo contario-, pero el primer constitucionalismo hispánico ofrece una clave para pensar la inestabilidad de estas repúblicas y las formas que asumió el conflicto político aquí a lo largo del siglo XIX.
El punto es que todas estas Constituciones incluyeron un artículo que hasta ahora habíamos interpretado como una cláusula de transición, pero que constituye la cima de un iceberg profundo. Esa cláusula -la 188 de la Constitución de 1821- mantuvo la vigencia de la legalidad monárquica en la república. Los constituyentes cucuteños tuvieron la precaución de señalar que el viejo derecho se mantenía en vigor mientras que no contraviniera la Constitución y el nuevo derecho del Congreso. Más aún, con el objeto de garantizar la aplicación preferente de la Constitución, consagraron una suerte de control difuso de constitucionalidad que dejó en manos de los empleados públicos la posibilidad de inaplicar las disposiciones que estimaran contrarias a la Carta y a las leyes. El corolario de esa idea fue que todos los colombianos tuvieron el derecho de demandar a todos los empleados públicos -en una amplia comprensión de los mismos que incluyó tanto a civiles como a militares y a eclesiásticos- por omisiones o extralimitaciones a la Constitución y las leyes, en el ejercicio de sus cargos (Título IX de la Ley de 11 de marzo de 1825).
Estos datos permiten entender por qué ha sido tan difícil la construcción del Estado administrativo en Colombia. Y es que todas las disposiciones del Ejecutivo pudieron ser suspendidas por cualquier alcalde u oficial de un batallón, en cualquier rincón del país, cuando las consideraron contrarias a su interpretación de la Constitución y de las leyes -viejas y nuevas-, puesto que todas estaban en vigor. En 1826 cuando Santander sancionó la ley orgánica militar, fue calificada como “tiranía” porque obligaba a los comandantes a cumplir las órdenes de la cabeza del Ejecutivo que entonces, como ahora, era el comandante general de las Fuerzas Armadas. Lo mismo sucedió con los alcaldes, los jueces políticos, los gobernadores o los intendentes de los municipios, las provincias y los departamentos de Colombia. Todos ellos pudieron suspender la aplicación de las órdenes del Ejecutivo, siempre que pudieron alegar que eran inconstitucionales o simplemente inconvenientes. El punto clave es que esta negativa a aplicar las determinaciones del gobierno central se fundó en derecho porque pudo apelar a la Constitución y a las leyes (incluida la costumbre).
Preservar el viejo derecho no fue un error o un descuido. Fue la expresión de una revolución política que nunca quiso modificar la sociedad, entre otras cosas porque sus protagonistas compartieron una cultura de raigambre católica que nadie cuestionó. Esto no solo explica por qué no se pudo levantar una verdadera administración pública -sin sujeción de mando no hay administración- sino que da cuenta de la fragmentación del poder político. Pero además, porque fue posible judicializar a los empleados públicos, amparándose en el ordenamiento constitucional y legal, este recurso que debía servir para proteger la Constitución se transformó en una suerte de acción política en manos de todos los ciudadanos que tuvo largo recorrido en la historia del país. Todavía hoy, empapelar al opositor sigue siendo un recurso clave en la lucha política, no solamente en Colombia. Para la muestra, los casos recientes de Perú y Brasil. Mi percepción es que ese primer constitucionalismo contribuyó a forjar una cultura pública muy duradera donde justicia y política han andado de la mano. En ese sentido me parece difícil sostener que la Constitución del 21 consagró la división de los poderes, porque la Justicia no consiguió afirmarse como una rama separada del poder público durante su vigencia.
No tengo claro hasta cuándo se reprodujo este fenómeno, pero me atrevo a pensar que hasta muy entrado el XIX. En cualquier caso, se perpetuó mientras que no se implantara un verdadero código civil que derogara el viejo derecho, acabara con el casuismo y garantizara una verdadera ley erga omnes (general e igual para todos). Esa fue una parte de la pesada herencia del primer constitucionalismo colombiano. Son muchos los temas que deberíamos discutir precisamente porque, como señaló Rodrigo Uprimny en El Espectador, necesitamos defender un “consenso republicano y democrático”, pero no propiamente porque provenga de la Carta de 1821.
maria.calderon@uexternado.edu.co
* Centro de Estudios en Historia, Universidad Externado de Colombia.
