Redes sociales y democratización de la esfera pública
Por Isis Giraldo*
Cualquiera que conozca la esfera pública en Colombia habrá identificado dos características principales: la homogeneidad del discurso y la estrechez del círculo de letrados que la dominan. Estas características, por un lado, derivan de la alta jerarquización social y la alfabetización tardía (aún no universal) del país, que perpetúan la operación del “capital cultural” como mecanismo de dominación. Por el otro, garantizan el mantenimiento de un nivel pobre de debate, cuya vitalidad depende exclusivamente del letrado, quien se ubica en el punto cero del ejercicio epistemológico para explicarle a los otros cómo funciona el mundo y cómo debería funcionar. Aunque plenamente subjetivo, este ejercicio es asumido por el letrado y su lectorado —que ya aceptó el rol del primero de “intelectual universal” sin aspaviento alguno—, como si derivara de la pura objetividad que le otorgarían sus capacidades intelectuales superiores y/o su formación académica de alto nivel. Esto, a su vez, retroalimenta positivamente el sistema que genera las dos características arriba mencionadas. El ciclo lleva siglos repitiéndose y constituye evidencia de las continuidades entre la Nueva Granada y la Colombia poscolonial: la perenne dominación de lo que Ángel Rama denotó como “la ciudad letrada”.
Hasta bien entrada la primera década del siglo veintiuno tal situación permanecía en equilibrio. No obstante, la explosión de la web 2.0 desestabilizó dicho equilibrio y para finales de la segunda década aquellos que habían tenido el monopolio de la opinión y del discurso empezaron a sentirse amenazados en su posición de dominación hasta entonces incontestada e incontestable. En 2017, Felipe Zuleta Lleras se fue lanza en ristre contra Twitter, “La cloaca”, porque pasaba la idea errónea a quien interpela de estar “en igualdad con uno para hablar de tú a tú”. Ya unos meses atrás, Alejando Santos había enfatizado que, aunque las redes sociales digitales tenían potencial democratizador, lo más notorio, sin embargo, era que sus utilizadores solían servirse de “la mentira y la estigmatización como un instrumento eficaz para deslegitimar”. Aunque, a diferencia de Zuleta Lleras en su columna, Santos no se percibe irritado en su entrevista, las opiniones que expresa deben ser entendidas en el contexto de las críticas hacia revista Semana (dirigida por él) que habían ido en aumento progresivo (siguen haciéndolo) y cuyo vehículo han sido precisamente las mismas redes. El quid del asunto en esta discusión son las posibilidades que la web 2.0 ofrece a los miembros del cuerpo social ubicados por fuera de los círculos de poder de intervenir en la esfera pública, ya sea para ofrecer interpretaciones contrahegemónicas del mundo y/o cuestionar las interpretaciones hegemónicas ofrecidas por los letrados establecidos.
El pasado 11 de mayo (2020), Alejandro Gaviria —exministro de salud, actual rector de la Universidad de Los Andes y quien ha estado posicionándose cómodamente en el centro mismo de la Colombia letrada— fue el protagonista de un evento en Twitter que vuelve a traer el tema a colación. A un cuestionamiento argumentado —de Lizeth León (@cucharitadepalo)— a su columna “Los dilemas éticos de la pandemia”, publicada el 10 de mayo en El Tiempo, Gaviria respondió de modo altanero: primero, calificando a la autora/texto de “mediocre” y acusándola de profesar un “fanatismo casi asqueante”. Segundo, sentenciando que el debate no le interesaba. Pero como lo señala Juan Fernando Mejía (@juanfermejia), en una respuesta al evento, las críticas de León son “acertadas y producto de una atenta lectura del texto” original. Es decir, la respuesta de León dista de ser mediocre. No es mi intención tomar posición crítica frente a lo planteado por Gaviria, pues ya León y Mejía lo hacen bien, sino resaltar la pregunta evidente que surge y que merecería discusión. Si a quien funge como “intelectual universal” en la esfera pública colombiana no le interesa debatir ni tomar distancia crítica frente a lo que escribe, ¿por qué asume entonces el rol?
Sin blogs y sin Twitter, la columna de Gaviria habría pasado sin controversia. No habría habido análisis de León ni reacción de Gaviria ni contra-contra respuesta de Mejía, y yo no estaría abordando ahora el asunto de la exclusividad/democratización de la esfera pública. Aunque es cierto que las redes sociales no reducen la distancia social real entre quienes a través de ellas interactúan, como afirmó Zuleta Lleras en la columna citada arriba, sí han traído efectos positivos mensurables en un contexto con las características mencionadas al principio.
Primero, han permitido fracturar la homogeneidad del discurso dominante que, como lo argumento en mi trabajo académico, ha ayudado a mantener un amplio consenso en la Colombia urbana frente a la desigualdad y frente a hechos atroces como el asesinato selectivo y masivo de jóvenes indefensos (los mal llamados falsos positivos).
Segundo, se han convertido en espacios para la expresión y la circulación de ideas críticas frente a esa homogeneidad y a ese consenso.
Tercero, han creado la posibilidad de avigorar el debate, por defecto pobre en Colombia. Todo esto se traduce en la democratización de la esfera pública, lo cual, a su vez, induce una mayor democratización de la sociedad. ¿Y quién desdeñaría el pertenecer a una sociedad más democrática?
* Especialista en estudios de medios, estudios culturales y teorías poscoloniales.
