Se ha dicho mucho de Antonio Caballero. Se le ha reconocido su pluma, su valor, sus obsesiones, su cultura, su aparente mala leche a toda prueba, su timidez, su pasión por la justicia social, en fin, todo. Yo no lo conocí como los que han escrito de él. Ni fui su amigo, ni nada. Nos emparentaba de algún modo, por una extraña conexión inexplicable, el colegio en que nos habíamos educado. Cuando él se graduaba yo apenas entraba al preescolar. Y eso.
En su buhardilla de Madrid (¿a quién le devuelvo el libro que me prestó?), descubrimos la coincidencia cuando le llevaba un recado. Y hablamos de los ideales liberales y seculares del colegio, y de la revista que su padre había fundado como precioso laboratorio de escritura y de opinión sobre todo para darse cuenta de cómo no escribir y cómo no opinar. Hasta hoy, la revista estudiantil más antigua de Colombia publicada por los estudiantes sin cortapisas del rector ni de nadie. Como debe ser.
La conversación duró en el pasillo unos minutos hasta cuando sucedió lo increíble: me invitó a pasar y me ofreció un vino. Le dije que claro pero que prefería una ginebra. Fue un craso error. Me miró con piedad y para salvar el desatino, le dije que por alguna razón me había acordado de la gata del Café Barbieri (un clásico madrileño del barrio Lavapiés a pocas calles de su calle), que se llamaba ginebra. Sonrió y me trajo el vino.
Nuestros recuerdos del colegio eran muy diferentes. Salvo por los amigos yo tenía romantizada mi infancia y mi adolescencia (y las tengo), y él ni se inmutó con mis relatos. Después del vino me prestó un libro de Eliot y nos despedimos con la cordialidad propia del mensajero y el propietario. Y años después cuando mi amiga Tere Calderón arrendó la buhardilla, pude disfrutar su bella biblioteca, pero nunca volví a poner el libro en su lugar.
Y ahora que ha muerto siento no haberle devuelto el libro casi 40 años después. En los efímeros encuentros que vinieron después siempre se lo recordaba y apenas sonreía en clave de no tiene importancia. Yo, como muchos colombianos, simplemente le quiero agradecer sus obsesiones y el valor de llamar las cosas por su nombre. Harán mucha falta, en medio de tanto periodista al servicio de las cuentas bancarias o las verdades de ocasión.
Se ha dicho mucho de Antonio Caballero. Se le ha reconocido su pluma, su valor, sus obsesiones, su cultura, su aparente mala leche a toda prueba, su timidez, su pasión por la justicia social, en fin, todo. Yo no lo conocí como los que han escrito de él. Ni fui su amigo, ni nada. Nos emparentaba de algún modo, por una extraña conexión inexplicable, el colegio en que nos habíamos educado. Cuando él se graduaba yo apenas entraba al preescolar. Y eso.
En su buhardilla de Madrid (¿a quién le devuelvo el libro que me prestó?), descubrimos la coincidencia cuando le llevaba un recado. Y hablamos de los ideales liberales y seculares del colegio, y de la revista que su padre había fundado como precioso laboratorio de escritura y de opinión sobre todo para darse cuenta de cómo no escribir y cómo no opinar. Hasta hoy, la revista estudiantil más antigua de Colombia publicada por los estudiantes sin cortapisas del rector ni de nadie. Como debe ser.
La conversación duró en el pasillo unos minutos hasta cuando sucedió lo increíble: me invitó a pasar y me ofreció un vino. Le dije que claro pero que prefería una ginebra. Fue un craso error. Me miró con piedad y para salvar el desatino, le dije que por alguna razón me había acordado de la gata del Café Barbieri (un clásico madrileño del barrio Lavapiés a pocas calles de su calle), que se llamaba ginebra. Sonrió y me trajo el vino.
Nuestros recuerdos del colegio eran muy diferentes. Salvo por los amigos yo tenía romantizada mi infancia y mi adolescencia (y las tengo), y él ni se inmutó con mis relatos. Después del vino me prestó un libro de Eliot y nos despedimos con la cordialidad propia del mensajero y el propietario. Y años después cuando mi amiga Tere Calderón arrendó la buhardilla, pude disfrutar su bella biblioteca, pero nunca volví a poner el libro en su lugar.
Y ahora que ha muerto siento no haberle devuelto el libro casi 40 años después. En los efímeros encuentros que vinieron después siempre se lo recordaba y apenas sonreía en clave de no tiene importancia. Yo, como muchos colombianos, simplemente le quiero agradecer sus obsesiones y el valor de llamar las cosas por su nombre. Harán mucha falta, en medio de tanto periodista al servicio de las cuentas bancarias o las verdades de ocasión.