Los conservadores… ¡ya no conservan!
Roberto Palacio*
Suele suceder que cuando distintos grupos en disputa llevan tiempo atacándose, y nadie se está escuchando, terminan por adoptar los mismos argumentos. O en el caso que nos ocupa, los mismos insultos. En ningún ámbito de la vida se ve más claramente como en la anquilosada dinámica que se ha instaurado entre la derecha y la izquierda radical.
La derecha en el mundo se ha transformado ante nuestros ojos sin que lo notáramos. Bajo la falacia del biógrafo inglés Boswell, que advierte del error de pensar que quien lleva bueyes gordos al matadero debe él mismo ser gordo, supusimos que la derecha nunca cambiaría. Pero las transformaciones son notorias. La primera y más aterradora se enuncia en una sola idea: los portavoces de la derecha radical, ¡ya no son conservadores! Los que creíamos los más conservadores, ya no conservan. En efecto, ¿qué tratan de conservar? El tema es viejo en filosofía: el canadiense Charles Taylor ya lo había abordado en la década del 90 con la idea de núcleos desagregados. Si bien antes el conservador se preciaba de ir a misa, educar a sus hijos dentro de la moral católica y ser el representante de unos valores determinados, hoy el “derechista” bien puede declararse poco creyente –ser práctico-, ser un libertino sexual y no sostener ninguna serie de creencias morales, que verá como un vestigio romántico.
El filósofo español Daniel Innerarity es quien ha enhebrado la aguja con toda precisión. La derecha en el mundo se ha dedicado a intentar tirar abajo pactos. En Colombia hemos visto cómo ha dado martillazos a la cápsula blindada de los Acuerdos de Paz, la cual no por blindada ha dejado de recibir impactos de consideración. Los pactos al fin y al cabo se pueden simplemente aislar o ignorar, lo cual en un sentido literal no es incumplirlos.
Pero por otro lado, las leyes bajo las cuales vivimos se pueden considerar pactos antiguos. La tradición, decía Chesterton, ¿qué es sino la democracia de los muertos? Estos pactos son acuerdos muy fundamentales que también la derecha ha intentado derribar. Una de las cosas que más la indigna hoy son grupos exigiendo sus derechos fundamentales: a la vida, al territorio, a su propio cuerpo. Los de derecha aman prohibir el aborto, aunque dicha movida no está motivada por un estandarte moral de respeto a la vida; al mismo tiempo defienden los falsos positivos, el uso de armas en EE. UU. y el “bienhechor rocío” del glifosato que como riego santo nos libra de la hoja de coca. La derecha lo que ha hecho es desproveerse de valores sin poder explicar su adhesión a programas radicales al tiempo con su “espíritu práctico”.
En esto veo un giro vertiginoso: la derecha parecieran preferir un sistema flexible que le permita decir que violar, matar y mentir están bien siempre y cuando lo hagan ciertas personas, lo cual se ha visto claramente con quienes apoyan a Trump. Ni un video del mismo asesinando a alguien en la calle o escalando los muros de la sede del Gobierno les bastará para incriminar a su líder político, como se ha visto en los “hearings” del ”Capitol Riot”, la pequeña insurgencia que Trump invocó en enero cuando fue evidente que había perdido las elecciones.
Me parece que es este uno de los rasgos más interesantes del radicalismo político actual: la capacidad de perdonarlo todo, al punto en que lo que vemos hoy es la tendencia a redefinir el error como un acierto si lo cometió la persona indicada. En efecto, vivimos en tiempos que han ensayado el error. De nuevo piénsese en el expresidente Trump; basta recordar que al inicio de su período, cuando se hizo notoria su mala ortografía en sus tweets, sus consejeros de prensa salieron a defenderlo con la asombrosa declaración de que si así lo escribía el presidente, esa era la ortografía correcta. Lo que hiciera el líder redefinía la realidad misma.
