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Darle un bate de béisbol macizo a un negro para que lo blandiera contra un blanco era concederle demasiado poder.
Cada vez que Jackie Robinson se paraba en el plato para batear, el receptor del equipo contrario le escupía los zapatos. Cuando corría las bases, una irritante lluvia de insultos racistas descendía de las tribunas. En el dugout sus compañeros de equipo no se sentaban a su lado, y los baños colectivos de los estadios quedaban repentinamente vacíos cuando entraba a ducharse después de cada partido.
Muchas veces tuvo que resoplar resignado con las narices sobre el polvo rojizo, porque la única manera de esquivar los lanzamientos mal intencionados al cuerpo y a la cabeza era tirándose al suelo. Como el soldado en la trinchera, Jackie supo quedarse allí el tiempo necesario para esperar que las balas dejaran de silbar sobre su cabeza. Aprendió, como el boxeador curtido, que después de un golpe que te lleva a la lona, la única manera de no acostumbrarse a visitar con frecuencia esos predios era no levantarse como un resorte, sino aguantar con paciencia el tiempo prudente, el conteo humillante, para volver al combate recuperado. Le sobraban bríos, pero sabía que debía administrarlos con prudencia para dar una larga batalla contra un odio racial redomado durante siglos.
Para entonces los afroamericanos espantaban el hambre con sus únicas opciones: servir, tocar un instrumento musical, cantar, correr o ganarse la vida dándose pretinazos con otro en un cuadrilátero de boxeo. El 15 de abril de 1947, Branch Rickey, un empresario con la sensibilidad necesaria para saber que los dólares no eran ni blancos ni negros, sino verdes, lo convirtió en el primer jugador negro en debutar en las ligas mayores de béisbol, como primera base de los Dodgers de Brooklyn. Las cifras del rendimiento de Jackie fueron proporcionales al número de insultos racistas que recibía en cada partido. El mismo año de su debut se convirtió en el novato del año y dos años después sería reconocido como el jugador más valioso de la liga.
Robinson flotaba sobre el terreno de juego con la convicción necesaria como para romper las cadenas que habían esclavizado a su abuelo en Georgia. Su manera de correr las bases aturdía a los lanzadores. En 19 ocasiones durante su carrera se robó el plato, como para demostrar que era un negro que entraba con pisadas firmes por la puerta principal al mundo reservado para los blancos y no por la trastienda como se les exigía a los suyos en esos tiempos.
El número 42 que llevó siempre en su espalda fue retirado oficialmente en 1997 del uniforme de los peloteros de las grandes ligas de los Estados Unidos. Desde entonces nadie porta ese número. Cada 15 de abril, como un homenaje al hombre que abrió el camino para la inclusión de los negros en las ligas mayores de béisbol, todos los jugadores y el cuerpo técnico salen al diamante con el número 42 en el dorso.
En esos días, Norteamérica y el mundo recuerdan que Jackie Robinson fue un hábil jugador de pelota que durante su carrera tuvo que pegar la mejilla al suelo para evadir lanzamientos sucios. No deberían olvidar tampoco que hoy muchos afroamericanos en las calles no esquivan pelotas de béisbol, pero sí sortean las balas que salen de las armas de dotación de policías de manos ligeras, y que en ocasiones, cuando ponen la mejilla en el suelo, es para no levantarse jamás.