Trump ganó por estas razones
Daniel McCarthy
Donald Trump vuele a la Casa Blanca, y aunque esto no cambiará lo que la mayoría de los críticos piensan de él, debería obligarles a mirarse de cerca en el espejo. Han perdido estas elecciones tanto como las ha ganado Trump.
Esta no fue una contienda ordinaria entre dos candidatos de partidos rivales: la verdadera elección ante los votantes era entre Trump y todos los demás: no solo la candidata demócrata, Kamala Harris, y su partido, sino también republicanos como Liz Cheney, altos mandos militares como el general Mark Milley y el general John Kelly (también ex jefe de gabinete), miembros expresivos de la comunidad de inteligencia y economistas galardonados con el Premio Nobel.
Enmarcada así, la contienda presidencial se convirtió en un ejemplo de lo que en economía se conoce como “destrucción creativa”. Sin duda, sus oponentes temen que Trump destruya la propia democracia estadounidense.
Para sus partidarios, sin embargo, votar por Trump significaba votar para desalojar del poder a una clase dirigente fracasada y recrear las instituciones de la nación bajo un nuevo conjunto de normas que sirvieran mejor a los ciudadanos estadounidenses.
La victoria de Trump equivale a un voto público de desconfianza en los líderes y las instituciones que han configurado la vida estadounidense desde el final de la Guerra Fría hace 35 años. Los nombres en sí son simbólicos: en 2016 Trump se enfrentó a un Bush en las primarias republicanas y a una Clinton en las elecciones generales. Esta vez, en un sentido más laxo, venció a una coalición que incluía a Liz Cheney y a su padre, el exvicepresidente Dick Cheney.
Quienes ven en Trump un profundo rechazo a las convenciones actuales de Washington tienen razón. Es como un ateo que desafía las enseñanzas de una iglesia: el desafío que plantea no reside tanto en lo que hace como en el hecho de que pone en tela de juicio las creencias sobre las que descansa la autoridad. Trump ha demostrado que las ortodoxias políticas de la nación están en bancarrota, y los líderes de todas nuestras instituciones —tanto privadas como públicas— que basan su autoridad en su fidelidad a tales ortodoxias son ahora vulnerables.
Esto puede ser exactamente lo que quieren los votantes, y al aliarse con tantas élites e instituciones problemáticas e impopulares, Harris se ha condenado a sí misma. ¿Creen los estadounidenses que es saludable que generales que han supervisado guerras prolongadas y en última instancia desastrosas sean tratados con tanto respeto por los críticos de Trump? Una pregunta similar podría hacerse sobre los oficiales a cargo de la comunidad de inteligencia.
Trump no es lo que nadie imagina cuando piensa en un experto en política, pero el papel que sus votantes quieren que desempeñe es posiblemente el opuesto: el de un antiexperto que pulverice las actuales nociones de experticia de Washington. La victoria de Trump es un veredicto de castigo a las autoridades de todo tipo que intentaron detenerlo.
En economía, la destrucción creativa se produce cuando un nuevo competidor revela lo mal adaptadas que están las empresas existentes para satisfacer la demanda de los consumidores. Al igual que la competencia en el mercado, la competencia política democrática provoca agitaciones similares. Si la alteración que representa Trump parece inusualmente drástica, es señal de que la política estadounidense ha sido insuficientemente competitiva durante demasiado tiempo. Antes de la llegada de Trump, el poder estaba en manos de un cártel político que, al igual que los cárteles de mercado sobre los que Adam Smith había advertido, implicaba a instituciones que deberían haber estado en fuerte competencia pero que, en cambio, cooperaban para excluir “productos” o ideas rivales. Los productos del cártel, sobrevalorados y de mala calidad, no satisfacían las exigencias del público.
Quizá Trump y el movimiento que trae a Washington tampoco las satisfagan. Merece la pena recordar que la mayoría de las nuevas empresas que rompen relaciones de mercado establecidas no duran mucho: solo descubren una oportunidad que alguien más aprovecha más tarde.
El ascenso de Trump ha puesto fin al estancamiento que caracterizó la era de Barack Obama, cuando un presidente demócrata impulsó una visión solo incrementalmente diferente –en todo, desde la política exterior hasta la salud— de lo que los expertos de ambos partidos habían prescrito en la década de 1990, mientras que los republicanos en el Congreso se dedicaban a la mera obstrucción hasta que el Partido Republicando pudiera poner a otro Bush o Mitt Romney en la Casa Blanca para impulsar la versión de su partido de la misma agenda.