Pero esta tendencia a creer que un acto es bueno -o al menos no reprochable- si lo hace el individuo correcto, recorre toda la gama política. Si tal cosa la hizo el papa o Steve Jobs (en su momento) ha de estar bien. En el peor de los casos, se intenta extender un manto de silencio sobre el acontecimiento o descartarlo como una trivialidad. “It’s just boy talk” dijo la esposa del presidente cuando se destaparon audios de Trump diciendo que era asombroso que uno pudiera tocarle la vagina a la mujer que quisiera siempre y cuando fuese lo suficientemente poderoso.
Esto, claro, es un proceso que se ha dado de manera paralela a un cambio de lenguaje. No hablo de una renovación, porque lo que ha hecho la derecha radical es adoptar el lenguaje de sus antiguos contendores de izquierda. Al igual que la izquierda hace años, ha tomado afición por lanzar frases incendiarias que en nada contribuyen al debate público (Innerarity), y en las que no se da razón del proceso de pensamiento que las engendró: la educación y la salud no son fines del Estado, vociferaba una política colombiana; hay que construir un muro en el Cauca para separar a blancos y negros, decía otra. La derecha ha descubierto que en la capacidad de generar indignación hay protagonismo. ¿Vimos el proceso de pensamiento que gestó estas ideas? Eran globos llenos de gas caliente, muy molesto y hecho para irritar.
Los radicales de izquierda por su lado tienen todo un prontuario que nos enseña cómo referirnos a partes del cuerpo, a usar un lenguaje “políticamente incluyente”. Como la ortografía de Trump, siempre fue así, o debió ser así. La izquierda la ha emprendido contra el pasado, mientras que la derecha quisiera soñar con un futuro en el que nada queda en pie más que ellos mismos y sus privilegios (un viejo sueño de las revoluciones izquierdistas). Orwell, quien se preocupó durante toda su carrera por la relación entre la política y el lenguaje, advirtió que uno de los fundamentos del Estado moderno era el hurgar en el pasado en búsqueda de una justificación del presente; la enorme y permanente tarea burocrática de la redefinición.
Este gusto compartido de la izquierda por los dardos emponzoñados ha sido una herramienta clave en una de sus aficiones favoritas: dar sus propios martillazos a todo lo que consideran debe ser destruido, así implique victimizar a otros grupos. Es conocido el documento APA (sí, los de las citas) que les advierte a los investigadores en el mundo entero sobre la necesidad de “extraer” la peligrosa masculinidad de hombres y niños. Al parecer, para usar la expresión de Simone de Beauvoir, las mujeres no nacen, se hacen. Pero los hombres no.
Con el paso de los años, el discurso de la izquierda se asemeja cada vez más a la música para planchar que simplemente parece no quererse ir. Su signo en la década del setenta era el alegato irreverente pero “sensato” que obligaba a todos a decir “comunista y todo, ¡pero le cabe el país en la cabeza!”. Pero la irreverencia acompañada de la terminología “burgués”, “superestructura”, “estructura narco-terrorista”, a pesar de que ya no asombra a nadie, se sigue vociferando como si alguien se fuera a congestionar.
A ambas facciones les queda imposible creer que los derechos, de los cuales se precian, se puedan extender, como lo decía el filósofo T.W.Adorno, treinta centímetros más allá de su epidermis, y sin embargo su mayor lucha, como una especie de adicción que nos gana en tentaciones, es decirles a otros qué pueden o no hacer con sus cuerpos. Ambos coinciden en creer que están en posesión de algo más preciado que sus formas de vida: la verdad. Pero ya decía el filósofo político de Oxford Isaiah Berlin que cuando se cree tener la verdad, la tentación de hacer cosas torcidas parece casi inevitable. Y sin duda conduce a los peores resultados.
* Roberto Palacio
Filósofo, ensayista y divulgador colombiano. Fue profesor de argumentación y pensamiento moderno en la Universidad de los Andes, Rosario y Externado de Colombia. Habitual colaborador del Los Angeles Review of Books, revista Philosophical Salon, El Malpensante. A comienzos del 2023 saldrá su próximo libro con Editorial Planeta (sello Ariel) en el que Palacio examina desde la filosofía varias peculiaridades de nuestra forma de vida, incluyendo nuestra radicalización política
Suele suceder que cuando distintos grupos en disputa llevan tiempo atacándose, y nadie se está escuchando, terminan por adoptar los mismos argumentos. O en el caso que nos ocupa, los mismos insultos. En ningún ámbito de la vida se ve más claramente como en la anquilosada dinámica que se ha instaurado entre la derecha y la izquierda radical.
