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Cuatro hechos reabrieron esta semana la herida de un crimen que degrada hasta extremos insospechados la historia de nuestro conflicto armado: la violación de mujeres para convertirlas en trofeo de guerra. Una marcha de 500 víctimas, el puño en alto, en Montes de María. Denuncia en Caracol Radio de dos exguerrilleras de las FARC reclutadas a la brava y violadas desde sus once años de edad, según ellas, aún por la plana mayor de esa guerrilla. El 3 de abril, conmina la JEP al anterior secretariado de las FARC a reconocerse como responsable de violencia sexual y reproductiva, so pena de pagar hasta 20 años de cárcel; la Fiscalía reconstruye 83 casos de mujeres violadas por las FARC en dos décadas. Y aparece el libro Desafíos por la vida, un abordaje desde el sicoanálisis de los crímenes perpetrados por los grupos armados que la Comisión de la Verdad registra. La doctora Beatriz García Moreno señala aquí que los agresores asumieron el cuerpo femenino como parte del territorio conquistado y la violencia sexual fue arma de guerra contra las mujeres; pero dejó no obstante en sus víctimas resquicios de vida y la reciedumbre necesaria para recomponer la identidad y volver a enhebrar el tejido de la comunidad violentada.
Deisy, una de las denunciantes en Caracol, abundó en pormenores de las agresiones sufridas y aludió a “las cicatrices que dejaron en mi cuerpo (…) todavía (a los 36 años) me duele la cadera, porque yo era una niña”. Ya señalaba el Grupo de Memoria Histórica que casi siempre se violó con sevicia en el conflicto: al acceso carnal simultáneo de varios hombres sobre una mujer se sumaron la tortura y la agresión verbal. En la violación se hiere el cuerpo, pero también el alma, pues el acto deshumaniza a la víctima y destruye su dignidad. La violación, explica el GMH, “es una experiencia traumática; sus cargas de brutalidad y violencia muestran que las víctimas fueron sometidas a terror en condiciones de gran indefensión. La violación derivó en trastornos y traumas acumulativos, con daño sicológico severo”.
Mas, paradójicamente, a veces el cuerpo se despliega a un tiempo en el despojo sufrido y en los resquicios intocados por donde se filtró de nuevo la vida, acota García. Se despliegan acciones de sobrevivencia y de reconstitución afectiva, como prácticas ancestrales del territorio que comprometen el propio cuerpo y renuevan el lenguaje: la reunión, al modo de familia extensa, recrea el espacio de los afectos, de la palabra, de las raíces y deviene motor de resistencia a la guerra. Así equipadas de afectos, gestos y saberes inscritos en el cuerpo porfían ellas en su territorio, o en cualquiera otro. Porque en sus ollas, en su música, en sus raíces llevan la semilla que no pudieron arrebatarles.
Resistencia en el recuerdo vivo de lo sufrido —no para prosternarse ante el dolor sino para desafiar la repetición de la infamia— fue nota dominante de las marchantes entre Ovejas y Flor del Monte; pese a que el 98 % de las violencias sexuales padecidas permanecen en la impunidad. Se pregunta Juan Gabriel Vásquez si la impunidad y el olvido permitirán la reconciliación, o si son un insulto a las víctimas y a la idea misma de justicia. Es claro que en Colombia sólo desaparecerán las mujeres violentadas para trofeo de guerra si se aplica con rigor el modelo de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición, y si la sociedad toda se envalentona contra esta guerra atroz.
Coda. Colombia postula a la internacionalista Laura Gil como secretaria general adjunta de la OEA, hoy embajadora en Austria y representante permanente ante organismos de Naciones Unidas. Más méritos como los de Gil para optar al cargo, imposible. Mejor representado nuestro país, imposible. Mayor orgullo para las mujeres colombianas, imposible.