La coalición de campaña de Trump incluyó a Robert F. Kennedy Jr., Tulsi Gabbard y otros políticos con un mensaje anti establishment, así como a destacados empresarios como Elon Musk y presentadores de pódcast como Joe Rogan. Puede que Trump no esté totalmente en sintonía con ninguno de ellos, pero hay una razón por la que tantos defensores de lo que podría llamarse “política alternativa” se lanzaron junto a él contra la corriente dominante. Y los éxitos de Trump desde 2016 hasta hoy —éxitos que incluyen aquellas derrotas que no lograron hacerle desaparecer ni destrozar su coalición— indican que la “corriente dominante” ya ha perdido legitimidad popular en un grado crítico. La actitud de los votantes seguramente se extendió a los cargos federales y estatales, que desestimaron como política por otros medios.
Los enemigos de Trump están tan seguros como sus partidarios de que el presidente electo podría ser una fuerza de cambio radical. Sin embargo, tanto los partidarios como los detractores de Trump tienden a exagerar lo que este otrora y futuro presidente desea hacer y puede lograr. Incluso Franklin Roosevelt, con mandatos ilimitados y una autoridad popular abrumadora, encontró su poder como presidente frustrantemente limitado. La Constitución no es débil, independientemente de si un Roosevelt o un Trump esté sentado en el Despacho Oval.
Si Trump y su coalición no logran crear algo mejor que lo que han sustituido, sufrirán el mismo destino que han infligido a las dinastías caídas de Bush, Clinton y Cheney. Surgirá una nueva fuerza de destrucción creativa, posiblemente en la izquierda estadounidense.
Para evitarlo, Trump tendrá que convertirse en un creador tan exitoso como ya lo es en el rol de destructor. Al comienzo de su primer mandato perdió la oportunidad de aprovechar la conmoción que tanto republicanos como demócratas sintieron ante estas elecciones. Ese fue un momento en el que un mensaje positivo, en lugar de uno de “masacre estadounidense”, podría haber elevado al nuevo presidente por encima de la refriega de la política convencional.
Aunque su negativa a aceptar los resultados de las elecciones de 2020 no le impidió ganar ayer, habría sido aún más fuerte si no hubiera tenido el bagaje de los disturbios del 6 de enero sobre sus hombros. A veces, seguir las reglas es la mejor manera de cambiar el juego, como reconocieron los presidentes más transformadores de nuestro pasado.
(c) The New York Times
Donald Trump vuele a la Casa Blanca, y aunque esto no cambiará lo que la mayoría de los críticos piensan de él, debería obligarles a mirarse de cerca en el espejo. Han perdido estas elecciones tanto como las ha ganado Trump.
Esta no fue una contienda ordinaria entre dos candidatos de partidos rivales: la verdadera elección ante los votantes era entre Trump y todos los demás: no solo la candidata demócrata, Kamala Harris, y su partido, sino también republicanos como Liz Cheney, altos mandos militares como el general Mark Milley y el general John Kelly (también ex jefe de gabinete), miembros expresivos de la comunidad de inteligencia y economistas galardonados con el Premio Nobel.
Enmarcada así, la contienda presidencial se convirtió en un ejemplo de lo que en economía se conoce como “destrucción creativa”. Sin duda, sus oponentes temen que Trump destruya la propia democracia estadounidense.
Para sus partidarios, sin embargo, votar por Trump significaba votar para desalojar del poder a una clase dirigente fracasada y recrear las instituciones de la nación bajo un nuevo conjunto de normas que sirvieran mejor a los ciudadanos estadounidenses.
La victoria de Trump equivale a un voto público de desconfianza en los líderes y las instituciones que han configurado la vida estadounidense desde el final de la Guerra Fría hace 35 años. Los nombres en sí son simbólicos: en 2016 Trump se enfrentó a un Bush en las primarias republicanas y a una Clinton en las elecciones generales. Esta vez, en un sentido más laxo, venció a una coalición que incluía a Liz Cheney y a su padre, el exvicepresidente Dick Cheney.
Quienes ven en Trump un profundo rechazo a las convenciones actuales de Washington tienen razón. Es como un ateo que desafía las enseñanzas de una iglesia: el desafío que plantea no reside tanto en lo que hace como en el hecho de que pone en tela de juicio las creencias sobre las que descansa la autoridad. Trump ha demostrado que las ortodoxias políticas de la nación están en bancarrota, y los líderes de todas nuestras instituciones —tanto privadas como públicas— que basan su autoridad en su fidelidad a tales ortodoxias son ahora vulnerables.
