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Un avance imprevisto se registra en el replanteamiento de la política de paz: el reconocimiento de sus errores de origen. Equivocaciones y vacíos que explican la inusitada expansión de los grupos armados que, dedicados sin excepción a economías ilegales, se disputan a bala el territorio e imponen su dictadura a las comunidades. En favor de esta violencia redoblada obraron las pautas que Danilo Rueda, primer comisionado de Paz, trazó desde el día uno de la negociación y en buena hora se revisan hoy. Y se materializan, para comenzar, en bombardeos de aviones Kfir a un campamento madre del Clan del Golfo en Antioquia: primera acción de la Fuerza Aérea contra grupo armado en la era Petro.
En foro promovido por El Espectador y la Universidad de los Andes con participación de autoridades de Gobierno, negociadores y líderes de territorios sojuzgados, proliferan razones enderezadas a corregir entuertos. Pasan al banquillo los diálogos de paz sin objetivo definido o claudicante en la orilla del Estado; ceses de fuego improvisados y aquietamiento letal de la Fuerza Pública, para solaz de la contraparte; manipulación y segregación de organizaciones de base por los armados, a fuer de integración de la sociedad al proceso de paz. Desaguisados cuyos efectos señala Leyder Palacios, líder social del Chocó: normalización de la guerra en su región, miedo, violencia, gobernanza armada de los criminales por cooptación del poder local, pérdida de legitimidad del Estado y de sus Fuerzas Armadas, cese el fuego que sólo beneficia a los armados. Y Luz Estela Sucre, líder social en Arauca, dice: “Estamos solos, en nuestro departamento gobiernan los grupos armados… nos sentimos desamparados”.
La cruda realidad ha impuesto ya objetivos inescapables en la negociación: reducción de la violencia, transformación del territorio y desarme de la contra parte. Claro, no siempre se lograrán ni al mismo tiempo. Una es la experiencia de Comuneros del Sur, cuyo proceso entra en fase de implementación; otra, la engorrosa mesa con el ELN, que va para el año congelada y anuncia ese grupo que no suscribirá acuerdo final con el Gobierno. Se depuran los objetivos de la mesa también al tenor de los cambios producidos en los grupos armados: no apuntan estos ahora a la toma del poder, sino que batallan por prevalecer en las economías ilegales; saltan ellos de la política al lucro regado en sangre. Y el Gobierno pasa de mesa y cese el fuego con todos, a mesa y cese el fuego con quienes lo merezcan.
En algunos casos ha salvado vidas el cese el fuego, pero decretado sin mecanismos precisos de control y verificación, ha robustecido a los grupos armados. Señala el gobernador del Caquetá que en su departamento este disparó la violencia entre armados: cuando había que mantener el control del territorio se desescaló, no la violencia, sino la presencia de la Fuerza Pública y se fortalecieron los armados. El ministro de Defensa baja de su pedestal al cese y le concede importancia sólo si beneficia a las comunidades: a guisa de negociación de paz, no puede el Estado ceder poder de control sobre el territorio, ni igualarse con los ilegales.
Tampoco podrá permitirse más la manipulación, la cooptación o la segregación de organizaciones populares por grupos armados, a título de participación de la sociedad civil en el proceso de paz. En esta avanzada para monopolizar la voz del pueblo, tampoco se les permitirá violentar ni presionar a las Juntas de Acción Comunal.
Sostiene el expresidente Santos que toda negociación de paz conjuga garrote y zanahoria; que en esta no han sentido los armados el garrote y sí, en cambio, se han comido la zanahoria. Mucho indica que se apunta esta vez a equilibrar las cargas, y otra política de paz empieza a tapizar nuevos caminos con los despojos de sus reveses iniciales.