La derecha en el mundo se ha transformado ante nuestros ojos sin que lo notáramos. Bajo la falacia del biógrafo inglés Boswell, que advierte del error de pensar que quien lleva bueyes gordos al matadero debe él mismo ser gordo, supusimos que la derecha nunca cambiaría. Pero las transformaciones son notorias. La primera y más aterradora se enuncia en una sola idea: los portavoces de la derecha radical, ¡ya no son conservadores! Los que creíamos los más conservadores, ya no conservan. En efecto, ¿qué tratan de conservar? El tema es viejo en filosofía: el canadiense Charles Taylor ya lo había abordado en la década del 90 con la idea de núcleos desagregados. Si bien antes el conservador se preciaba de ir a misa, educar a sus hijos dentro de la moral católica y ser el representante de unos valores determinados, hoy el “derechista” bien puede declararse poco creyente –ser práctico-, ser un libertino sexual y no sostener ninguna serie de creencias morales, que verá como un vestigio romántico.
El filósofo español Daniel Innerarity es quien ha enhebrado la aguja con toda precisión. La derecha en el mundo se ha dedicado a intentar tirar abajo pactos. En Colombia hemos visto cómo ha dado martillazos a la cápsula blindada de los Acuerdos de Paz, la cual no por blindada ha dejado de recibir impactos de consideración. Los pactos al fin y al cabo se pueden simplemente aislar o ignorar, lo cual en un sentido literal no es incumplirlos.
Pero por otro lado, las leyes bajo las cuales vivimos se pueden considerar pactos antiguos. La tradición, decía Chesterton, ¿qué es sino la democracia de los muertos? Estos pactos son acuerdos muy fundamentales que también la derecha ha intentado derribar. Una de las cosas que más la indigna hoy son grupos exigiendo sus derechos fundamentales: a la vida, al territorio, a su propio cuerpo. Los de derecha aman prohibir el aborto, aunque dicha movida no está motivada por un estandarte moral de respeto a la vida; al mismo tiempo defienden los falsos positivos, el uso de armas en EE. UU. y el “bienhechor rocío” del glifosato que como riego santo nos libra de la hoja de coca. La derecha lo que ha hecho es desproveerse de valores sin poder explicar su adhesión a programas radicales al tiempo con su “espíritu práctico”.
En esto veo un giro vertiginoso: la derecha parecieran preferir un sistema flexible que le permita decir que violar, matar y mentir están bien siempre y cuando lo hagan ciertas personas, lo cual se ha visto claramente con quienes apoyan a Trump. Ni un video del mismo asesinando a alguien en la calle o escalando los muros de la sede del Gobierno les bastará para incriminar a su líder político, como se ha visto en los “hearings” del ”Capitol Riot”, la pequeña insurgencia que Trump invocó en enero cuando fue evidente que había perdido las elecciones.
Me parece que es este uno de los rasgos más interesantes del radicalismo político actual: la capacidad de perdonarlo todo, al punto en que lo que vemos hoy es la tendencia a redefinir el error como un acierto si lo cometió la persona indicada. En efecto, vivimos en tiempos que han ensayado el error. De nuevo piénsese en el expresidente Trump; basta recordar que al inicio de su período, cuando se hizo notoria su mala ortografía en sus tweets, sus consejeros de prensa salieron a defenderlo con la asombrosa declaración de que si así lo escribía el presidente, esa era la ortografía correcta. Lo que hiciera el líder redefinía la realidad misma.
