Entre la función social del Estado y la ética del beneficio privado a toda costa, EPM ha sido dos empresas: la de ayer, orgullo de Antioquia y de Colombia, marcada por una divisa indeclinable de servicio público bajo la batuta de científicos como Darío Valencia; y la de hoy, un grupo económico de encadenamiento empresarial, alucinado en el rédito financiero hasta terminar amenazando la vida de 113.000 personas. Por ganarse una plata. Hoy ocupa la silla de gerente un encuestador a quien vemos en pantalla de televisión siempre perplejo, como agobiado con el premio que recibiera del alcalde por sus buenos oficios en la campaña que lo llevó al Gobierno de Medellín. Si se rompe la presa, expresó el ingeniero José Hilario López, sobrevendrá la peor tragedia en la historia de la ingeniería después de Chernóbil. Y en ese entierro tendrían velas tanto Federico Gutiérrez, burgomaestre que nombra al hombre de nula preparación para el cargo, como el irresponsable que lo acepta.
El desastre deriva de la modificación del diseño para evitarse una multa por incumplimiento en la entrega de la obra y para ganarse el bono de disponibilidad. El cambio, más que estúpido, fue criminal: sellaron los túneles de evacuación del agua, ya inestables, antes de terminar la presa. Prevalecieron los tiburones financieros sobre los ingenieros. Construyeron un tercer túnel sobre dos fallas geológicas y, claro, a poco lo taponó un derrumbe. No eran fallas imprevisibles, como lo dijo el gerente. Ya desde los años 70 se había detectado el deslizamiento Guásimo en la margen izquierda del río, cerca de la represa, pero no se tuvo en cuenta ahora la gravedad de su amenaza. Para Daniel Quintero, exviceministro de TIC, tan graves eran las fallas geológicas que hubieran debido construir la presa en otro lugar. Todo ello lo sabía desde hacía un año por misiva de López el gobernador Luis Pérez, tan agudo para ver en la crisis telenovela, o diluvio universal, o (para consuelo del orbe) diluvio sólo en Colombia.
El hidroeléctrico fue nicho apetitoso entre las empresas públicas que cayeron abrazadas por la fiebre neoliberal de César Gaviria. Beneficiaria mayor de la licitación que otorgaba el proyecto de Ituango fue Camargo-Correa, firma brasileña involucrada en el escándalo de Lava Jato y hoy investigada por presuntas irregularidades en la adjudicación del contrato con EPM. Arrastrada por el vértigo del lucro, torpe frente a los imperativos de la vida humana y del ambiente, reverenciando la valorización del capital como único resultado posible de la inversión, EPM ha dejado de ser empresa prestadora de servicios para caer víctima de su propio invento: la codicia acorrala como el fuego al escorpión, hasta que éste termina por clavarse su propio arpón.
La estructura corporativa de dirigentes insobornables desapareció, para dar lugar al juego de los políticos y a tratativas non sanctas. A cada nuevo alcalde, nuevo gerente en EPM, esté o no dotado para el cargo. Juan Gómez nombra a un Valencia Cossio y, Luis Pérez, a la encargada de una discreta sucursal del Banco de Occidente. Algún gerente salió de EPM para el grupo Argos, una de cuyas compañías es Celsia, competencia de aquella en el mercado de energía. El actual alcalde nombra a Jorge Londoño, un ducho en mercadeo, mientras el poder real descansa en un financiero venido de la banca de inversión.
Pero reina la ley del silencio: dijo Quintero que a los empleados de EPM se les prohibe sacar sus chiros al sol. (¿Acaso la compra de Orbitel?) Y sugiere que, desvalorizada la empresa, habrá quienes quieran comprarla a precio de huevo. Así se privatizaría EPM, manjar de avivatos, mientras los pobladores de 14 municipios no saben si podrán sobrevivir a la tragedia.
Entre la función social del Estado y la ética del beneficio privado a toda costa, EPM ha sido dos empresas: la de ayer, orgullo de Antioquia y de Colombia, marcada por una divisa indeclinable de servicio público bajo la batuta de científicos como Darío Valencia; y la de hoy, un grupo económico de encadenamiento empresarial, alucinado en el rédito financiero hasta terminar amenazando la vida de 113.000 personas. Por ganarse una plata. Hoy ocupa la silla de gerente un encuestador a quien vemos en pantalla de televisión siempre perplejo, como agobiado con el premio que recibiera del alcalde por sus buenos oficios en la campaña que lo llevó al Gobierno de Medellín. Si se rompe la presa, expresó el ingeniero José Hilario López, sobrevendrá la peor tragedia en la historia de la ingeniería después de Chernóbil. Y en ese entierro tendrían velas tanto Federico Gutiérrez, burgomaestre que nombra al hombre de nula preparación para el cargo, como el irresponsable que lo acepta.
El desastre deriva de la modificación del diseño para evitarse una multa por incumplimiento en la entrega de la obra y para ganarse el bono de disponibilidad. El cambio, más que estúpido, fue criminal: sellaron los túneles de evacuación del agua, ya inestables, antes de terminar la presa. Prevalecieron los tiburones financieros sobre los ingenieros. Construyeron un tercer túnel sobre dos fallas geológicas y, claro, a poco lo taponó un derrumbe. No eran fallas imprevisibles, como lo dijo el gerente. Ya desde los años 70 se había detectado el deslizamiento Guásimo en la margen izquierda del río, cerca de la represa, pero no se tuvo en cuenta ahora la gravedad de su amenaza. Para Daniel Quintero, exviceministro de TIC, tan graves eran las fallas geológicas que hubieran debido construir la presa en otro lugar. Todo ello lo sabía desde hacía un año por misiva de López el gobernador Luis Pérez, tan agudo para ver en la crisis telenovela, o diluvio universal, o (para consuelo del orbe) diluvio sólo en Colombia.
El hidroeléctrico fue nicho apetitoso entre las empresas públicas que cayeron abrazadas por la fiebre neoliberal de César Gaviria. Beneficiaria mayor de la licitación que otorgaba el proyecto de Ituango fue Camargo-Correa, firma brasileña involucrada en el escándalo de Lava Jato y hoy investigada por presuntas irregularidades en la adjudicación del contrato con EPM. Arrastrada por el vértigo del lucro, torpe frente a los imperativos de la vida humana y del ambiente, reverenciando la valorización del capital como único resultado posible de la inversión, EPM ha dejado de ser empresa prestadora de servicios para caer víctima de su propio invento: la codicia acorrala como el fuego al escorpión, hasta que éste termina por clavarse su propio arpón.
La estructura corporativa de dirigentes insobornables desapareció, para dar lugar al juego de los políticos y a tratativas non sanctas. A cada nuevo alcalde, nuevo gerente en EPM, esté o no dotado para el cargo. Juan Gómez nombra a un Valencia Cossio y, Luis Pérez, a la encargada de una discreta sucursal del Banco de Occidente. Algún gerente salió de EPM para el grupo Argos, una de cuyas compañías es Celsia, competencia de aquella en el mercado de energía. El actual alcalde nombra a Jorge Londoño, un ducho en mercadeo, mientras el poder real descansa en un financiero venido de la banca de inversión.
Pero reina la ley del silencio: dijo Quintero que a los empleados de EPM se les prohibe sacar sus chiros al sol. (¿Acaso la compra de Orbitel?) Y sugiere que, desvalorizada la empresa, habrá quienes quieran comprarla a precio de huevo. Así se privatizaría EPM, manjar de avivatos, mientras los pobladores de 14 municipios no saben si podrán sobrevivir a la tragedia.