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La hipocresía de nuestra derecha parece no tener límites. Lleva 35 años bloqueando la industrialización —fuente de trabajo productivo para amplios sectores de la población— pero ahora acusa a la reforma laboral de este Gobierno de evadir el desempleo y la informalidad. Maleducados en la sociedad del privilegio, líderes de los partidos y de los gremios ponen el grito en el cielo al primer amago de tocarla, como si devolver a una minoría de trabajadores formales los derechos salariales que Uribe les conculcó en 2002 comprometiera la existencia de la empresa privada o disparara la abrumadora cifra de 58 % de informalidad. Como si la precariedad de los salarios no se tradujera en desempleo pues, si los trabajadores no consumen, no hay demanda; y sin demanda cae la producción y hay recesión. Como si esta vergüenza de informalidad y pobreza en un país que se cree democracia no procediera sobre todo del modelo de mercado que liquidó toda opción de desarrollo productivo, todo plan nacional como su carta de navegación, a instancias del Consenso de Washington.
Ignominia que pesa en César Gaviria y adláteres de la política tradicional, comprometió también a la tajada más jugosa del empresariado. Esta se dedicó desde entonces más a la especulación financiera y a desplazar el trabajo nacional con mercaderías importadas que a crear empresa. Lejos, brumosa quedaría la edad heroica de la industria en Colombia, que pocas firmas evocan hoy trabajando a brazo partido y en espíritu de patria. Cursilería de románticos, dirán banqueros MacPiponchos bendecidos por la increíble gabela que la Carta del 91 les dio como intermediarios forzosos de los recursos que el Banco de la República gira al Gobierno. Mas no lo dirían las 1′700.000 pequeñas y microempresas a las que deberá concedérseles un período de transición para adoptar progresivamente las disposiciones de la reforma. Y reorientar hacia ellas el apoyo del Estado, con crédito fácil y legislación antimonopolio.
Las reformas sociales que este Gobierno ha discutido largamente con el país aspiran a revertir los efectos más perniciosos de la Ley 100 y del estatuto laboral de Álvaro Uribe. Queriendo aquel bajar costos de contratación dizque para crear empleo, recortó el pago de dominicales y trabajo nocturno, eliminó el contrato laboral de aprendices y, para evadir el pago de prestaciones, introdujo la intermediación de empresas de servicios temporales. Argumentó que bajar salarios y facilitar despidos servía al empleo, pero los hechos probaron lo contrario: tras sus ocho años de gobierno, Colombia fue líder del desempleo y la informalidad en América Latina. Fiel a la libertad de mercado y al desmonte de controles del Estado en boga, hoy critica el expresidente la reforma en curso con los criterios que animaron la suya. La iniciativa de Petro controvierte la política laboral que privilegia al empresario, castiga al trabajador y sitúa a Colombia a kilómetros de las democracias y de la OIT.
Las graves falencias del mercado laboral resultan aquí de modelos concebidos para discriminar a los más y favorecer a los menos. ¿Qué hacer? ¿Surgirá, por ventura, una oposición creadora, con contrapropuestas para encarar los problemas del país, capaz de erigirse en alternativa de poder? En política social, ¿perpetuará el modelo que convierte la salud, las pensiones, los servicios públicos en negocio de particulares? ¿Se depurará la alternativa de economía mixta, Estado-empresa privada, puesta la mira en un proyecto de nación? ¿Este Gobierno no cuenta ya con el Plan de Desarrollo, hecho inédito en décadas, óptima ruta de acción? ¿Para cuándo, verbigracia, la creación de empleo productivo público que restaure la función empresarial del Estado? Con hechos de esta laya, pensaría la derecha en correr con sus demonios a otra parte.
