Barajando constituyente o acuerdo nacional, los términos convenidos en la mesa para la participación ciudadana en negociaciones con el ELN convierten de momento a esa guerrilla, gratuitamente, en depositario político del cambio. Al menos dos circunstancias así lo sugieren. Uno, la exclusión del punto de vista de gremios, académicos y militares en una primera versión de innovaciones deseables que el comité de participación volvió agenda en tono de revolución, no de reforma, “corregida” después con ambigüedades que remachan su espíritu de origen. Dos, el carácter vinculante de cada propuesta que la mesa acoja y su automática transformación en política de Estado, cuyo cumplimiento verificará ese grupo aún en armas. No incorpora el texto de manera taxativa el papel insoslayable del Congreso, cuando la iniciativa implique cambio en la ley o en la Constitución. Para Juan Camilo Restrepo, sería una constituyente por la puerta de atrás. Se diría inmerecida preeminencia política concedida a una guerrilla más proclive al crimen que a la rebelión, que viola su palabra de renunciar a la atrocidad del secuestro y, según dice, no depondrá las armas. ¿En qué consiste, pues, la negociación si el Estado lo concede todo y la guerrilla nada?
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Podrá sucumbir entre altisonancias y golpes de mano la representación plural que legitima la participación de la sociedad en la construcción de paz. Peor aún, la voz de los excluidos que se hicieron matar hace dos años en las calles por verla traducirse en las reformas agraria, pensional, de educación, salud y trabajo hoy en trámite en el Congreso. Sí, es hora de las reformas que el país anhela, siempre escamoteadas (como la agraria) por elites apoderadas de todas las ventajas del Estado, que suavizan inequidades donde no les duele, con parsimonia de tortuga y por encimita, mientras las necesidades se disparan a la velocidad del rayo en el país que se corona casi como el más desigual del planeta.
Siete gremios se quejaron de que el borrador de la consulta social no recogía todas las propuestas discutidas, excedía su alcance y ofrecía a la discusión elementos estructurales de la democracia y del modelo de país que no se debatieron porque no era su propósito. Les preocupó también el carácter vinculante del proceso, pues desconocía la supremacía de la constitución y anulaba la separación de poderes: “un organismo que no tiene competencias constitucionales está generando una agenda de reformas estructurales”. Ese acuerdo, dijeron, no garantiza que la ciudadanía participe sin presiones y sin miedo. Se dirá que se trata sólo de dialogar, que llegado el caso se acudirá al Congreso. Pero cuando de pactos formales se trata, las palabras no escritas se las lleva el viento.
Y a veces redundan. ¿A qué tanto adanismo cuando el Acuerdo de La Habana es ya plataforma acabada para cambios de fondo que también el presidente Petro impulsa? ¿Por qué esta consulta a la sociedad ignora el modelo de los PDET, que institucionaliza el sentir de las comunidades? Estos se montaron sobre consulta a 11.000 Juntas de Acción Comunal y participación activa de 200.000 personas.
Otty Patiño, Comisionado de Paz, desvanece temores: no se fragua una constituyente con el ELN. Porque es inviable y porque el ELN no tiene el prestigio ni la fuerza para un proyecto semejante. Indeciso entre la paz y la violencia, su delegación en la mesa carece de poderes plenos. El punto suscrito sobre participación “no es un avance mayor”. Que no lo sea para el ELN, diríamos, no debe empeñar el propósito –ese sí revolucionario– de auscultar, esta vez, el sentir diverso y plural de los colombianos, para que el acuerdo sea de la nación, no apenas del ELN.