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“Invitamos a líderes políticos de diversas orillas y a nuestros columnistas a reconocer algo valioso en aquellos con quienes usualmente están en desacuerdo e, incluso, en confrontación. (...) En la política se combaten ideas, no personas”. Editorial El Espectador (22-12-2024)
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Por allá en el año 2019, ya hace seis años, cuando yo tenía nueve, todos los días llegaba a mi casa a almorzar mientras mi abuelo veía el noticiero. Uno de esos días las noticias no eran buenas, lo cual no era atípico, pero estas eran particularmente más graves. Las imágenes mostraban una emergencia: vimos cómo la Amazonía, el pulmón de la tierra, era consumido por las ardientes llamas del fuego; sin duda alguna, toda una tragedia. Y fue precisamente esa tragedia la que me llevó a no quedarme en lamentos sino pasar a las acciones, convirtiéndome en activista climático, pensando que la mejor manera de incidir en algo que no nos gusta es tomando acción para cambiarlo.
Los activistas climáticos nos enfrentamos con personas que piensan que el cambio climático no es un fenómeno probado sino que es una farsa; algunos incluso van un poco más allá y mezclan esta posición negacionista con algunas posiciones conspirativas que los llevan a sostener que el cambio climático es una mentira de unas élites para mantener sus “privilegios”. Creo que no es necesario señalar el mal que hacen al debate público las posiciones negacionistas de cualquier índole: del negacionismo histórico que busca “reescribir la historia”; del negacionismo de eventos como el COVID, que genera una multitud de personas renuentes a usar vacunas (un gran avance de la sociedad); y del negacionismo climático que nos impide hacer frente a la mayor crisis que enfrentamos como humanidad y que pone en vilo nuestra supervivencia en este planeta.
En uno de esos espectros está mi tía, que si bien no niega el cambio climático, considera que igual el clima tenía que cambiar y que tampoco es para tanto. Quienes sostienen esta posición se denominan “retardistas climáticos”: son los mismos que dicen que los activistas, especialmente los científicos, son alarmistas y que posiblemente estén siendo financiados por algún lobby. Si bien su posición es un poco moderada con relación a los negacionistas, causan daño al deslegitimar la acción de quienes divulgan, enseñan, estudian y ponen el tema en el debate público.
Y pues claro, si es un reto hacer una tregua con quien sostiene posiciones diferentes en la vida cotidiana, imagínense lo que es hacer una tregua con quien tiene una posición radicalmente opuesta a algo que tú consideras esencial e importante para la humanidad. Pero en este ejercicio de reconocer al que piensa diferente a uno, debo reconocer en mi tía retardista climática la capacidad de enfrentar mis argumentos sin caer en algo que es muy común y que escuchamos con bastante frecuencia los más jóvenes: “Vaya estudie y en unos años viene y hablamos”, o “dedíquese mejor a hacer lo que debe hacer una persona de su edad”. Mi tía incluso me regaló un libro de un politólogo danés, un hecho que valoré mucho pues creo que quien te recomienda libros, o mejor aún, te los regala, aunque sea de posiciones diferentes a las que tú sostienes está generando pensamiento crítico y herramientas para enmarcar el debate en ideas y no en descalificaciones personales.
Aunque creo que la crisis climática no es un debate, creo que en todas las situaciones de la vida deberíamos tener la capacidad de conversar y escuchar al otro sin prejuicios que muchas veces nos enceguecen, nos nublan la visión y deshumanizan. Un país como el nuestro sí que necesita aplicar las treguas en la vida cotidiana para lograr avanzar.