Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Por Iván Garzón Vallejo
Aunque la política es un asunto moral, pues involucra preguntas acerca de qué debemos hacer y cómo lo debemos hacer, el populismo moralista reduce la política a las cuestiones más sensibles de la moral individual, incluso, casi que a las de moral sexual. Su razón de fondo es que los valores morales deben ser la base de las leyes y políticas públicas, algo característico de sociedades tradicionales en las que la religión constituye el código de conducta compartido por todos los ciudadanos, como fueron las occidentales hasta el siglo XIX o lo son actualmente las musulmanas.
Sin embargo, en la medida que en las sociedades modernas se privatizaron las creencias, se expandió el pluralismo religioso y la Iglesia católica revaluó su vinculación orgánica con los Estados, la moral cristiana dejó de ser el sustrato principal de las leyes y políticas públicas. Acá, este proceso de secularización quedó reflejado institucionalmente cuando la Constitución de 1991 abandonó la confesionalidad sociológica de la Carta de 1886. Pero en el plano social, la secularización es un proceso traumático, pues aunque las sociedades modernas se rigen por parámetros laicos, la mayoría de sus ciudadanos son creyentes.
Quienes hacen campaña política apelando a la “Colombia creyente” lo saben bien. De ahí que el populismo moralista esté cosechando triunfos electorales —el plebiscito del 2/10, la Presidencia de EE. UU.—, pues traduce a simples eslóganes una preocupación existencial de miles de ciudadanos: que los valores de su vida diaria son cuestionados o transgredidos en cortes, ministerios y medios. Los eslóganes, no obstante, reflejan su simplificación de la política, pues una reducida agenda temática —aborto, eutanasia, matrimonio de parejas del mismo sexo y asuntos de género— se convierte en el centro del debate público y tiene “efecto cascada”: son fuente de legitimidad de los demás.
Aunque no está en cuestión el derecho de un amplio grupo de ciudadanos de poner en la agenda los temas que les preocupan, el populismo moralista va más allá: añora que el fundamento de las leyes y políticas públicas vuelva a ser la moral religiosa. Pero basar las pautas normativas en la voluntad de Dios representa un serio desafío para la democracia, como lo es, también, basarlas en las teorías de Marx o Kant, pues no son compartidas por todos los ciudadanos. Esto, valga la aclaración, no desdice del aporte que las creencias religiosas hacen a las democracias. Prueba de ello es la fuerte carga simbólica y actitudinal que tienen los conceptos de perdón, reconciliación y verdad en el actual debate público.
En su maniqueísmo, el populismo moralista declara anatemas tanto a ministros ateos como a creyentes ilustrados, pues ambos se oponen a su utopía clerical de reconstruir la alianza entre Dios y el César. Los compañeros de ruta del populismo moralista están a tiempo de desmarcarse y descubrir el potencial cívico de la solidaridad, la responsabilidad y la compasión, valores que no son dignos de una cruzada, pero que contribuirían a construir una mejor sociedad para todos.