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Si se hace a derechas, la descentralización tocará la médula del sistema político: desplazará el núcleo del poder del centro a la periferia. Una verdadera revolución, cuyo proyecto coopta el ministro Cristo para trocarlo en bandera mayor entre las vicisitudes de esta administración. Altibajos que van de reforma pensional y despegue de la agraria a la descorazonadora negociación con el ELN, signada por la impotencia del Gobierno en la mesa y su falta de criterio para conciliar política de paz y de seguridad, de donde ha podido ese grupo armado ampliar su incursión violenta en zonas enteras del territorio. Reminiscencias del siglo XIX, sembrado de guerras civiles entre oligarquías regionales que se disputaban la hegemonía o el poder central entre un archipiélago de regiones, hoy no siempre se trata de recuperar territorios sino de conquistarlos.
En manos enérgicas pero cuidadosas, la descentralización será menos un riesgo para las finanzas públicas que el derrotero hacia la siempre aplazada autonomía de las regiones. Más allá del manejo de recursos públicos, aquella reorganiza la estructura y la operación del Estado. De raigambre netamente política, la descentralización redistribuye los centros de poder y de decisión, y altera la dinámica de la clase política. Fortalece a alcaldes y gobernadores mientras la clase parlamentaria reemplaza su desapacible papel de suplicante ante la enhiesta frigidez de Bogotá por la vocería inmediata de sus electores en provincia. Dirá Juan Manuel Ospina que se avanza hacia la autonomía cuando se descentraliza no apenas la ejecución sino la decisión política. Autonomía es empoderamiento de regiones y localidades (Opera, U. Externado, 2002).
Ya se dijo y se aceptó: redistribución de recursos no habrá sin definición de competencias. Éstas tendrán que adaptarse a las particularidades de la región y su ejecución demandará capacidad administrativa para fijar prioridades de inversión y gestionar los recursos sin dilapidarlos ni robárselos. A lo cual deberán tributar organismos de control independientes de los partidos, veeduría ciudadana y acción de la Justicia sobre clanes políticos y grupos armados que meten su mano peluda en el presupuesto del municipio. Al parecer la banda de Calarcá acaba de amenazar a cinco alcaldías para extorsionar en obras y proyectos.
Recuerda Ospina que la Constitución del 91 propuso construir la unidad desde la diversidad. Pero en vez de edificar nación, explica, la dirigencia del país satanizó la política y entregó sus destinos a una tecnocracia que creyó lanzarlo de la sociedad pastoril a la moderna. Error. El problema no era de gerencia sino de política. No podía abordarse a Colombia como una realidad homogénea ni desestimar las particularidades de sus regiones ni sus desigualdades. Son los procesos sociales y las decisiones políticas los que señalan el punto de equilibrio entre unidad y diversidad. Y es en la tensión entre lo nacional y lo regional donde se encuentra el meollo de la descentralización, entre los extremos del centralismo y el federalismo radical. No logró la tecnocracia modernizar el país.
La estentórea advertencia de sectores suyos sobre la salud del fisco naufraga en el espectáculo de su incapacidad para limar siquiera inequidades entre regiones. El PIB per cápita del Vichada es 15 % del de Bogotá. Muchos de quienes así han gobernado convirtieron su humilde medianía en mérito que pavonean sobre las inequidades sociales y geográficas. Con su desdén por la política encubren, no obstante, los intereses que agencian y que barnizan en la ficción de neutralidad de la técnica, en los designios de la mano invisible del mercado. La mano de Dios. Mas la descentralización que se construirá en 12 años se abre paso como una tromba: será la reforma del siglo, una revolución.