Llevamos más de diez años en conmemoraciones. Desde 2008 toda América Latina ha estado en la misma onda. Las ha habido para todos los gustos: militares, civiles y constitucionales, de derecha y de izquierda. En Colombia celebramos primero 2010 en clave civil (con comisaria incluida). Nuevo años después, conmemoramos la gesta militar. Vimos entonces (algunos con auténtica estupefacción) al presidente recorrer a caballo la ruta del Ejército Libertador en 1819. Ahora es el momento de las Constituciones: el bicentenario de la Constitución de 1821 y los 30 años de la Constitución de 1991. Pero después de tantas celebraciones -que, dicho sea de paso, han pasado sin pena ni gloria-, uno se pregunta: ¿cuál es el sentido de tantas conmemoraciones, para qué sirven y qué nos dejan?
La respuesta puede parecer obvia. Los países necesitan inventar relatos nacionales, con sus memorias y sus olvidos, para consolidar la vida en común. Pero más allá de reforzar los mitos nacionales, aun en sus versiones más benévolas (porque no todas lo son), las conmemoraciones son pretextos para pensar críticamente el pasado. Ese es, a fin de cuentas, el objeto de la historia como disciplina: reconstruir un tiempo que ya no existe, a partir de rastros más o menos delebles, para dar cuenta del presente. La función de la historia (académica) no es celebrar o deplorar, sino explicar.
Los historiadores llevamos décadas estudiando las revoluciones y las repúblicas que surgieron de la crisis del Imperio español. Hoy sabemos que las revoluciones hispánicas tuvieron mucho de necesario. Fueron el resultado imprevisto (y para muchos indeseado) de un evento impensable en la época: las abdicaciones unilaterales que el rey Fernando VII hizo de sus reinos en favor de Napoleón, cuando el francés buscaba anexar el viejo imperio en declive a Francia. El ciclo revolucionario que estalló en 1808 tuvo muy poco que ver con la revolución de las 13 colonias norteamericanas (1776) y la Revolución francesa (1789). Por una parte, porque las revoluciones de independencia en Suramérica no fueron la consecuencia de una crisis imperial como sucedió en Norteamérica. Más aún, con algunas pocas excepciones, la independencia absoluta frente a España no estuvo en el horizonte de los contemporáneos en el primer momento de esa crisis. La ruptura definitiva con la Metrópoli tardó tiempo -en la mayoría de los casos, más de una década- y resultó de un proceso de radicalización que comportó mucha violencia, no solamente por parte de los realistas, sino también de los patriotas y entre los patriotas. Los archivos están plagados de juicios sumarios contra soldados que desertaban de las filas libertadoras siempre que pudieron, de levantamientos de pueblos en favor del rey de España y guerrillas realistas que asolaron los caminos colombianos hasta bien entrada la década del 20 del siglo XIX.
Por otra parte, porque la independencia no fue una revolución. Aquí no hubo una burguesía que se enfrentara contra una aristocracia y sus privilegios en nombre de las libertades modernas, como en la Francia de 1789. Sabemos que los lenguajes revolucionarios circularon por todo el Atlántico, entre otras cosas porque el mundo de principios del siglo XIX estaba más conectado de lo que hasta hace poco creíamos. Es cierto que un viaje entre Cartagena y Santafé de Bogotá tomaba tanto o más tiempo que el transatlántico entre Cartagena y Cádiz, pero las comunicaciones fluían por otros circuitos de manera que a partir de las abdicaciones de 1808, en estas tierras, no solamente los ilustrados hablaron de libertades y de derechos. La nación soberana, la ciudadanía, el gobierno representativo y la división de poderes fueron consagradas en todas las Constituciones que se proclamaron en el mundo hispánico en revolución, pero el sentido que esos referentes tuvieron y las instituciones que se arbitraron para darles contenido definieron un derrotero muy distinto al de las repúblicas norteamericana y francesa. No es que allá hubieran triunfado la regularidad y la paz -todo lo contario-, pero el primer constitucionalismo hispánico ofrece una clave para pensar la inestabilidad de estas repúblicas y las formas que asumió el conflicto político aquí a lo largo del siglo XIX.
