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Por: Daniel Schwartz
En 1992, tras la captura de Abimael Guzmán, cabecilla de Sendero Luminoso, el gobierno de Alberto Fujimori dio un espectáculo apetitoso para el pueblo peruano: tras cerciorarse de que las cámaras estuvieran prendidas, agentes de policía dejaron caer el telón que escondía la jaula de barrotes que aprisionaba a Guzmán, quien no decepcionó y rugió como león de circo. “¿Pero por qué ese traje a rayas si en el Perú los presos no usan ese uniforme?”, decía Fujimori en relación a la vestimenta del capturado. “Como esto es tan común y se ve en las películas, pensé que era ilustrativo que se le presentara así, detrás de una reja”, respondió. El montaje de Fujimori fue --además de una clara afrenta a los derechos humanos-- elemental y obvio. Una obra de aficionados al lado de la puesta en escena de Nayib Bukele hace unos días con presos en El Salvador.
El 26 de abril la cuenta oficial de Twitter de la Presidencia de El Salvador publicó tres fotografías aterradoras: filas de hombres semidesnudos, sentados en el piso y encajonados uno detrás del otro, componen una tétrica coreografía. Casi todos miran al suelo, quizá por miedo o vergüenza. Saben que los están fotografiando, algunos de ellos miran fijamente a la cámara. Cabezas rapadas que brillan por la luz de los reflectores del pabellón unifican los cuerpos de los pandilleros. En calzoncillos y con tapabocas, todos ellos se muestran iguales, así sean de pandillas rivales. Sólo los tatuajes los diferencian. La sumisión es total. El cuerpo del pandillero altivo, quien fuera el dueño de las calles salvadoreñas, asesino y narcotraficante, se nos presenta disminuido, derrotado, cagado del susto porque no sabe qué es lo que está pasando.
Después de las fotos vinieron los videos. Corriendo encorvados y con las manos en la nuca aparecen uno por uno. Antes de entrar al escenario son velozmente requisados por un policía que les frota el culo, las güevas y les hace abrir la boca para comprobar que no esconden nada. Aceleran su paso nuevamente para entrar a la puesta en escena, a reposar la cabeza en la espalda del otro, del otro que había sido enemigo y ahora es el báculo de su vergüenza.
Puesta en escena, eso es lo que es. Nada es improvisado, todos los detalles fueron fríamente calculados. ¿Calculados por Bukele? Qué va. Él sólo habrá dado la orden. Ahí hay mano de artista porque ese remedo de dictador a lo único a lo que le dará sentido estético es a su barba. Aquí hubo alguien que planeó la vuelta, que pensó en la luz, en la exhibición de los cuerpos semidesnudos y en la posición de la cámara.
No podemos ver esas fotos sin pensar en su producción. Revelan una claridad absoluta sobre el poder de la cámara. Controlan los cuerpos de los presos/modelos pero también la técnica para representarlos. La cámara como epítome de la sumisión, el medio para mostrar el triunfo del gobierno y la derrota de las pandillas. Las fotos como el fin último de la instalación, aquello que le da sentido al montaje. Una cámara que está cómoda y en la ubicación que más le conviene. Aquí no hay un cuerpo en riesgo tomando las fotos.
Y es que el cuerpo detrás de la foto es casi tan importante como la foto misma, y su forma vale tanto como su contenido (lo que muestra). Cuando recortaron las fotos de los Sonderkommand para clarificar las escenas de horror de los campos de concentración, olvidaron al sujeto que sostenía la cámara: un preso que debía ocultar lo que hacía y que habrá tenido apenas un par de segundos para apretar el obturador. Eran fotos mal tomadas porque un cuerpo en peligro no tiene el tiempo de tomar decisiones estéticas. En las fotos de El Salvador sucede todo lo contrario. Un fotógrafo o fotógrafa que fue cómplice y artífice de una de las imágenes más crueles y deshumanizantes de los últimos años, que tuvo el tiempo necesario para ubicarse en el sitio indicado, encuadrar, enfocar y disparar. Las fotos no fueron filtradas por algún policía traidor ni por un periodista, fueron ordenadas y publicadas por la misma presidencia de El Salvador.
Ni el Tercer Reich se atrevió a juntar grandeza y humillación. Los jefes de propaganda nazis sabían qué era lo que debían exaltar y qué era lo que debían ocultar. Bukele y su equipo no. El régimen nazi enalteció su poder a través de suntuosos desfiles mientras le ocultaba al mundo el horror. De lo que ocurría dentro de los campos de exterminio quedaron apenas unas cuantas imágenes furtivas. En contraste, el gobierno de El Salvador, quizá sin darse cuenta, encontró en la exposición de la sumisión la estrategia para mostrar la grandeza de su gobierno. Estas fotografías vendrían siendo la versión Salvadoreña de El Triunfo de la Voluntad, obra maestra cinematográfica de la propaganda nazi. ¿Quién habrá sido la Leni Riefenstahl de Bukele?
Quizá exagero, quizá Bukele solo es fanático de El Cienpies Humano y esta era la única forma de cumplir su bizarra fantasía. O quizá es un entendido en el mundo del arte y quiso imitar el trabajo de Spencer Tunick sin la molestia de conseguir voluntarios. Lo que sí sabemos es que esas imágenes no fueron improvisadas y a pesar de que todo lo quiso controlar, no pudo prever esa cierta carga erótica que tienen las fotografías.
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