Esto puede ser exactamente lo que quieren los votantes, y al aliarse con tantas élites e instituciones problemáticas e impopulares, Harris se ha condenado a sí misma. ¿Creen los estadounidenses que es saludable que generales que han supervisado guerras prolongadas y en última instancia desastrosas sean tratados con tanto respeto por los críticos de Trump? Una pregunta similar podría hacerse sobre los oficiales a cargo de la comunidad de inteligencia.
Trump no es lo que nadie imagina cuando piensa en un experto en política, pero el papel que sus votantes quieren que desempeñe es posiblemente el opuesto: el de un antiexperto que pulverice las actuales nociones de experticia de Washington. La victoria de Trump es un veredicto de castigo a las autoridades de todo tipo que intentaron detenerlo.
En economía, la destrucción creativa se produce cuando un nuevo competidor revela lo mal adaptadas que están las empresas existentes para satisfacer la demanda de los consumidores. Al igual que la competencia en el mercado, la competencia política democrática provoca agitaciones similares. Si la alteración que representa Trump parece inusualmente drástica, es señal de que la política estadounidense ha sido insuficientemente competitiva durante demasiado tiempo. Antes de la llegada de Trump, el poder estaba en manos de un cártel político que, al igual que los cárteles de mercado sobre los que Adam Smith había advertido, implicaba a instituciones que deberían haber estado en fuerte competencia pero que, en cambio, cooperaban para excluir “productos” o ideas rivales. Los productos del cártel, sobrevalorados y de mala calidad, no satisfacían las exigencias del público.
Quizá Trump y el movimiento que trae a Washington tampoco las satisfagan. Merece la pena recordar que la mayoría de las nuevas empresas que rompen relaciones de mercado establecidas no duran mucho: solo descubren una oportunidad que alguien más aprovecha más tarde.
El ascenso de Trump ha puesto fin al estancamiento que caracterizó la era de Barack Obama, cuando un presidente demócrata impulsó una visión solo incrementalmente diferente –en todo, desde la política exterior hasta la salud— de lo que los expertos de ambos partidos habían prescrito en la década de 1990, mientras que los republicanos en el Congreso se dedicaban a la mera obstrucción hasta que el Partido Republicando pudiera poner a otro Bush o Mitt Romney en la Casa Blanca para impulsar la versión de su partido de la misma agenda.
La coalición de campaña de Trump incluyó a Robert F. Kennedy Jr., Tulsi Gabbard y otros políticos con un mensaje anti establishment, así como a destacados empresarios como Elon Musk y presentadores de pódcast como Joe Rogan. Puede que Trump no esté totalmente en sintonía con ninguno de ellos, pero hay una razón por la que tantos defensores de lo que podría llamarse “política alternativa” se lanzaron junto a él contra la corriente dominante. Y los éxitos de Trump desde 2016 hasta hoy —éxitos que incluyen aquellas derrotas que no lograron hacerle desaparecer ni destrozar su coalición— indican que la “corriente dominante” ya ha perdido legitimidad popular en un grado crítico. La actitud de los votantes seguramente se extendió a los cargos federales y estatales, que desestimaron como política por otros medios.
Los enemigos de Trump están tan seguros como sus partidarios de que el presidente electo podría ser una fuerza de cambio radical. Sin embargo, tanto los partidarios como los detractores de Trump tienden a exagerar lo que este otrora y futuro presidente desea hacer y puede lograr. Incluso Franklin Roosevelt, con mandatos ilimitados y una autoridad popular abrumadora, encontró su poder como presidente frustrantemente limitado. La Constitución no es débil, independientemente de si un Roosevelt o un Trump esté sentado en el Despacho Oval.
Si Trump y su coalición no logran crear algo mejor que lo que han sustituido, sufrirán el mismo destino que han infligido a las dinastías caídas de Bush, Clinton y Cheney. Surgirá una nueva fuerza de destrucción creativa, posiblemente en la izquierda estadounidense.
Para evitarlo, Trump tendrá que convertirse en un creador tan exitoso como ya lo es en el rol de destructor. Al comienzo de su primer mandato perdió la oportunidad de aprovechar la conmoción que tanto republicanos como demócratas sintieron ante estas elecciones. Ese fue un momento en el que un mensaje positivo, en lugar de uno de “masacre estadounidense”, podría haber elevado al nuevo presidente por encima de la refriega de la política convencional.
Aunque su negativa a aceptar los resultados de las elecciones de 2020 no le impidió ganar ayer, habría sido aún más fuerte si no hubiera tenido el bagaje de los disturbios del 6 de enero sobre sus hombros. A veces, seguir las reglas es la mejor manera de cambiar el juego, como reconocieron los presidentes más transformadores de nuestro pasado.
(c) The New York Times