El punto es que todas estas Constituciones incluyeron un artículo que hasta ahora habíamos interpretado como una cláusula de transición, pero que constituye la cima de un iceberg profundo. Esa cláusula -la 188 de la Constitución de 1821- mantuvo la vigencia de la legalidad monárquica en la república. Los constituyentes cucuteños tuvieron la precaución de señalar que el viejo derecho se mantenía en vigor mientras que no contraviniera la Constitución y el nuevo derecho del Congreso. Más aún, con el objeto de garantizar la aplicación preferente de la Constitución, consagraron una suerte de control difuso de constitucionalidad que dejó en manos de los empleados públicos la posibilidad de inaplicar las disposiciones que estimaran contrarias a la Carta y a las leyes. El corolario de esa idea fue que todos los colombianos tuvieron el derecho de demandar a todos los empleados públicos -en una amplia comprensión de los mismos que incluyó tanto a civiles como a militares y a eclesiásticos- por omisiones o extralimitaciones a la Constitución y las leyes, en el ejercicio de sus cargos (Título IX de la Ley de 11 de marzo de 1825).
Estos datos permiten entender por qué ha sido tan difícil la construcción del Estado administrativo en Colombia. Y es que todas las disposiciones del Ejecutivo pudieron ser suspendidas por cualquier alcalde u oficial de un batallón, en cualquier rincón del país, cuando las consideraron contrarias a su interpretación de la Constitución y de las leyes -viejas y nuevas-, puesto que todas estaban en vigor. En 1826 cuando Santander sancionó la ley orgánica militar, fue calificada como “tiranía” porque obligaba a los comandantes a cumplir las órdenes de la cabeza del Ejecutivo que entonces, como ahora, era el comandante general de las Fuerzas Armadas. Lo mismo sucedió con los alcaldes, los jueces políticos, los gobernadores o los intendentes de los municipios, las provincias y los departamentos de Colombia. Todos ellos pudieron suspender la aplicación de las órdenes del Ejecutivo, siempre que pudieron alegar que eran inconstitucionales o simplemente inconvenientes. El punto clave es que esta negativa a aplicar las determinaciones del gobierno central se fundó en derecho porque pudo apelar a la Constitución y a las leyes (incluida la costumbre).
Preservar el viejo derecho no fue un error o un descuido. Fue la expresión de una revolución política que nunca quiso modificar la sociedad, entre otras cosas porque sus protagonistas compartieron una cultura de raigambre católica que nadie cuestionó. Esto no solo explica por qué no se pudo levantar una verdadera administración pública -sin sujeción de mando no hay administración- sino que da cuenta de la fragmentación del poder político. Pero además, porque fue posible judicializar a los empleados públicos, amparándose en el ordenamiento constitucional y legal, este recurso que debía servir para proteger la Constitución se transformó en una suerte de acción política en manos de todos los ciudadanos que tuvo largo recorrido en la historia del país. Todavía hoy, empapelar al opositor sigue siendo un recurso clave en la lucha política, no solamente en Colombia. Para la muestra, los casos recientes de Perú y Brasil. Mi percepción es que ese primer constitucionalismo contribuyó a forjar una cultura pública muy duradera donde justicia y política han andado de la mano. En ese sentido me parece difícil sostener que la Constitución del 21 consagró la división de los poderes, porque la Justicia no consiguió afirmarse como una rama separada del poder público durante su vigencia.
No tengo claro hasta cuándo se reprodujo este fenómeno, pero me atrevo a pensar que hasta muy entrado el XIX. En cualquier caso, se perpetuó mientras que no se implantara un verdadero código civil que derogara el viejo derecho, acabara con el casuismo y garantizara una verdadera ley erga omnes (general e igual para todos). Esa fue una parte de la pesada herencia del primer constitucionalismo colombiano. Son muchos los temas que deberíamos discutir precisamente porque, como señaló Rodrigo Uprimny en El Espectador, necesitamos defender un “consenso republicano y democrático”, pero no propiamente porque provenga de la Carta de 1821.
maria.calderon@uexternado.edu.co
* Centro de Estudios en Historia, Universidad Externado de Colombia.