Pero esta tendencia a creer que un acto es bueno -o al menos no reprochable- si lo hace el individuo correcto, recorre toda la gama política. Si tal cosa la hizo el papa o Steve Jobs (en su momento) ha de estar bien. En el peor de los casos, se intenta extender un manto de silencio sobre el acontecimiento o descartarlo como una trivialidad. “It’s just boy talk” dijo la esposa del presidente cuando se destaparon audios de Trump diciendo que era asombroso que uno pudiera tocarle la vagina a la mujer que quisiera siempre y cuando fuese lo suficientemente poderoso.
Esto, claro, es un proceso que se ha dado de manera paralela a un cambio de lenguaje. No hablo de una renovación, porque lo que ha hecho la derecha radical es adoptar el lenguaje de sus antiguos contendores de izquierda. Al igual que la izquierda hace años, ha tomado afición por lanzar frases incendiarias que en nada contribuyen al debate público (Innerarity), y en las que no se da razón del proceso de pensamiento que las engendró: la educación y la salud no son fines del Estado, vociferaba una política colombiana; hay que construir un muro en el Cauca para separar a blancos y negros, decía otra. La derecha ha descubierto que en la capacidad de generar indignación hay protagonismo. ¿Vimos el proceso de pensamiento que gestó estas ideas? Eran globos llenos de gas caliente, muy molesto y hecho para irritar.
Los radicales de izquierda por su lado tienen todo un prontuario que nos enseña cómo referirnos a partes del cuerpo, a usar un lenguaje “políticamente incluyente”. Como la ortografía de Trump, siempre fue así, o debió ser así. La izquierda la ha emprendido contra el pasado, mientras que la derecha quisiera soñar con un futuro en el que nada queda en pie más que ellos mismos y sus privilegios (un viejo sueño de las revoluciones izquierdistas). Orwell, quien se preocupó durante toda su carrera por la relación entre la política y el lenguaje, advirtió que uno de los fundamentos del Estado moderno era el hurgar en el pasado en búsqueda de una justificación del presente; la enorme y permanente tarea burocrática de la redefinición.
Este gusto compartido de la izquierda por los dardos emponzoñados ha sido una herramienta clave en una de sus aficiones favoritas: dar sus propios martillazos a todo lo que consideran debe ser destruido, así implique victimizar a otros grupos. Es conocido el documento APA (sí, los de las citas) que les advierte a los investigadores en el mundo entero sobre la necesidad de “extraer” la peligrosa masculinidad de hombres y niños. Al parecer, para usar la expresión de Simone de Beauvoir, las mujeres no nacen, se hacen. Pero los hombres no.
Con el paso de los años, el discurso de la izquierda se asemeja cada vez más a la música para planchar que simplemente parece no quererse ir. Su signo en la década del setenta era el alegato irreverente pero “sensato” que obligaba a todos a decir “comunista y todo, ¡pero le cabe el país en la cabeza!”. Pero la irreverencia acompañada de la terminología “burgués”, “superestructura”, “estructura narco-terrorista”, a pesar de que ya no asombra a nadie, se sigue vociferando como si alguien se fuera a congestionar.
A ambas facciones les queda imposible creer que los derechos, de los cuales se precian, se puedan extender, como lo decía el filósofo T.W.Adorno, treinta centímetros más allá de su epidermis, y sin embargo su mayor lucha, como una especie de adicción que nos gana en tentaciones, es decirles a otros qué pueden o no hacer con sus cuerpos. Ambos coinciden en creer que están en posesión de algo más preciado que sus formas de vida: la verdad. Pero ya decía el filósofo político de Oxford Isaiah Berlin que cuando se cree tener la verdad, la tentación de hacer cosas torcidas parece casi inevitable. Y sin duda conduce a los peores resultados.
* Roberto Palacio
Filósofo, ensayista y divulgador colombiano. Fue profesor de argumentación y pensamiento moderno en la Universidad de los Andes, Rosario y Externado de Colombia. Habitual colaborador del Los Angeles Review of Books, revista Philosophical Salon, El Malpensante. A comienzos del 2023 saldrá su próximo libro con Editorial Planeta (sello Ariel) en el que Palacio examina desde la filosofía varias peculiaridades de nuestra forma de vida, incluyendo nuestra radicalización política