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El protagonismo empieza a desplazarse del despótico negociador (llámese Mordisco o Beltrán) hacia comunidades que construyen paz. Al proceso contribuye la división de los grupos armados que, en vista de su eventual desmovilización, se debaten en el dilema de renunciar a las armas o seguir violentando a la población. Catalizadores de esta crisis serían la diversidad de sus bloques y la dificultad para darle carácter político a su actividad delictiva. Conforme se disocian por conflictos intestinos esos grupos armados, cambian los referentes del diálogo. Y cambia el tono del Gobierno.
Se mostró esta semana el ELN dispuesto a volver a conversar, pero el presidente Petro le advirtió que no concurriría si iba ese grupo “con el fusil en la mano”; que “quienes no dejen las armas serán doblegados por la Fuerza Pública (y deben) escoger entre el camino del padre Camilo Torres o el de Pablo Escobar”. Entonces Beltrán, portavoz del ELN, confesó que ellos no firmarán la paz en este Gobierno y Petro elevó exigencias: la reanudación de esta mesa queda en vilo. Camilo González, negociador con el Estado Mayor Central (EMC), selló condicionando el regreso de Mordisco al diálogo a su declaración de cese unilateral del fuego.
Al parecer, sufren esos grupos una crisis de identidad que respira por la frágil representatividad de sus jefes en las mesas del ELN, el EMC y la Segunda Marquetalia: facciones y frentes enteros inconformes con sus voceros montan toldo aparte para suscribir sin ambigüedades el propósito de paz. Acaso amenace este cambio de jerarquías con reducir el alcance de la paz total, pero obrará a la larga como poderoso factor disuasivo de la guerra.
Porque se resuelve en acción integral del Estado, Fuerza Pública comprendida, con participación de ciudadanos y autoridades en los planes de desarrollo, de seguridad y convivencia. Sería de paso formalización del heroico esfuerzo de reconstrucción del tejido social que miles de colombianos han emprendido contra los estragos de una guerra ensañada en la gente; y proyección de los PDET, que son nervio del Acuerdo de Paz. Es que la paz no depende ya únicamente del tránsito de los armados a la vida civil sino, sobre todo, de cambios de impacto tangible en las comunidades, de transformación de las condiciones que engendran la violencia.
Explica Pablo Pardo, vocero del Gobierno ante Comuneros, que el proceso con esa disidencia del ELN es territorial e integral, con una hoja de ruta que contempla desmonte paulatino de la violencia, transformación del territorio con sustitución de economías ilegales y transición del grupo armado a la vida civil. Más que en la mesa de diálogo, la paz reside en las comunidades. Su fin, desescalar la violencia. Abunda en la idea Armando Novoa, negociador con Segunda Marquetalia: el desescalamiento integral del conflicto implica que los armados vayan reemplazando las armas por trabajo en proyectos económicos en el territorio. Y Camilo González, delegado ante el EMC, insta a sentar las bases para transformar el territorio y para que la reincorporación sea comunitaria: no es reincorporación de combatientes, dice; es reincorporación de poblaciones, de territorios, de comunidades.
Urge articular esta política con la implementación del Acuerdo de Paz suscrito hace ocho años que, salvo por la JEP, encontró la Contraloría en pañales. En particular, desarrollar la reforma rural y los PDET, cuya vigencia pide el Gobierno prolongar ocho años más. Tres ideas madre parecen gravitar en torno al cambio de tercio en la estrategia de paz: uno, que sin implementación del Acuerdo de 2016 no habrá paz que valga; dos, que la paz es territorial y su negociación también; tres, que la implosión de los grupos armados no es cosa del Gobierno. Reafirma Petro que él negocia con quienes quieran la paz; los que no, tendrán que vérselas con la Fuerza Pública.