Por Isis Giraldo*
Cualquiera que conozca la esfera pública en Colombia habrá identificado dos características principales: la homogeneidad del discurso y la estrechez del círculo de letrados que la dominan. Estas características, por un lado, derivan de la alta jerarquización social y la alfabetización tardía (aún no universal) del país, que perpetúan la operación del “capital cultural” como mecanismo de dominación. Por el otro, garantizan el mantenimiento de un nivel pobre de debate, cuya vitalidad depende exclusivamente del letrado, quien se ubica en el punto cero del ejercicio epistemológico para explicarle a los otros cómo funciona el mundo y cómo debería funcionar. Aunque plenamente subjetivo, este ejercicio es asumido por el letrado y su lectorado —que ya aceptó el rol del primero de “intelectual universal” sin aspaviento alguno—, como si derivara de la pura objetividad que le otorgarían sus capacidades intelectuales superiores y/o su formación académica de alto nivel. Esto, a su vez, retroalimenta positivamente el sistema que genera las dos características arriba mencionadas. El ciclo lleva siglos repitiéndose y constituye evidencia de las continuidades entre la Nueva Granada y la Colombia poscolonial: la perenne dominación de lo que Ángel Rama denotó como “la ciudad letrada”.
Hasta bien entrada la primera década del siglo veintiuno tal situación permanecía en equilibrio. No obstante, la explosión de la web 2.0 desestabilizó dicho equilibrio y para finales de la segunda década aquellos que habían tenido el monopolio de la opinión y del discurso empezaron a sentirse amenazados en su posición de dominación hasta entonces incontestada e incontestable. En 2017, Felipe Zuleta Lleras se fue lanza en ristre contra Twitter, “La cloaca”, porque pasaba la idea errónea a quien interpela de estar “en igualdad con uno para hablar de tú a tú”. Ya unos meses atrás, Alejando Santos había enfatizado que, aunque las redes sociales digitales tenían potencial democratizador, lo más notorio, sin embargo, era que sus utilizadores solían servirse de “la mentira y la estigmatización como un instrumento eficaz para deslegitimar”. Aunque, a diferencia de Zuleta Lleras en su columna, Santos no se percibe irritado en su entrevista, las opiniones que expresa deben ser entendidas en el contexto de las críticas hacia revista Semana (dirigida por él) que habían ido en aumento progresivo (siguen haciéndolo) y cuyo vehículo han sido precisamente las mismas redes. El quid del asunto en esta discusión son las posibilidades que la web 2.0 ofrece a los miembros del cuerpo social ubicados por fuera de los círculos de poder de intervenir en la esfera pública, ya sea para ofrecer interpretaciones contrahegemónicas del mundo y/o cuestionar las interpretaciones hegemónicas ofrecidas por los letrados establecidos.
El pasado 11 de mayo (2020), Alejandro Gaviria —exministro de salud, actual rector de la Universidad de Los Andes y quien ha estado posicionándose cómodamente en el centro mismo de la Colombia letrada— fue el protagonista de un evento en Twitter que vuelve a traer el tema a colación. A un cuestionamiento argumentado —de Lizeth León (@cucharitadepalo)— a su columna “Los dilemas éticos de la pandemia”, publicada el 10 de mayo en El Tiempo, Gaviria respondió de modo altanero: primero, calificando a la autora/texto de “mediocre” y acusándola de profesar un “fanatismo casi asqueante”. Segundo, sentenciando que el debate no le interesaba. Pero como lo señala Juan Fernando Mejía (@juanfermejia), en una respuesta al evento, las críticas de León son “acertadas y producto de una atenta lectura del texto” original. Es decir, la respuesta de León dista de ser mediocre. No es mi intención tomar posición crítica frente a lo planteado por Gaviria, pues ya León y Mejía lo hacen bien, sino resaltar la pregunta evidente que surge y que merecería discusión. Si a quien funge como “intelectual universal” en la esfera pública colombiana no le interesa debatir ni tomar distancia crítica frente a lo que escribe, ¿por qué asume entonces el rol?
Sin blogs y sin Twitter, la columna de Gaviria habría pasado sin controversia. No habría habido análisis de León ni reacción de Gaviria ni contra-contra respuesta de Mejía, y yo no estaría abordando ahora el asunto de la exclusividad/democratización de la esfera pública. Aunque es cierto que las redes sociales no reducen la distancia social real entre quienes a través de ellas interactúan, como afirmó Zuleta Lleras en la columna citada arriba, sí han traído efectos positivos mensurables en un contexto con las características mencionadas al principio.
Primero, han permitido fracturar la homogeneidad del discurso dominante que, como lo argumento en mi trabajo académico, ha ayudado a mantener un amplio consenso en la Colombia urbana frente a la desigualdad y frente a hechos atroces como el asesinato selectivo y masivo de jóvenes indefensos (los mal llamados falsos positivos).
Segundo, se han convertido en espacios para la expresión y la circulación de ideas críticas frente a esa homogeneidad y a ese consenso.
Tercero, han creado la posibilidad de avigorar el debate, por defecto pobre en Colombia. Todo esto se traduce en la democratización de la esfera pública, lo cual, a su vez, induce una mayor democratización de la sociedad. ¿Y quién desdeñaría el pertenecer a una sociedad más democrática?
* Especialista en estudios de medios, estudios culturales y teorías poscoloniales.